sábado, 26 de enero de 2008
La Isla de la Esperanza.(JOAQUIN BOCHACA)
Tras las grandes convulsiones de finales del siglo XX, que fueron causa de la muerte de media Humanidad y, por lógica reacción, de los parásitos que trajeron aquéllas catástrofes, vinieron, en cadena, una serie de cataclismos naturales, como penitencia de propina impuesta por el Todopoderoso. Desaparecieron continentes enteros, se aplanaron cordilleras y surgieron gigantescas montañas, y a causa de las erupciones volcánicas, emergieron islas en los Océanos. En medio del Índico, a mitad de camino aproximado entre las antiguas Sudáfrica y Australia, apareció una isla, a la que se trasladó una selección de antiguos europeos, que la bautizaron Isla de la Esperanza.
Los esperancistas mantenían escasísimas comunicaciones con el mundo exterior. Aunque las razones de tal relativa incomunicación se fueron perdiendo en la noche de los tiempos, filósofos y sacerdotes la atribuían a un reflejo de autodefensa, firmemente arraigado en la memoria colectiva del pueblo, que intuía que con la relación con el Extranjero vendría la influencia de los parásitos, causantes del precedente cataclismo universal. Aunque tales parásitos, situados en la encrucijada de tres continentes, desaparecieron en sus nueve décimas partes atomizados a las primeras de cambio, muchos otros congéneres suyos, enquistados en los demás pueblos, habían conseguido sobrevivir. Los esperancistas no querían saber nada de ellos. Y no por motivos específicos, pues los últimos vestigios de las fuentes históricas habían desaparecido con la hecatombe, sino por viejas leyendas, transmitidas de generación en generación por tradición oral. Nada serio, dictaminaron los habituales sieteciencias apodados intelectuales; sólo restos de atavismos trasnochados; ìprejuiciosî del pueblo llano. Por eso, cuando un navío procedente de un lejano puerto encalló junto a los peligrosos arrecifes de la isla por lo menos eso aseguró su capitán- esos mismos intelectuales insistieron para que se permitiera permanecer en la Isla de la Esperanza a los pobres náufragos.
Se trataba de gente extraña, propensa a quejarse lastimeramente de las horrendas persecuciones que les habían infligido todos los pueblos de la tierra en todas las épocas y lugares. No eran una raza -decían- ìsólo una religiónî. Huían de Europa, a la que odiaban por su intolerancia. Sólo pedían quedarse en la isla de la Esperanza, para trabajar, ìen paz y amorî junto a los nativos. Tras corta deliberación, el gobierno de la isla les permitió quedarse y, dado su comparativamente corto número --que apenas representaba el uno por ciento del total de la población de Esperanza- incluso se les concedió el derecho de ciudadanía.
Antes de que el buque que transportaba a los kazares --que así se hacían llamar los recién llegados- se hundiera, éstos pudieron salvar un cargamento de minerales, a los que llamaban oro y plata. Y como los nativos trataron a los kazares tan generosamente, éstos, en prueba de gratitud, regalaron a las esposas e hijas de los gobernantes de Esperanza algunas joyas manufacturadas con aquellos minerales. Como a las mujeres les agradaran tanto esas joyas tan relucientes, algunos caballeros prominentes les pidieron nuevas joyas a los kazares, para regalárselas a sus esposas y amantes; a cambio de ellas, ofrecieron a los pobres náufragos alimentos, vestidos y hospedaje.
Entretanto, los kazares se iban instalando, y prosperaban rápidamente. Grandes psicólogos, eran muy útiles en las transacciones comerciales que, con su llegada, fueron perdiendo su antigua sencillez para ir alcanzando una extraña y, al menos aparentemente, innecesaria complejidad. Los eternos aguafiestas, envidiosos del éxito de los kazares, empezaron a criticarles atribuyéndoles prácticas comerciales desleales, pero la mayoría del pueblo, aún cuando no puede decirse que les amara realmente, les dejaba en paz.
Los kazares se mantenían apartados, por otra parte, del resto de la población, con la que sólo se relacionaban comercialmente. Otra vez los aguafiestas y los envidiosos les criticaron por ello, haciendo hincapié en el hecho, aparentemente paradójico, de que mientras se desentendían totalmente de los problemas de la isla, en cambio tomaban como intolerable marginación el que algunas personas rehusaran su compañía o los tratos con ellos. Sea como fuere, tras unos cuantos meses de minuciosa exploración de la isla, los kazares, habiendo tomado buena nota de la fertilidad del suelo y las riquezas del subsuelo, así como de la inteligencia, laboriosidad y honradez de los nativos, decidieron establecerse permanentemente allí, llamar secretamente a otros parientes suyos que vivían marginados en el Continente Euroasiático, y convertirse en los dueños supremos del territorio y esclavizar a sus habitantes.
Por aquélla época, el único medio comercial practicando por los esperancistas era el simple intercambio. Unas mercancías eran cambiadas directamente por otras, lo que -preciso es admitirlo- creaba muchos problemas e inconvenientes. Los kazares, entonces, concibieron la idea de matar dos pájaros con una misma piedra y decidieron persuadir a los nativos para que usaran su oro y plata como medio de cambio. En el ínterin, halagando la vanidad de las mujeres de los hombres prominentes, los gerifaltes de los kazares, llamados, según parece, sabinos (1), habían creado una ìdemandaî (como ellos mismos lo llamaban) de oro y plata, con lo cual su petición de que el oro y la plata se convirtieran en moneda pudo vencer la oposición de las capas populares, siempre tan desconfiadas por naturaleza. Con ello conseguirían satisfacer a la gente deseosa de obtener los nuevos minerales y, al mismo tiempo, llevar a cabo lo que constituía su objetivo principal.
Los kazares obtuvieron del gobierno de la isla de la Esperanza, el permiso para establecer un nuevo establecimiento, llamado ìbancoî, haciendo del oro y la plata la única moneda legal. En prueba de su buena fe, de la que seguían dudando los eternos recalcitrantes, imprimieron en el anverso de las nuevas monedas la efigie del soberano de la Isla, y en el reverso el escudo y las armas de la misma. La nueva moneda fue llamada ìpesoî (2). La circulación de esos metales se llevaba a cabo a través de préstamos hechos a los clientes del banco. Los comerciantes se vieron de tal modo forzados a tomar dinero prestado del banco con objeto de obtener los medios para pagar sus deudas, porque los kazares rehusaron venderles directamente oro o plata. Como garantía de los préstamos, es decir, para asegurarse de que éstos serían devueltos en el plazo convenido, establecieron hipotecas sobre las tierras de los que recibían los préstamos. Los préstamos debían ser devueltos al cabo de doce meses, mediante un módico interés del 10 por ciento.
El total de los préstamos en el transcurso de la primera semana fue de 300.000 pesos; luego, cesaron los préstamos. Según el presidente del banco (3) se habían acabado las reservas de oro y plata. De cualquier modo, al final del primer año, los isleños se encontraron debitados con 330.000 pesos (300.000 por el principal de la deuda y 30.000 de intereses) pagaderos al banco en oro y plata. Entonces los comerciantes se dieron cuenta de que como 300.000 pesos era la totalidad del valor del oro y la plata que los kazares poseían, habiéndolo tomado todo prestado, debían una suma que, si éstos insistían en que fuera pagada según lo convenido, no podían pagar. Y no podían pagar aún cuando sus graneros estuvieran llenos a rebosar y montañas de artículos estuvieran en las estanterías de los almacenes, dispuestos para ser consumidos. De manera que el Gobierno convocó al Consejo de Administración del Banco, para hacerle ver la imposibilidad de que la gente pagara sus deudas. Los kazares parecieron sinceramente doloridos ante tal muestra de informalidad. ¿Era ese el concepto que de la formalidad tenían los esperancistas? ¿Así agradecían los desvelos que, para solucionar sus problemas económicos, se habían tomado los pobres náufragos? Finalmente, y en prueba de su buena voluntad, el Consejo de Administración del banco dio su acuerdo para prorrogar por un año el pago del principal de la Deuda, es decir, los 300.000 pesos, pero a condición de que los intereses del primer año, es decir, 30.000 pesos, fueran pagados inmediatamente en oro y plata, y que se dieran garantías suplementarias para cubrir el pago del principal. De modo que se establecieron nuevas hipotecas. Así se hizo y el comercio de los isleños pudo proseguir.
Cuando llegó el momento de pagar los intereses del segundo año, se cayó en la cuenta de que, a pesar de que la deuda total de los nativos era la misma que antes, es decir, 300.000 pesos, sólo habían exactamente 270.000 en manos del pueblo, pues no debe olvidarse que ya se habían pagado a los kazares (o al Consejo de Administración, como gustaban de precisar ellos, modestos siempre y rehusando siempre aparecer en primer plano ) 30.000 pesos en concepto de intereses por el primer año. El gobierno de Esperanza pronto se dio cuenta de que si el sistema continuaba el tiempo suficiente, al término de diez años habrían pagado a los kazares, sólo en intereses, todo el oro y la plata que originariamente tomaron prestado, y todavía continuarían debiéndoles el principal de la Deuda, es decir, 300.000 pesos en oro y plata, sin quedarles una sola moneda para pagar no ya el principal, sino incluso los intereses y todo el país caería en la bancarrota y los kazares y sus testaferros locales pasarían a ser poseedores de toda la riqueza nacional.
Evidentemente, esto sólo podría ser así en la teoría. Estaba claro que el gobierno, antes de permitir tamaño despojo, era capaz de cualquier cosa, incluso de anular, de un plumazo, la Deuda. Pero, por otra parte, tanto el gobierno como el pueblo de Esperanza eran gentes muy honradas, y no era su deseo expoliar a los bondadosos kazares. De manera que convocaron al Consejo de Administración del banco para hacerle ver la peligrosa situación a que les había llevado el nuevo sistema monetario.
Pero, entretanto, algo muy curioso había ido sucediendo. Los kazares, cuyo número se había ido multiplicando prodigiosamente y constituían ya casi el tres por ciento de la población de Esperanza, había ido comprando toda clase de bienes a los productores y comerciantes locales, pero no con monedas de oro y plata, sino con un especie de "vales" en los cuales se prometía que serían canjeados por oro y plata a la demanda del poseedor de dichos "vales" o, "promesas de pagar" como les llamaron.
Además, hicieron ver a las buenas gentes de la isla que tales promesas eran algo mucho mejor que el mismo oro o la plata, por que les evitaba el trastorno de llevarlo encima en bolsas de cuero, que podían excitar la codicia de los ladrones. Esas promesas de pagar eran ya regularmente utilizadas por el pueblo en sus transacciones diarias, y como hacían las funciones de dinero, eran dinero. Pues dinero es todo aquello por lo cual se entregan mercancías, se pagan deudas o se rinden servicios. Los miembros del Consejo de Administración sugirieron, pues, al gobierno, que la dificultad podría ser obviada si éste promulgaba una ley según la cual, las promesas bancarias de pagar oro y plata -exactamente, monedas de oro y plata- fueran igualmente consideradas dinero. Así lo hizo el gobierno, aliviado al ver que el pavoroso problemas se había solucionado tan fácilmente. En prueba de gratitud, al Gran Sabino de la humilde comunidad Kazar le fue impuesto el Gran Collar de la Cruz del Sur con floripondio violeta y una pensión anual vitalicia de mil pesos, que el pío intermediario entre Tehová (4) y los simples mortales aceptó con lágrimas en los ojos tras prometer que los prestaría generosamente, al 15 por ciento a un pobre industrial esperancista en apuros, declaración que fue acogida con una atronadora ovación por el pueblo agradecido.
El Banco -el lector amigo apreciará que sus inmensos servicios al pueblo le hacen sobradamente acreedor a la B mayúscula con la que de ahora en adelante le distinguiremos- aconsejó sabiamente a las gentes que depositaran en sus cofres (los del Banco todas las monedas de oro y plata que aún poseyeran y que usaran, en cambio, el papel, o promesas de pagar, llamadas ya billetes de banco, por ser más cómodos de llevar consigo, menos engorrosos y más fáciles de esconder a posibles salteadores, en los viajes.
Se había salvado el peligro. Volvió la euforia general y la gente pudo continuar trabajando confiadamente. Nadie pareció preguntarse cómo era posible que el Banco hubiera puesto en circulación tantas promesas de pagar llamadas, repetimos, billetes de banco), y que tales promesas de pagar se refirieran a monedas de oro y plata, que realmente era el único dinero o moneda legal, ténder, hasta instantes antes de que se colgara el Gran Collar de la Cruz del Sur al cuello del Gran Sabino. La gente, en realidad, no podía saberlo. El mismo gobierno tampoco podía saber, exactamente, cuántas promesas de pagar había puesto en circulación el Banco; ésto sólo podía saberlo el Banco. El Ministro del Interior. de Esperanza, espíritu cáustico y desconfiado al que divertían las narizotas del Sabino y mostraba hacia los bondadosos kazares una sorprendente aversión no disimulada, fue el único que en los instantes emotivos de la salvación de Esperanza por el Banco, tuvo la increíble audacia de preguntar al Secretario del Consejo de Administración que se sentaba al lado del somnoliento presidente, cuánto dinero habían emitido, exactamente, sin consultar a nadie. Hubo unos momentos de tensión, cortados rápidamente por el Jefe de Gobierno, temeroso de que el ìenfant terribleî de su Ministro del Interior echara por tierra el ventajoso acuerdo a que se había llegado.
Pero todo eso son minucias, como lo es igualmente el redactado, ciertamente esotérico, de los nuevos billetes de Banco (*):îEl Banco de Esperanza pagará al portador UN PESOî. Tampoco nadie pareció prestar atención a esa redacción extraña. En una ocasión se presentaron ante las ventanillas del Banco dos señores, uno de los cuales entregó un billete de un peso y pidió al empleado de ìPagosî. ì¡Págueme!î. -î¿Cómo lo quiere el señor?î, fue la coortés pregunta del empleado. -îComo Vd. guste, pero páguemeî fue la no menos cortés respuesta. Tras unos instantes de titubeo, el empleado le entregó diez moneditas de diez centavos. ìYo no le he pedido a Vd. cambio. Le he pedido que me pague. Si no lo ha hecho nunca todavía, le sugiero que lea el redactado de ese billete de bancoî. El empleado palideció, se excusó y se sumergió en el despacho del director. Pasamos por alto lo que se dijo en la conversación, a más alto nivel, que siguió. Digamos simplemente que el caballero que acompañaba al que pretendía ìcobrarî (y no recibir cambio), era un notario que levantó acta del impago de un billete de un peso esperancista y puso al Banco en situación de quiebra. Naturalmente, no hubo, tal quiebra, pues poderoso caballero es Don Dinero, incluso en Esperanza, y el recalcitrante cliente tuvo un oportuno accidente de tráfico. Pero eso es otra historia, como diría Kipling.
Volvamos, pues, al día siguiente de la conclusión del generoso acuerdo consentido por el banco al gobierno ( ¡ojo! linotipista, con minúscula ya.) En un principio, por guardar el dinero de sus conciudadanos el banquero cobraba un alquiler. Era perfectamente lógico. Se paga un pupilaje por guardar un coche, e igualmente debería pagarse por guardar dinero. El banquero debía comprar una sólida caja fuerte, empotrarla en la pared de un edificio, poner posiblemente un guardián y pagar una póliza de seguro antirrobo. Es un servicio que cuesta dinero y debe pagarse. Luego, todo el montaje cambiaría. Veremos por qué.
El banquero, contra la recepción de, digamos por ejemplo, cien pesos, entregaba a su cliente -el impositor- un recibo por cien pesos. En otras palabras, una promesa de pagarle cien pesos. Cuando el impositor volvía y reclamaba sus cien pesos, se le devolvía el dinero, menos el alquiler de la caja fuerte, digamos diez centavos de peso y el recibo -o promesa de pagar- era destruido en presencia del cliente. El banquero, como la mayoría de sus congéneres, era un hombre observador. Al cabo de algún tiempo se dio cuenta de que sólo una cantidad ínfima del oro y la plata que se le había confiado para su custodia era retirado. La gente traía al Banco centenares de pesos, pero raramente se llevaba más de unos pocos pesos a la vez, para atender a sus gastos más perentorios. Además, se dio cuenta de que ante su ventanilla de ìPagosî aparecían a menudo personas a las que no había visto nunca, con promesas de pagar (o recibos) emitidos por él, pidiendo cobrar. Esas personas explicaron que habían tomado tales recibos como pago por mercancías o servicios suministrados por ellos, o en pago de deudas. Entonces el banquero se hizo las siguientes consideraciones: ìA pesar de que mis promesas de pagar son sólo promesas hechas a mis impositores, otras personas que no son impositores en el Banco las aceptan como dinero. Y ello por que se fían de mí. ¿Por qué? Por que cada vez que uno de tales recibos se ha presentado en el Banco ha sido pagado. De manera que usan mis promesas de pagar dinero como si fueran dinero. Y ello por que es mucho más seguro y conveniente llevar un trocito de papel que bolsas con monedas. Todos me conocen en Esperanza. Mi firma al pié de una promesa de pagar, es tan buena como el oro. Los tenderos toman mis recibos como si fueran dinero auténtico. Con ellos se pueden comprar alimentos, ropa, y lo que seaî.
El banquero se sumergió en profundas reflexiones. Sus promesas de pagar dinero eran usadas como dinero auténtico por todo el país. Los granjeros las tomaban en pago de su grano y su ganado; también los tenderos; y los médicos, y los abogados y los maestros de escuela. ¡Pues bien!. Si la gente aceptaba aquello como dinero, ¡era dinero!. El banquero abrió su caja fuerte y observó las bolsas de oro y plata allí amontonadas. Se imaginó que si la mitad de su oro y plata fuera robado, o se perdiera, nadie sería más rico, ni más pobre. Si acaso, el que sería más rico sería el ladrón que, lógicamente, gastaría el dinero y éste iría a parar otra vez al Banco, aún cuando abonado en otras cuentas (incluyendo posiblemente la cuenta del ladrón). Todavía habría suficiente oro y plata para atender las demandas de los impositores. Las promesas de pagar (o recibos, o billetes de banco) continuarían circulando de la misma manera; la gente continuaría aceptándolos igual que antes. El banquero empezó entonces a estudiar sus libros. Se dio cuenta de que, en promedio, sólo se le solicitaba una décima parte del oro y la plata depositado en el Banco. Si u n cliente había abierto una cuenta corriente por cien pesos, quedaba demostrado por la práctica, por la realidad de cada día, que únicamente retiraba diez pesos, como máximo. Los otros noventa permanecían en la caja fuerte y si los utilizaba era por medio de los recibos o promesas de pagar, pero no retirándolos. Esto quería decir, a efectos prácticos, que si se perdía, le robaban o simplemente se gastaba en su propio beneficio las nueve décimas partes del oro y la plata que se le había confiado, todavía estaría en una posición de atender a las demandas de pago que se le formularan. Sus promesas de pago serían igualmente aceptadas y consideradas como antes.
Al llegar a ese punto de sus cogitaciones, el banquero pidió entrevistarse con el Gran Sabino. Ambos estudiaron la situación. El banquero mostró que en ese momento tenía en su cofre 300.000 pesos en oro y plata y que, por consiguiente, habían en manos de sus clientes promesas de pagar hasta un total de 300.000 pesos, sin embargo, le bastaban 30.000 -es decir, el diez por ciento- para cubrir las demandas de oro y plata de los impositores. El banquero sugirió que dado que con 30.000 pesos tenía suficiente para atender el pago de los recibos o promesas de pagar que le fuesen presentados, podía muy bien hacer una jugada magistral dejando a otras personas los 270.000 pesos restantes. El Gran Sabino, rascándose pensativamente la cerviz con el Gran Collar de la Cruz del Sur, miró compasivamente al banquero y le dijo, con su voz suave de hombre bueno : ìPero si con 30.000 pesos puedes atender las demandas de las promesas de pagar o recibos, guárdate los 300.000 pesos y entonces aumentas la cifra total de promesas de pagar hasta 3.000.000 dilecto hermano Jerusalemsky, pues el 10 por ciento de 3.000.000 es precisamente 300.000 que es la cantidad que tienes en tu poder y que, según has dicho, basta para cubrir las necesidades de tus impositoresî. La idea parecía tan salvaje, tan atrevida y tan brutal, que el banquero dudó unos instantes. Pero ante la suave, aunque firme insistencia del piadoso personaje, llegó a la conclusión lógica de que lo que él mismo había intuido en un principio era correcto. Y empezó a ponerlo en práctica.
Para empezar, le dio un giro copernicano a su negocio. Y para atraer el máximo dinero posible a su banco, en vez de cobrar u n alquiler a sus impositores, en concepto de custodia, prometió pagarles un interés. Nadie quiso profundizar. No se le suele mirar la dentadura al caballo regalado. Era un módico interés del 0.5 por ciento. a veces hasta del 1 por ciento. La gente se preocupó, de llevar al Banco todo el dinero que no necesitaba perentoriamente. Examinando sus libros observó que sus cuentacorrentistas había n depositado en el Banco 500.000 pesos. Guardó 50.000 para poder atender las promesas de pagar o recibos que había entregado a cambio del dinero, con lo cual quedaban en sus manos 450.000 pesos. Entonces prestó a un industrial 500.000 pesos y separó de los 450.000 pesos que le quedaban, otros 50.000 para atender los recibos de ese industrial. A un granjero le dejó otros 500.000 pesos, para lo cual volvió a separar de los 400.000 pesos que ahora le quedaban, otros 50.000 para atender a éste, y así por cada 50.000 pesos dejaba 500.000, ya que el diez por ciento le bastaba para atender sus demandas de dinero. Consecuentemente prestó promesas de pagar por un valor de hasta 5.000.000 a los comerciantes, agricultores e industriales locales, y todo ello a un interés del 10 por ciento. Sabía el banquero que sobre esos 5.000.000 sólo le retirarían, en promedio, la décima parte, es decir, unos 500.000 que, efectivamente, realmente, sí estaban en su caja fuerte. El beneficio que obtuvo, al cabo de un año, fue, pus, un 10 por ciento de los 5.000.000, es decir, 500.000 pesos. Contra un gasto de 5.000 pesos ,es decir, el 1 por ciento de interés de los 500.000 pesos que sus impositores habían depositado en el Banco). Un negocio fabuloso, hecho sin correr riesgo alguno, y con el dinero de los demás. El Ministro del Interior, que vio perfectamente lo que había sucedido, calificó el hecho de ìgranujadaî. En su círculo de amigos comentó que mientras los comerciantes locales, que con su trabajo, inteligencia y dedicación, obtenían unas utilidades del cinco o el diez por ciento, con riesgo de perder dinero ante la leal competencia de los demás, o del cambio de gustos del público, o de la pérdida de la cosecha por las inclemencias del tiempo, o por cualquier otro motivo, en cambio, el banquero, manejando el dinero de los demás, obtenía, en la precisa circunstancia dada, un beneficio astronómico. ìExactamente, y en este añoî -precisó el díscolo ministro antikazarita- ìun beneficio del 10.000 por cien, cuando ha pactado con sus clientes, un interés del 1 por ciento, o del 20.000 cuando ha conseguido dejarlo en un 0.5 por ciento. Sus colegas le miraron, asombrados. ìNo es posibleî, exclamaron a coro. ìSí es posible. Es más que posible ; es seguro. Por que si sus impositores tenían depositados en los cofres del Banco 500.000 pesos y él ha ganado exactamente 500.000 con un gasto de 5.000, esto quiere decir que sus beneficios han superado a sus gastos en cien veces, lo que equivale a un 10.000 por ciento, en el caso menos favorable para él. E insisto, con el dinero de los demás. En cambio, un ebanista que ha fabricado muebles con unos gastos netos de mil y unos ingresos netos de mil cien, ha ganado un diez por ciento y está muy contento. Esto es inmoral. Y ésta es la parte menos grave del asunto, por que...,, Pero el Ministro del Interior no pudo continuar. Sus contertulios no le seguían. Se limitaban a mirarle, atónitos.
El banquero, en cambio, no estaba atónito. Estaba, más bien, preocupado, a pesar del fantástico negocio que había hecho. Su preocupación procedía de diversos orígenes, si bien el principal era, tal vez, que, contra sus ìpréstamosî de promesas de pagar, o billetes de banco, él había tomado, como garantía del pago del principal, más los intereses pactados, los títulos de propiedad de casas y cosechas de los prestatarios, es decir los que habían recibido los préstamos. Esas casas, esas cosechas, habían costado trabajo. A él, sus promesas de pagar no le habían costado nada. Simplemente, un plumazo en sus libros contables. Y, algo peor aún, sus billetes de banco, sus promesas de pagar, o como quisiera llamarles la gente, habían hecho el mismo papel que la moneda, exactamente como la moneda falsa. Habían incrementado, de ese modo, el poder de compra, con lo que por vía de consecuencia habían subido los precios y, lógicamente, habían devaluado el resto del dinero existente antes de que empezaran sus operaciones (5). Todos los ciudadanos, hubieran o no contraído deudas con él, hubieran o no aceptado u no de sus, 'créditos', se había n visto forzados, sin saberlo y sin quererlo, a contribuir a pagar la pérdida del valor del ìdineroî que, con sus créditos él había creado. El, el prestamista de las ìpromesas de pagarî, había, en pocas palabras, robado a todos sus conciudadanos y, encima, había tenido la audacia de obtener un interés sobre el ìdineroî efectivamente robado.
Pero el sistema había -aparentemente--funcionado bien y conferido beneficios (normales )a otros (que habían realmente trabajado). A parte los eternos criticones antikazaritas, nadie sospechó que se había cometido un robo colectivo. Al contrario, todos estaban encantados. Los prestatarios habían conseguido desarrollar nuevas líneas en sus negocios; había más transacciones en la isla ; todo el mundo trabajaba a satisfacción y se ganaba la vida. Nadie se fijaba en que el Banco acumulaba una riqueza impensable. Tampoco se fijaba nadie -por suceder de forma gradual en que loos precios de todas las mercancías y servicios subían. Y no sólo subían porque en los precios de costo había que incluir el llamado ìcosto del dineroî (o intereses) sino por que al haber más ìdineroî, en forma de ìpromesas de pagarî su valor decrecía y había que aumentar los precios para compensar esa pérdida de valor.
Los precios subían y subían, y todo aquél que tenía algo que vender logró beneficios. Los agricultores cultivaron incluso las laderas de las montañas y más y más grano afluyó a los mercados. Pero esa subida de precios sólo continuaba mientras el banquero seguía prestando sus ìpromesas de pagarî (o abriendo créditos, según la nueva terminología puesta en boga en la época). Ese benefactor de la Humanidad se dio cuenta, por la práctica cotidiana, que cuando temporalmente dejaba de prestar dinero, los precios dejaban de subir. Y pronto se vio, en efecto, forzado a cesar sus ìpréstamosî. Se dio cuenta de que si continuaba abriendo créditos, éstos superarían en más de diez veces a sus reservas reales, con lo que corría el riesgo de que un buen día no pudiera atender sus compromisos de pago, se descubriera su superchería e ingresara en la cárcel. Estas preocupaciones del banquero no las hubieran comprendido los ciudadanos de Esperanza, en su inmensa mayoría. Pero sí las comprendían, a parte del Gran Sabino y sus allegados, el propio banquero y el Ministro del Interior. He aquí la explicación:
Mientras el banquero ìprestaba promesasî y, en consecuencia, los precios subían, el dinero había ido cambiando de manos con gran rapidez. Tanto las monedas como las ìpromesas de pagarî habían pasado rápidamente de comprador a vendedor y de vendedor a comprador otra vez. El prestatario, es decir, el que había recibido el préstamo, había gastado rápidamente el dinero abriendo una nueva fábrica e inundando el mercado con nuevos productos. Ese gasto había pagado por las mercancías y materiales. De manera que las ìpromesas de pagarî (en forma de cheques) habían regresado al Banco, llevados por constructores, agricultores, herreros, etc., quienes, a su vez, lo habían gastado en salarios. A través de los salarios, ese dinero había ido a parar a verduleros, fruteros, panaderos, carniceros, pescaderos etc. quienes lo había ni ingresado en sus cuentas del Banco, para retirarlo a continuación, mediante cheques, para pagar sus facturas a los productores de diversas mercancías, agricultores, molineros, etc. Casi cada día se abrían nuevas cuentas corrientes en el Banco, cada una de ellas consistiendo en simples declaraciones sobre el valor de las ìpromesas de pagarî detentadas por la persona titular de la cuenta.
El banquero sabía muy bien qué representaban realmente esas declaraciones. Sabía, por ejemplo, que el contravalor de los cien pesos en ìpromesas de pagarî que él había prestado al comerciante textil habían sido gastados por éste en pagar 80 pesos al hilador, 10 al tejedor, 5 al tintorero y 5 al controlador y embalador. La cuenta del hilador declaraba que él, el hilador, poseía 80 pesos; la del tejedor, que éste poseía 10, etc. etc. Pero lo que esa gente realmente poseía, eran las ìpromesas de pagarî del banquero. Este empezó a cavilar. Ahora que ya no podía prestar más ìpromesas de pagarî y que, en consecuencia, los precios empezaban a bajar, temía que esa bajada alarmara a la gente, y ésta exigiera tener, pero realmente tener, EN MANO, su dinero. SU DINERO. no promesas de pagarlo. Dinero legal tender. Temía, que una mañana fatídica un ejército de clientes se presentara ante la ventanilla de ìPagosî del Banco, con sus manos llenas de ìpromesas de pagarî exigiendo, a cambio, dinero, pero DINERO DE VERDAD. El banquero decidió que no sólo había llegado el momento de parar los créditos, sino que, además, se imponía, para su tranquilidad, que una parte substancial de los que ya habían consentido, fueran cancelados. De manera que, un buen día, siempre aconsejado por ese hombre justo y prudente, el Gran Sabino, el banquero convocó en su oficina al comerciante textil, a quien había prestado cien pesos. He aquí, en breve, la conversación que tuvo lugar:
-ìPor supuesto que no deseo intervenir en la manera de llevar Vd. sus asuntos, pero creo que, en las presentes circunstancias, sería muy conveniente que cancelara su deuda con el Bancoî.
-ìPero ¡qué dice! Vd. tiene mi casa como garantía del préstamo. Por lo menos vale cinco veces más que sus miserables 100 pesosî.
-ì¡Oh! mi querido amigo. Las cosas, en este mundo traidor, valen, sólo, por desgracia, lo que se quiere pagar por ellasî.
-î¡¿Cómo?! ¿Sugiere Vd. que no tiene suficiente garantía?î.
-ìNo es eso, mi dilectísimo Señor. Pero su descubierto dura ya desde hace seis meses. La banca, sabe Vd., no consiste exactamente en prestar dinero. Nosotros somos las amas de cría de la industria...
-î¿Y eso qué le puede importar a Vd. si ya tiene la garantía?î. El banquero sonrió compasivamente, meneando la cabeza como si se dirigiera a u n niño travieso.î
-ìEs difícil de explicar. Ya me he dado cuenta de que la Finanza es un verdadero arcano para la mayoría de los hombres. ¡Bien! Supongo que aquí se aplica el dicho esperancista de ìZapatero a tus zapatosî. En todo caso, y por su propio bien, así como por el bien de la comunidad, de cuyos ahorros soy celoso custodio, debe Vd. arreglarse para encontrar dinero fresco (6) y cancelar su deuda. Más los correspondientes intereses, naturalmenteî.
El comerciante textil se fue, indignado. Al día siguiente, llamó a un almacenero, que tenia sus telas en consignación, y le dijo que vendiera al mejor precio que pudiera, por valor de cien pesos. Este le hizo ver que el mercado no podía absorber tal cantidad de mercancía a la vez, a menos de malvender el producto en una oferta llamada ìde oportunidadesî, a un precio muy inferior al de su coste industrial. El comerciante insistió en que necesitaba ese dinero enseguida, y remachó que necesitaba algo más de cien pesos, pensando en los intereses que debía pagar al banquero. Al cabo de unos días, el comerciante textil se presentaba en la ventanilla de ìCobrosî del Banco, y cancelaba su deuda. El banquero pudo así cancelar, de un trazo de su pluma, en su libro Mayor, dicha deuda, y quitarse un peso de encima.
Este caso se repitió en otros muchos, y, naturalmente, muchos industriales y comerciantes se arruinaron. Al arruinarse, empezó a asomar el fantasma del paro obrero. Y las gentes sorprendidas pudieron asistir al paradójico fenómeno del hambre en medio de la superproducción. Todo ello debido a que, al retirar de la circulación la mitad de sus ìpromesas de pagarî el banquero había, simultáneamente, reducido en la mitad el poder de compra de sus conciudadanos. Nadie se podía explicar cómo había ocurrido aquél desastre. ¿Qué maldición había caído sobre la maravillosa prosperidad de Esperanza? El gobierno de la isla, perplejo, se volvió hacia el director del Banco. Este quiso convocar también al Consejo de Administración, Presidente incluido, pero el Jefe del gobierno no lo consideró necesario. ìEs mejor hablar con Vd., que siempre puede darnos una respuesta válidaî.
ìPues bien, caballeros, lo que ha sucedido es una fenómeno bien conocido en otras latitudes: hemos incurrido en el imperdonable pecado económico de la sobreproducción. Hemos producido demasiadas mercancíasî.
A pesar de la formal prohibición del jefe del gobierno, el Ministro del Interior intervino: ì¿Cómo diablos puede haber exceso de producción cuando la mitad de la población no puede comer ni vestirse decentemente? ¿Cómo puede Vd. decir esta estupidez?î.
El jefe del gobierno intervino rápidamente, mientras fulminaba con la mirada a su impertinente Ministro. ìSeñores, no personalicemos el debate, busquemos solucionesî.
ìPodríamos embarcarnos en un vasto programa de trabajos públicos...î empezó a decir el Ministro de Obras Públicas, pero el presidente del gobierno denegó con la cabeza.,, ¿Cómo íbamos a pagar los materiales, el salario de los obreros y de los técnicos? Estamos endeudados con el banco. Y no podemos ni pensar en pedir un nuevo préstamoî.
ìBueno; siempre podríamos aumentar los impuestosî, apuntó el Ministro de Hacienda. El Ministro del Interior prorrumpió en sonora carcajada. Su jefe le miró torvamente. Se produjo u n penoso silencio. Luego habló el Presidente del gobierno: ìSi pedimos más impuestos a la gente, aún suponiendo que puedan pagarlo, lo único que conseguiremos será sacar más dinero de la circulación y aumentar la crisis. Vd. todo lo quiere arreglar pidiendo el dinero a los demásî.
El banquero, entretanto, guardaba silencio discretamente. Todos se volvieron hacia él. Y tomó la palabra:
ìPara mí está claro, señores, que ha habido un exceso de producción. También ha habido un exceso de gasto por parte del sector público. Vdes. han construido un enorme zoológico, una nueva universidad, un gran complejo deportivo. Eso son lujos, caballeros, ¡lujos! Todo eso está muy bien, si uno puede permitírselo. Y cuando las autoridades dan un tal ejemplo de despilfarro, es lógico que los ciudadanos de a pié pierdan la cabeza. Los hombres tienen la peligrosa manía de soñar despiertos. Construyen demasiadas casas, demasiadas fábricas, demasiados talleres; labran demasiados campos; crían demasiado ganado. Una gran masa de bienes es arrojada al mercado, sin que ninguno se pregunte dónde está el dinero necesario para comprar esas cosas deliciosas o para utilizar esos maravillosos servicios. ¿ Puede responderme alguno de Vdes.?î.
El banquero miró en derredor suyo. Nadie le contestó. El Ministro del Interior se había levantado y, vuelto de espaldas a la reunión, miraba por la ventana. Sus hombros se agitaban como si se riera silenciosamente. Su presidente le miraba de refilón, nervioso y preocupado.
ìMe dirijo a Vdes.î -continuó Jerusalemsky- ìcomo custodio de los ahorros de mis contemporáneos. Esos ahorros, ganados con el sudor de la frente de nuestros compatriotas esperancistasî -desde la ventana llegó, ahogado, el soonido de un vigoroso taco- ìhan sido confiados a mi cuidado. yo considero esa confianza como sagrada. Mi principal deber es hacia mis clientes. Pues bien: me opongo firmemente a que Vdes. sigan dilapidando u n dinero que no es suyo en más actividades locas, como pantanos, fábricas, museos y tractores. ¿De dónde van a sacar el capital necesario? Vdes. deberían saber que el capital es generado por el ahorro, el trabajo, y el ejercicio de la frugalidad y la honestidad. ¿Es que esos ahorros, que no son más que la previsión para la vejez de los esperancistas van a ser arriesgados en empresas locas? Caballeros: tengo otro plan que proponerles. Es el siguiente: también nosotros debemos ahorrar. Debemos reducir nuestros gastos a la mínima expresión. Debemos apretarnos el cinturón y así conseguiremos pagar los intereses de nuestra deudaî.
Una interrupción se produjo. Desde la ventana, como un tiro, llegó la voz del Ministro del Interior. ìNuestra deuda a tíî.
Pero el banquero no se enfadó por el tono mordaz de la voz del que parecía ser su enemigo personal.
ìCiertamente a mí, como custodio de los ahorros de mis compatriotas esperancistas. Y permítanme añadir, caballeros, que creo que los salarios en Esperanza son demasiado elevados y que en los servicios públicos hay demasiados empleadosî.
ìBueno ; tampoco vamos a quitar el pan de la boca de nuestros hijos. Al fin y al cabo, el pan existe y se pudre cada día por que nadie puede comprarlo... ì.
ìNADIE PUEDE ESCAPAR A LA LEY ECONÓMICAî, tronó el banquero, que en esos trances parecía uno de esos adivinos del ìbest sellerî que cuenta la historia de su pueblo, llamados profetas, los cuales predecían cosas que sucedían inexorablemente por la sencilla razón de que se ponían todos los medios para que sucedieran.
Los circunstantes miraban al banquero, sobrecogidos. ìSí, la ley económica. -continuó el profeta-. ìLa inexorable ley económica. Todos somos los siervos de esa ley económica. Sí, amigos míos, debemos sacrificarnos, apretarnos el cinturón...î.
ìPero, ¿por qué debemos apretarnos el cinturón cuando sobra de todo?î, pregunto el presidente.
ìPor que hemos estado viviendo por encima de nuestros mediosî, fue la rápida respuesta. ì¿Qué quiere Vd. decir con eso?î...
ìEl zoológico, la universidad, el complejo deportivo... ì
ìPero los hemos construido. Están ahí. ¿Cómo puede ayudar al Banco ni a nadie le hecho de que no los utilicemos?î.
ìPueden venderseî.
ì¿Quien cree Vd. que compraría una universidad, o un zoológico, o un complejo deportivo?î.
ìYo les encontraría quien les compraría el terreno despilfarrado en tales obras. Naturalmente, como custodio de los ahorros de mis compatriotas esperancistas, cobraría una comisión bancaria por elloî.
ìPero aún suponiendo que accediéramos a venderlos, sería a un precio ruinosoî.
ìMi querido señor presidente del gobierno, el valor de algo es lo que se da a cambio de ello. Es una ley económica inmutable. Si vivimos por encima de nuestros medios, ¿cómo vamos a gozar de lujos que no podemos pagarnos?î.
El Ministro del Interior no pudo contenerse más e intervino en la conversación en este punto.
ìYo digo que es ridículo apretarnos el cinturón precisamente cuando, con nuestro trabajo, hemos batido todos los récords de producciónî.
ìNuestra prosperidad era ficticia, mi querido señor Ministroî.
ì¿Ficticia? ¿qué es ficticio aquí? ¿Acaso el pan no es pan? ¿Acaso el cuero no es cuero? ¿Acaso la tela no es tela? Los tenemos. ¿Por qué no podemos consumirlos? Mire Vd. a los parados: ¿cómo puede Vd. decir que un pueblo está empobrecido cuando tiene a dos millones de señores con las manos en los bolsillos por que nadie les proporciona trabajo, mientras posee verdaderas masas de primeras materias? ¿Es que acaso un ejército es pobre cuando tiene abundantes reservas y el mejor y más moderno armamento? ¿Por qué no consumir lo que hemos producido? ¿Por qué no poner a nuestro pueblo a trabajar? yo sé la respuesta, y Vd. también la sabe. Es una iniquidadî.
El banquero meneó, compasivamente, la cabeza.
ì¿Y de dónde iba a salir el dinero? ¿qué dirían Vdes. si un día me trajeran al Banco un cheque y yo no tuviera medios para pagárselo? Piensen que yo podría crear promesas de pagar en cantidades ilimitadas, con un trazo de mi pluma. ¿Sería esto honesto? ¿Los aceptarían Vdes. como medio de pago? ¿Les gustaría saber que habían depositado los frutos de su frugalidad y trabajo, en tales papelotes? ¿Por qué son valiosas mis promesas de pagar? ¿Por qué puedo redimirlas en oro y plata, no es cierto?î
-ìNo. No lo es y Vd. lo sabe muy bien. Sólo una mínima fracción, u n diez por ciento como máximo lo esî, volvió a interrumpir el Ministro del Interior.
Pero el banquero no le hizo caso. Y continuó: ìSi Vdes. insisten en que vaya lanzando promesas de pagar que no pueden ser redimidas ¿qué sucederá? Los precios subirán por algún tiempo. Pero luego subirán los salarios. Esto, mis queridos señores, es lo que un banquero llama inflaciónî.
Esta palabra llenó de terror a todos los ministros, menos al del Interior, que abandonó la reunión dando un portazo. Y se decidió seguir los consejos del banquero, dándole las gracias.
Al quedarse sólo, el banquero observó su caja fuerte y sus cuentas. Comprobó que se había convertido en el poseedor legal de infinidad de negocios, almacenes, granjas, edificios por que los propietarios, en plena crisis, habían caído en la bancarrota, no pudiendo devolver sus créditos en dinero ìfrescoî, simplemente porque tal dinero ìfrescoî no existía en cantidad suficiente, teniendo pues que entregar bienes tangibles como edificios, etc. El banquero llegó, mirando ese panorama, a la conclusión de que si, en un futuro próximo, conseguía de nuevo colocar sus préstamos, toda esa propiedad aumentaría inevitablemente de valor. De manera que en vez de venderla a los bajos precios en curso, decidió conservarla en espera de tiempos mejores.
El banquero se dio cuenta de que, mientras diseminaba sus préstamos, con lo que hacía subir los precios (siempre, al aumentar la masa de dinero circulante suben los precios) cada comprador se había visto forzado, ìvolens nolensî, a pagarle a él tributo. y cuando había cancelado sus créditos produciendo una baja en los precios, el tributo le había sido pagado, también a él, por los vendedores. Pasara lo que pasara, el banquero ganaba siempre y un sector de la colectividad -o los dos a la larga- perdían siempre. Jerusalemsky suspiró satisfecho. Sus precedentes preocupaciones Jerusalemsky suspiro parecían absurdas. Había empezado sus operaciones con 500.000 pesos, todos los cuales pertenecían a los demás. Pero ahora era el propietario de la mitad de las casas, fábricas y negocios de la Ciudad y de una larga proporción del oro y plata guardados en su caja fuerte. Y así como al principio sus beneficios procedían solamente de los pupilajes por guardar el dinero de sus ìcompatriotasî -como él los llamaba en público-, ahora derivaban de una impresionante lista de inversiones, de rentas y de intereses, que él subía y bajaba -generalmente subía- a su conveniencia. Era el hombre más rico del país. Paralelamente, era el más poderoso. O, al menos, de los más poderosos en el ìGran Zanpedrínî especie de club privado donde los kazares se reunían para tramar sus relaciones con los esperancistas. Jerusalemsky suspiró nuevamente. Tehová era bueno. Y unos lagrimones límpidos y puros rodaron por sus mejillas. Tehová era bueno.
Las cosas, independientemente de la crisis económica, iban mal en la Isla de la Esperanza. A pesar de que la prensa y los medios llamados de comunicación se empeñaban en proclamar que iban formidablemente bien. La mentalidad usuraria, generada por el nuevo sistema financiero tan bondadosamente sugerido por los kazares, había penetrado, como en una especie de ósmosis, en toda la vida del país. La gente sólo pensaba en términos monetarios. Se había creado una demanda artificial de bienes sin clase, ni calidad, ni utilidad. El Arte, la Religión, la Literatura, habían sido igualmente invadidos por la nueva mentalidad y todo -según los catastrofistas anti-kazaritas- daba una sensación de podredumbre y de falta de calidad total.
Los kazares naturalmente no opinaban igual, y aseguraban que todo eran falsos infundios propalados por los antikazaritas, gentes de mentes estrechas e ignorantes. En el fondo, todo era envidia, según los kazares. Envidia de su posición económica y social; de su ubicación en los mejores puestos del gobierno y la Administración. Además, aunque era cierto que ocupaban unos lugares magníficos, no era menos cierto que en los puestos de relumbrón siempre había esperancistas, a los que sus ingratos contemporáneos odiaban cordialmente. Los antikazaritas afirmaban que eran unos traidores al pueblo ; venales y corruptos, vendidos al oro de Kazar.
Las cosas fueron empeorando y, cuando se produjo la siguiente crisis, el aumento de riqueza de los ex-náufragos fue tan aparatoso, y, además ejercitado con tan escasa discreción, que estalló la catástrofe.
Conforme pasaban los años, los intereses aumentaban con el desarrollo del comercio y la producción, llegándose a ìpagar por el dineroî (que de esa idiótica manera se expresaban unos payasos en paro llamados economistas) hasta el veinte por ciento anual. El Banco poseía el control total de la vida económica de la isla. Incluso el gobierno se veía obligado a pedirles prestado dinero, hasta que ya no pudo redimir sus deudas y debió hipotecar tierras e incluso cosechas por venir, en varios años, de manera que los kazares se convirtieron en los dueños de Esperanza y los esperancistas no fueron más que esclavos.
No es posible saber cuánto tiempo hubiera durado esta insólita situación, si los kazares se hubieran mostrado discretos en la Cima de Su poder. Es decir, si no hubieran intentado la suprema alquimia de transmutar el dinero en poder, volviéndose insolentes, tiránicos e insoportablemente orgullosos. No les bastaba con haber esclavizado económicamente a los isleños. también necesitaban humillarles, y finalmente destruirles. Con el uso diestro y eficaz del dinero como arma corruptora, lograron los kazares colocar a hombres suyos al frente de todos los partidos, tanto de los revolucionarios como de los sedicientes ìconservadoresî patronizando indiscriminadamente toda clase de ìlibertadesî lograron institucionalizar el caos. Particularmente odiosa fue su interpretación de lo que ellos llaman ìantirracismoî. Ese término curioso significaba, etimológicamente, lo contrario de lo que ellos impusieron en la realidad, a través de Su dominio de los llamados medios de comunicación, sometidos a su poder omnímodo por el canal de la publicidad y la financiación. Utilizando a menudo a idiotas útiles, a ignorantes, y a sensibleros masoquistas, llegaron a convencer a importantes segmentos de la población isleña de la necesidad de terminar con lo que ellos llamaban ìsegregación racialî. Y así, unos chimpancés de la especie babuina, que habitaban en medio de la selva, tuvieron en los kazares unos impensables abogados que exigían su integración inmediata con los racistas blancos de Esperanza. Insólitamente, los kazares, lacrimógenos defensores de los ìderechosî de los chimpancés, prohibieron severamente a los suyos, tal aberración. Esto fue la gota de agua que hizo rebasar el vaso de la paciencia de importantes núcleos de población isleños. Agrupados en derredor del Ministro del Interior, a su vez líder del joven y pujante Partido Nacional Esperancista, echaron del poder a los parásitos, y lo ocuparon ellos tras vencer en unas elecciones pulcramente democráticas (7). Lo primero que hizo el nuevo líder de la Isla fue suprimir, de un plumazo, mediante decreto de urgencia, la llamada ìdeudaî hacia el Banco. A continuación el oro y la plata fueron recogidos, fundidos y echados al mar, al tiempo que los responsables eran juzgados y condenados.
La siguiente medida consistió en abolir el inicuo sistema monetario impuesto por los kazares, los cuales fueron ubicados en barquitos con combustible y víveres suficientes para dirigirse al país que quisiera acogerlos (8).
El nuevo Primer Ministro sabía que era preciso reformar la Economía del país. De las tres ramas de la misma: Producción, Consumo y Distribución, las dos primeras estaban más que sanas. Los isleños eran buenos y eficientes trabajadores y estaban motivados para consumir lo que producían. El problema estaba en la Distribución, esto es, en lo que en los tiempos de los parásitos se llamaba Finanza. Con todos sus inmensos inconvenientes, el viejo sistema del barter (intercambio) se consideró preferible, pero ésto sólo podía admitirse para el período de transición, es decir, de vuelta a la normalidad. Pues, naturalmente, la complejidad de la industria y el comercio modernos no permitía que tal sistema se utilizara más que en casos de emergencia, temporalmente.
Rodeado de un grupo de expertos, el nuevo Primer Ministro ideó un sistema para facilitar el intercambio de mercancías y servicios (9) sin los peligros inherentes al loco e inmoral sistema monetario precedente, traído por los kazares.
El sistema consistía en lo siguiente: primero se confeccionó una tabla de todos los productos llevados al mercado, en los términos de las cantidades en las cuales eran equivalentes cambiables. A pesar de que tal tabla es demasiado voluminosa para ser reproducida íntegramente aquí y ahora, vamos a reproducir algunos artículos, que ilustrarán suficientemente el sistema.
Mantequilla
Patata
Tela Algodón
Vino
Vacas
Bicicletas
Arroz
en kilos
en kilos
en metros
en l
en kilos
100
60
5
10
5
5
15
La tabla precedente era, repetimos, una fracción infinitesimal de la tabla oficial, y significaba, simplemente, que las mercancías mencionadas eran igual, al cambio, con las cantidades citadas. Así, 100 kilos de mantequilla eran igual a 60 de patatas a 5 metros de tela de algodón etc. Después de colocar todas las mercancías y servicios en cantidad de igual capacidad de cambio, se procedió a descubrir el común denominador de las cifras. El mínimo común denominador era el 5. Lo dividió por cada uno de los valores expresados (que eran valores reales de mercado, como hemos dicho) y lo multiplicó por cien, llegando a los siguientes resultados:
Mantequilla
Patata
Tela Algodón
Vino
Vacas
Bicicletas
Arroz
en kilos
en kilos
en metros
en l
en kilos
5
8.33
100
50
100
100
33.33
El significado de esta última tabla era que el valor de la mantequilla en kilos, del algodón en metros, del vino en litros, etc. era acorde con las cifras mencionadas. Y esto era absolutamente indiscutible por haberse comprobado empíricamente en el mercado, y respondía, pues, a la realidad. Se inventó un nombre para designar a la nueva moneda, que sería instrumento de medida y cambio y nada más, y como tenía la particularidad de que respondía a la realidad, se le denominó ìrealî. Con lo cual quedó establecido realidad, se le denominó "real". que un kilo de mantequilla valía 5 reales, un kilo de patatas 8 reales y un tercio, una vaca 100 etc.
Esta nueva unidad, el real, no tenía ninguna relación definida con ninguna cantidad fija de ninguna mercancía. Servía simplemente como un "contador", o un número, con el que se expresaban todos los valores de cambio de las mercancías que se incorporaban al mercado. Por ejemplo, si el granjero llevaba al mercado una vaca debía obtener 100 reales por ella. Naturalmente, también entraban en juego otros factores, como peso, edad y raza de la vaca, las prisas que pudiera tener en vender el granjero, las ganas que tuvieran de comprársela, etc., pero esos factores eran normales en todo mercado, y tampoco habían faltado cuando estaba en Naturalmente, con esas variaciones en la oferta y en la demanda de diversas mercancías, las relaciones inicialmente fijadas entre ellas variaron, y esas variaciones eran fácilmente expresadas en términos de la unidad, el real. Pero ese real en sí mismo era invariable en relación con la riqueza total de la comunidad.
A continuación, habiendo encontrado ese simple, infantil método de expresar valores en términos de una ideal, y a la vez real e invariable unidad, se procedió a "medir" la riqueza nacional. Un verdadero inventario de la isla de Esperanza, en el que se contabilizaron todas las riquezas habidas, incluyendo las potenciales, es las capacidades de sus habitantes. Esto pudieron facilitarlo decir, las compañías de seguros, especializadas en ello: aquello se logró fácilmente con la ayuda de la informática. Se halló que la riqueza nacional equivalía a dos billones de reales. Entonces, el Gobierno (otra vez con mayúscula, pues al recobrar la soberanía del dinero las había recobrado todas), creó un banco cuya función era la suya lógica y nada más, es decir, custodiar el dinero de los ciudadanos y llevar a cabo una serie de funciones comercialmente útiles, por todas las cuales cobraba unos honorarios. Por supuesto, el préstamo a interés fue prohibido bajo la pena de trabajos forzados a perpetuidad.
El siguiente paso consistió en poner en circulación los nuevos reales. Se trataba de unos trozos de papel, impresos en denominaciones de 1, 2, 5, 10, 50, 100 y 1.000 reales. Las fracciones de unidad eran igual mente de papel, naturalmente más pequeñas, denominadas centavos. Fueron impresos por el Gobierno, que puso al frente de la Casa de la Moneda a una persona de irreprochable moralidad a la que, proforma, se le comunicó de todos modos que a la menor irregularidad en la emisión de la moneda -que vendría regulada por las computadoras y las compañías de seguros- se le impondría la última pena.
¿Cómo se puso en circulación el real? De dos maneras:
1) En pago a todos los funcionarios del Estado y de todas las compras llevadas a cabo por el Gobierno.
2) En préstamos contra garantías e hipotecas. Debían abonarse por tales préstamos, los gastos por regentar el banco y por una póliza de seguro para cubrirse contra morosos. Los préstamos eran por un plazo fijo y podían prorrogarse a conveniencia de las partes. El costo de un préstamo era, como máximo, de un 0.5 por ciento, por seguros y gastos. No se cobraban intereses por tales préstamos.
Además, se fueron encontrando, empíricamente, otros medios para ir poniendo en circulación los nuevos reales. Por ejemplo, una vez que el Gobierno consideró necesario modernizar el material de su ejército, en vez de imponer impuestos a los ciudadanos, imprimió los billetes necesarios para pagar a los fabricantes, cubriendo así su deuda. Alguno objetó que eso era inflación, lo cual no era cierto. La inflación se producía antes, con el antiguo sistema, en que el Estado debía emitir bonos de la Deuda Publica, o tomar un empréstito, pagando en ambos casos intereses acumulativos al viejo Banco de Jerusalemnsky. Es claro que los nuevos reales puestos en circulación por el Estado disminuían el valor de los ya existentes, pero lo disminuían menos que antes, y en todo caso no es menos cierto que igual que un particular que se compra unas halteras para hacer gimnasia en su casa debe, naturalmente, pagarlas y no por eso se pretenderá que ha cometido un acto inflacionario, de la misma manera le sucedía a la Isla de la Esperanza cuando decidía mejorar las dotaciones de su Ejército. Lo cual, en definitiva, era asegurar la riqueza nacional.
En pocas palabras, como la emisión del dinero estaba exclusivamente reservada al Gobierno y se producía solamente después del ìinventarioî anual, y aumentaba o disminuía de acuerdo con el aumento o disminución de la riqueza nacional, y en la proporción exacta en que esa riqueza aumentaba o disminuía, se acabaron la inflación y la deflación monetarias. La usura desapareció del país. Los isleños prosperaron increíblemente. Fenómenos tales como subidas y bajadas bruscas de los precios de las mercancías fueron ya imposibles. La profesión del banquero dejó de ser sinónima con la palabra ricachón y se volvió respetable. Nadie era tremendamente rico ni miserablemente pobre. Naturalmente, había diferencias en grados de riqueza, pero tales diferencias eran reflejo de las diferencias naturales entre los hombres, y no de las diferencias artificiales creadas no por la Naturaleza, sino por la intrínseca granujería de los kazares y sus adláteres.
No hubieron más disputas entre patronos y obreros, por que al desaparecer la Usura, el trabajo dejó de ser sólo una mercancía, para convertirse, también, en una dignidad. Y también por que cada hombre normal era un propietario y contribuía, con su parte, al bienestar general.
Y los felices isleños, para conmemorar el día fausto en que, en un sobresalto de coraje, terminaron con las doradas cadenas de la Usura que les habían impuesto unos extranjeros malvados y desagradecidos, instituyeron la fiesta de la Libertad. En el lugar en que había existido el maldito banco de Jerusalemsky se erigió un monolito de oro con una placa dedicada al hombre que liberó a su pueblo de la opresión financiera.
Fue casi el único oro que quedó en la isla. Por lo demás, sólo unas docenas de kilos para manufacturas joyas y dentaduras Postizas, es decir, para lo único que realmente ha servido siempre lo que alguien llamó vil metal.
(1) No podemos garantiza el nombre, que nos ha llegado deformado a través del tiempo (N.A.)
(2) Según nuestras fuentes particulares, la palabra ìpesoî procedía de una corrupción de ìSpesî (Esperanza, en latín): N. del A.
(3) El presidente era un nativos, lo que echaba por tierra las acusaciones de los que criticaban a los kazares por pura envidia. Aquellos, empero, aseguraban que el tal ìpresidenteî era un testaferro comprado por los kazares, tanto para servirles de hombre de paja como para que se descargaran sobre él las iras populares en caso de que algo saliera mal. Algunos otros nativos figuraban igualmente en lugares de relumbrón, con igual finalidad, según los eternos criticones. (N. del A.)
(4) Tampoco aquí garantizamos la ortografía. Este personaje era, según un antiguo ìbest-sellerî, una especie de Dios muy sui generis, que , a cambio de que los descendientes de un proxeneta llamado Abraham se desprepuciaran, había hecho de los mismo su Pueblo Elegido, haciendo en su favor toda clase de milagros, como separar las aguas del mar, hacer caer pedruscos del cielo, derribar murallas a trompetazos, y mandar una lluvia de fuego sobre Gomorra y Sodoma, cuando los sodomitas trataron de sodomizar (lógico ¿no?) a los guapos ángeles mandados para exhortarles a que volvieran al buen camino. (N. del A.)
(*) Como la anécdota que se refiere seguidamente, debió tener lugar sin duda también en otras latitudes, donde el problema sería el mismo, algunos otros gobiernos decidieron cambiar el redactado de los billetes. Así hay que mencionar el caso de Iberia, un país del Sur de la vieja Europa que después de muchos lustros de utilizar el redactado mencionado, optó por suprimirlo. Según los nuevos billetes el Banco de Iberia no se compromete a pagar nada, de lo cual resulta que los antiguos billetes -todavía en circulación- son necesariamente más valiosos pues por lo menos prometen pagar algo.
(5) Si toda la riqueza que hubiera en un país fuese de 100 kilos de carbón y se diese un valor de 10 pesos a cada kilo, la riqueza nacional, el P.I.B. (Producto Interior Bruto) sería 100 x 10 igual a 1.000 pesos, consecuentemente si alguien falsificase otros 1.000 pesos, esos primitivos 100 kilos de carbón que en conjunto eran toda la riqueza valdrían ahora 2.000 pesos, los 1.00 iniciales más los 1.000 falsificados, lo cual querría decir que el dinero valdría la mitad o que el carbón valdría el doble.
(6) El bondadoso banquero llamaba dinero ìfrescoî a la moneda legal ténder, y dinero ìescrituralî al que se creaba con sus promesas de pagar. ìCuando ese maldito banquero quiere colocarnos sus créditos, sus ìpromesas de pagarî SON dinero, para él. Pero cuando teme pillarse los dedos nos pide el dinero de verdad y tiene ña frescura de llamarlo ìdinero frescoî. (Frase el Ministro de Interior).
(7) Es curioso, pero el sistema del sufragio universal fue introducido en Esperanza por los kazares, y a él deberían finalmente su desgracia.
(8) Otra paradoja: mientras mandaron los kazares, los bienpensantes llamados ìderechistasî fueron obedientes lacayos suyos. En la hora de la derrota e los parásitos, los únicos que no quisieron infringirles indiscriminadas sevicias fueron los ìnacional-esperancistasî.
(9) Ya un tal Platón, personaje mítico y prehistórico para los nativos de esperanza, afirmaba que el origen de todos los males económicos era dejar e considerar el dinero como un medio de cambio y tomarlo como una mercancía, pues entonces perdía su carácter de medida que, por simple definición, debe ser constante y fija (N. del A.).
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