martes, 29 de enero de 2008
Hace 74 años el Graf Zeppelin surcaba el cielo de Buenos Aires
El gran pez
La llegada a Buenos Aires del famoso dirigible fue un espectáculo inolvidable. Dos niños de aquel tiempo, el historiador Alfredo Noceti y el dibujante Guillermo Guerrero, presenciaron el paso de la colosal aeronave por los barrios de Coghlan y Villa Urquiza respectivamente. En esta nota recuerdan la experiencia como si hubiera ocurrido ayer.
El amanecer del sábado 30 de junio de 1934 fue frío como cualquier mañana de invierno que se precie de tal, aunque tuvo la amabilidad de permitir la salida del sol. Pese a la escarcha, miles de vecinos de Buenos Aires prefirieron abandonar el calor de las cobijas y asomar sus rostros lagañosos a balcones, terrazas y jardines. Nadie quiso perderse uno de los acontecimientos más atrayentes que se recuerden en la Argentina de aquella época por ganar unos minutos más de sueño. Como si se tratara de gigantescos anfiteatros, los barrios fueron colmando sus butacas al aire libre esperando el comienzo de una excitante función. En esta parte de la ciudad el espectáculo comenzó antes de las ocho de la mañana, cuando el dirigible alemán LZ 127 Graf Zeppelin fue divisado en el horizonte de los barrios de Saavedra, Coghlan, Villa Urquiza y Villa Pueyrredón. Pocos minutos más tarde volaba a baja altura y en silencio sobre el vecindario, rumbo a la guarnición militar de Campo de Mayo, ante la estupefacta mirada de todos.
Una bala gigantesca
“No despertó a la ciudad el fragor de los motores -escribió un anónimo cronista del diario La Nación al día siguiente-. Cuando el alba había empezado a bruñir las aguas del río y a desnudar con su claridad las torres y las cúpulas de los edificios, la gente avizoraba ya las distantes latitudes del cielo. Buenos Aires esperaba, con ansiedad feliz, la llegada de la aeronave, como si cada uno de sus habitantes tuviese un viajero a bordo”. Con sus 235 metros de largo y 30 de ancho, el Graf Zeppelin era el vehículo aéreo más grande construido por la especie humana hasta el momento. El sol iluminaba su carcasa plateada y la sobrecogedora imagen permitía ensayar todo tipo de metáforas acerca de su figura: las crónicas periodísticas del día después lo definieron como “una gigantesca bala de cañón” y, tras su cruce sobre el río, como “un gran pez, debido a los reflejos del agua en el aluminio del globo, que así parecía recubierto de escamas brillantes en la parte inferior”.
¿Pero cómo impactó el dirigible en el alma de nuestros vecinos de aquellos años? El Barrio rastreó a posibles testigos del arribo del legendario huésped y, aunque es probable que haya muchos más en condiciones de contar lo que sucedió, encontró a dos. Uno de ellos es el historiador Alfredo Noceti (76) y el otro es el dibujante Guillermo Guerrero (81), dos niños por entonces. Ambos, al igual que hoy, vivían en Coghlan y Villa Urquiza respectivamente. Pese a su corta edad al momento de este histórico suceso, ninguno olvidó los detalles. Otro aporte fundamental en esta nota lo hizo el Dr. René Dalzone, habitante de Villa Pueyrredón, quien nos proporcionó las fotografías del Graf Zeppelin que ilustran estas páginas. Las tres imágenes fueron tomadas por su hermano Juan Emilio, quien junto con su amigo Juan Bornemann viajó especialmente desde Rosario, provincia de Santa Fe, para capturar con su cámara el paso de la soberbia aeronave por las cercanías de Belgrano.
Detenido sobre Sedalana
En aquella época los sábados había clases y ese día Alfredo Noceti, de apenas seis años, se dirigía con su tía María Luisa a tomar un ómnibus en Monroe para ir a su escuela de Floresta. “Cuando pasamos por Congreso y Washington vimos al dirigible -cuenta Noceti todavía asombrado-. Estaba suspendido sobre la fábrica Sedalana, esperando el ingreso de los obreros, en su mayoría alemanes, para saludarlos. Por eso en Coghlan la colectividad germana era muy numerosa, así que para ellos fue una fiesta la llegada del Zeppelin”. Como todos los empleados eran de la zona, esta empresa tenía la costumbre de hacer sonar un pito a las siete menos diez y otro más largo a las menos cinco para despertar a los remolones.
Guillermo Guerrero tenía diez años -le faltaban pocos días para cumplir once- cuando presenció el paso del Graf Zeppelin sobre Villa Urquiza. “Estaba durmiento con mi hermano Francisco, al que le decíamos Paco y era dos años mayor que yo. Serían las siete y media de la mañana cuando mi papá, Manuel, nos despertó a los gritos. ‘¡Levántense que viene el Zeppelin!’. Nosotros teníamos un pijama de algodón y salimos al fondo de la casa, en Bauness entre Cullen y Bebedero (hoy Pedro Ignacio Rivera). Hacía mucho frío, el sol recién estaba saliendo. El dirigible pasó despacito, justo sobre nuestras cabezas, a baja altura. Tenía la forma de una bala y parecía que flotaba”, describe Guerrero.
Volviendo a Noceti, su tía, que era maestra, le hizo sacar al pequeño una agenda que le había regalado el padre y le dictó: “Hoy -con hache- vi al Zeppelin”, difícil palabra para un alumno de primero inferior que, al no poder escribirla, optó por dibujarla. “Tengo muy presente esa experiencia: me dio un poco de aprensión verlo ahí, detenido entre la niebla -reconoce el profesor-. Para nosotros era algo desconocido, aunque le cuento una cosa. Los chocolatines Nestlé traían figuritas y había varias de dirigibles”. El destino quiso que años más tarde Noceti trabajara en la fábrica de chocolates, que tenía sede en Coghlan. “Estoy hablando con usted ahora y veo al Zeppelin”, dice emocionado.
Por su parte, el creador de Lúpin y colaborador de El Barrio recuerda con claridad al comandante de la aeronave saludando con una de sus manos. “El Zeppelin no hacía demasiado ruido, más bien un zumbido sordo -aclara-. El sol le daba un reflejo dorado, sobre todo en la parte superior. Tenía la bandera alemana y la insignia nazi pintadas en su timón. Antes del mediodía lo vimos volver desde el oeste, pero a un poco más de altura”. Tres años más tarde el ya adolescente Guillermo dibujaría la tragedia de otro dirigible, el Hindenburg , en las páginas de su Diario Bohemio. Se trataba de un periódico artesanal hecho a lápiz que dejaba en la peluquería de su padre para que lo leyeran los clientes. Guerrero aprovecha para recordarnos que la marina argentina tuvo en los años 20 su propio dirigible, llamado Del Plata, el cual era utilizado para tareas de observación. “Llegó a volar sobre Buenos Aires y hasta dicen que una vez pasó por Villa Urquiza”, comenta.
El sueño de un conde alemán
Conocimos el final de la historia, pero es interesante remontarnos a sus inicios. El conde Ferdinand von Zeppelin (1838-1917) era un oficial del ejército alemán que, interesado por el vuelo de los globos, inventó el dirigible rígido. El 2 de julio de 1900 el primer modelo, el LZ-1, realizaba su vuelo inaugural sobre el Lago de Constanza. Pese a los muchos contratiempos que sufrieron sus prototipos, Zeppelin continuó investigando y en 1910 uno de sus dirigibles ofreció el primer servicio comercial de pasajeros. Cuando murió el conde, y según lo dispuesto en su testamento, su millonaria herencia fue destinada a la construcción de un dirigible capaz de circunvalar el globo terráqueo. El doctor Hugo Eckener lideró el proyecto y, desde 1923, asumió el control de la empresa Zeppelin. En 1928, en los hangares de Friedrichshafen, se construyó el modelo LZ-127 Graf Zeppelin. Este coloso de la aeronavegación tenía una longitud de 235 metros, un diámetro de 30 y promediaba una velocidad de 110 kilómetros por hora.
“Su estructura estaba constituida por un esqueleto de aluminio reforzado con cuerdas de piano. El cuerpo cilíndrico albergaba una serie de grandes bolsas de tejido de algodón recubierto de tripa gruesa de buey, las que contenían el hidrógeno, y el conjunto se cubría con una fuerte tela de algodón instalada a mano por montadores especializados. Finalmente se tendía como pintura exterior una capa protectora de cerlón mezclado con polvo de aluminio, que daba un característico tono plateado al gigante y lo protegía del calor solar”, cita Gabriel Rivas en una estupenda nota publicada en el Nº 386 de la revista Todo es Historia. Agrega que una extensa góndola inferior era el recinto visible de la tripulación y el pasaje (60 personas en total), aunque las instalaciones se extendían en el interior del dirigible, que era recorrido por extensas pasarelas para el servicio y mantenimiento. Cinco motores con sus respectivas hélices impulsoras movían la nave, que de lo contrario flotaría en el aire como un globo aerostático.
Pero había un detalle que deslucía la imponente imagen de este descomunal vehículo aéreo: la cruz esvástica, símbolo del Nacional Socialismo, estaba pintada en sus timones. Ocurre que éste y otros dirigibles, orgullo de la ingeniería alemana.
Cinco horas históricas
En el marco de una expedición promocional, en 1929 el Graf Zeppelin concretó la vuelta al mundo en 21 días haciendo escalas en Tokio, San Francisco y Nueva York. En 1930 llegó por primera vez a América del Sur en un viaje triangular sobre el Océano Atlántico, realizado entre el 15 de mayo y el 5 de junio. Finalmente, en la temporada de 1934 prolongó hasta la Argentina uno de sus habituales viajes a Río de Janeiro. El propio Hugo Eckener comandó el dirigible hacia nuestro país. Había salido de Alemania el 24 de junio, un día más tarde volaba al anochecer sobre las costas de Africa y el miércoles 27 estaba en Brasil. En Buenos Aires se esperaba su arribo desde hacía varias semanas, ya que los medios de comunicación de la época anticiparon su viaje. “El más popular y conocido de los transportes aéreos surcará triunfalmente los cielos de nuestra patria. Ni vientos ni huracanes pueden contra su magnífica contextura. Es, en fin, un triunfo definitivo de la ciencia alemana”, afirmaba Caras y Caretas.
Finalmente, a las 5.45 del 30 de junio de 1934, la ciudad de Buenos Aires vio aparecer la silueta del dirigible. Tras ingresar sobre la Dársena Norte escoltado por varios aviones del Ejército, saludado además por las sirenas de los barcos y la del diario La Prensa, sobrevoló durante dos horas distintos barrios porteños. A las 7.45 puso proa a Campo de Mayo, donde lo esperaba una multitud -estimada por el diario El Mundo en 50.000 personas- que había concurrido en 18.000 automóviles. A las 8.47 el “inmenso barco aéreo”, según definió el diario La Nación, quedó amarrado a tierra durante una hora exacta, en cuyo transcurso se cargaron 4.000 litros de agua, once sacas con 135 kilogramos de correspondencia y subieron veinte pasajeros (el máximo permitido), once con destino a Río de Janeiro y los restantes a Friedrichshafen, puerto de origen del Graf Zeppelin. Luego emprendió el regreso en la misma dirección por donde había llegado. A las 10.40, visto desde la Costanera, era apenas una mancha en el horizonte.
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