sábado, 19 de abril de 2008

MEIN KAMPF-MI LUCHA .ADOLF HITLER.









INTRODUCCIÓN
"MI LUCHA" ("Mein Kampf"), de Adolfo Hitler, es un libro de palpitante actualidad y sin duda una de las obras de política más sensacionales que se conoce en la postguerra. Circula por el mundo traducido a ocho idiomas diferentes y hace tiempo que la edición alemana ha alcanzado una cifra de millones.

Si hasta antes del 30 de enero de 1933, fecha en que Hitler asumió el gobierno del Reich, se consideraba a "Mein Kampf" como el catecismo del movimiento nacionalsocialista, en la larga lucha que éste sostuviera para llegar a imponerse, ahora que Alemania está saturada de la ideología hitleriana, bien se podría afirmar que "Mein Kampf" constituye la carta magna por excelencia de este poderoso Estado que, en el corazón de Europa, rige hoy el conjunto armónico de la vida de un gran pueblo de 67 millones de habitantes.

El carácter de autobiografía que tiene la obra, aumenta su interés, perfilando, a través de hechos realmente vividos, la recia personalidad del hombre a quién sus conciudadanos han consagrado con el nombre único de FÜHRER.

En las páginas de "Mi Lucha", el lector encontrará enunciados todos los problemas fundamentales que afectan a la Nación Alemana y cuya solución viene abordando sistemáticamente el gobierno nacionalsocialista. Quien juzgue sin ofuscamientos doctrinarios la obra renovadora del Tercer Reich, habrá de convenir en que Hitler fue dueño de la verdad de su causa al impulsar un vigoroso movimiento de exaltación nacional llamado a aniquilar el marxismo que estaba devorando el alma popular de Alemania. El nacionalsocialismo llegó al gobierno por medios legales, fiel a la norma que Hitler proclamara desde la oposición: "El camino del Poder nos lo señala la ley". Bien ganado tiene por eso el galardón de haber batido en trece años de lucha a sus adversarios políticos en el campo de las lides democráticas.

El socialismo nacional que practica el actual régimen en Alemania, revela, en hechos tangibles, la acción del Estado a favor de las clases desvalidas; es un socialismo realista y humano, fundado en la moral del trabajo, que nada tiene en común con la vonciglería del marxismo internacional que explota en el mundo la miseria de las masas. Hitler, que nación en esfera modesta y forjó su personalidad en la experiencia de una vida de lucha y de privaciones, sabe que dentro de la estructura de un pueblo y de su economía no caben preferencias odiosas, sino un espíritu de mutua comprensión y de justa valoración del rol de cada uno y de su esfuerzo en el conjunto de la nacionalidad. La ideología hitleriana, en este orden, es una elevada ética, porque busca en el individuo la ponderación del mérito por el trabajo. El campesino y el obrero, así como el trabajador mental, todos tienen su lugar y ni a uno ni a otro puede menospreciárseles, como factores eficientes de la colectividad que integran. El Estado nacionalsocialista no es dictadura del proletariado ni puede serlo, puesto que repudia los privilegios.

Uno de los órganos representativos de la prensa inglesa – el "Daily Mail" – editorializaba hace poco sobre la situación de la nueva Alemania en los siguientes términos: "El gobierno de Hitler promete ser el más duradero de cuantos haya visto Alemania y Europa mismo. En él nada hay inestable como ocurre en el gobierno de los países de régimen parlamentario, donde un partido intriga contra el otro y donde el Premier no representa sino una parte de la nación dividida. Hitler ha probado no ser un demagogo, sino un estadista y un verdadero reformador. Europa no deberá olvidar que gracias a él fue rechazado de una vez para todas el comunismo, que con su horda sangrienta amenazaba en 1932 avasallar a todo el Continente. Que los críticos digan lo que quieran, pero no podrán negar que el gobierno nacionalsocialista ha llevado a la práctica muchas de las ideas de Platón y que lo anima una pasión altruista al servicio de miras elevadas: la grandeza de la patria, el establecimiento de la justicia social y una lealtad inmutable en el cumplimiento del deber, además del enorme progreso material que Alemania ha logrado en los dos últimos años. El número de desocupados que en 1933 llegaba a 6.014.000 ha quedado reducido a 2.604.000".

La ideología del nacionalsocialismo alemán –opuestamente a lo que propagan sus detractores- es constructiva y, por tanto, pacifista, pero no pacifista en el sentido de aceptar la imposición de violencias internacionales contrarias a la dignidad y al honor de un pueblo soberano. ¿Habrá nación alguna que, desde su propio punto de vista, sea capaz de admitir condiciones de vida diferentes a las que le corresponden en el plano general de la igualdad jurídica de los Estados, dentro del concierto internacional? El pacifismo nacionalsocialista se inspira, pues, en principios elementales del Derecho y descansa sobre la unidad moral del pueblo alemán.

En una interview publicada en "Le Matín" decía Hitler en noviembre de 1933 a propósito del espíritu bélico que se le atribuía: "Tengo la convicción de que cuando el problema del territorio del Sarre –que es suelo Alemán- haya sido resuelto, nada habrá ya que pueda ser motivo de discordia entre Alemania y Francia. Alsacia y Lorena no constituyen una causa de disputa". Y añadía: "En Europa no existe un solo caso de conflicto que justifique una guerra. Todo es susceptible de arreglo entre los gobiernos, si es que éstos tienen conciencia de su honor y de su responsabilidad. Me ofenden los que propalan que quiero la guerra. ¿Soy loco acaso? ¿Guerra? Una nueva guerra nada solucionaría y no haría más que empeorar la situación mundial: significaría el fin de las razas europeas y, en el transcurso del tiempo, el predominio del Asia en nuestro Continente y el triunfo del bolchevismo. Por otra parte, ¿cómo podría yo desear la guerra cuando sobre nosotros pesan aún las consecuencias de la última, las cuales se dejarán sentir todavía durante 30 ó 40 años más? No pienso sólo en el presente, ¡pienso en el porvenir! Tengo una inmensa labor de política interior a realizar. Ahora estamos afrontando la miseria. Ya hemos conseguido detener el aumento del numero de desocupados; pero aspiro a hacer todavía mucho más. Y para lograr esto, necesito largos años de trabajo arduo. ¿Cómo ha de creerse, entonces, que yo mismo quiera destruir mi obra mediante una guerra?.

El problema del Sarre acaba de ser solucionado pacíficamente con la reincorporación de este territorio a la soberanía alemana, y el Führer del Reich, volviendo a sus declaraciones de 1933, ha expresado, en su discurso del 1º de marzo de 1935 en Sarrebruck, estas memorables palabras: "El día de hoy, en que el Sarre vuelve a Alemania, no es un día de felicidad sólo para nosotros; creo que lo es también para toda Europa. Confiamos que con este hecho mejorarán definitivamente las relaciones entre Alemania y Francia. Tiene que ser posible que dos grandes pueblos se den la mano para afrontar en común esfuerzo las calamidades que amenazan aplastar a Europa".

Estos antecedentes son de singular trascendencia en los anales de la historia europea de la postguerra, porque provienen de la figura contemporánea más discutida de Europa en cuanto a los verdaderos fines de su política, que significa la creación de una nueva forma de Estado y el triunfo de una nueva concepción de gobierno; aspectos por cierto, de enorme interés para la ciencia de la Política y para las enseñanzas que de ellos deduzcan, adaptándolos a sus propias necesidades, los pueblos amantes de su nacionalidad y ávidos de progreso y de renovaciones sociales.

El libro "Mi Lucha" comprende dos partes. Para la mejor comprensión de la obra, conviene tener en cuenta que la primera parte fue escrita en 1924 y la segunda en 1926.


EL TRADUCTOR


PROLOGO DEL AUTOR
En cumplimiento del fallo dictado por el Tribunal Popular de Munich el 1º de abril de 1924, debía comenzar aquel día mi reclusión en el presidio de Landsberg, sobre el Lech.

Así se me presentaba por primera vez, después de muchos años de ininterrumpida labor la oportunidad de iniciar una obra reclamada por muchos y que yo mismo consideraba útil a la causa nacionalsocialista. En consecuencia, me había decidido a exponer, no sólo los fines de nuestro movimiento, sino a delinear también un cuadro de su desarrollo, del cual será posible aprender más que de cualquier otro estudio puramente doctrinario.

He querido asimismo dar a estas páginas un relato de mi propia evolución en la medida necesaria a la mejor comprensión del libro y también destruir al mismo tiempo las tendenciosas leyendas sobre mi persona propagadas por la prensa judía.

Al escribir esta obra no me dirijo a los extraños, sino a aquellos que adheridos de corazón al movimiento, ansían penetrar más hondamente la ideología nacionalsocialista.

Bien sé que la viva voz gana más fácilmente las voluntades que la palabra escrita y que asimismo el progreso de todo movimiento trascendental debióse generalmente en el mundo más a grandes oradores que a grandes escritores.

Sin embargo, es indispensable que de una vez para siempre quede expuesta, en su parte esencial, una doctrina, para poder después sostenerla y propagarla uniforme y homogéneamente. Partiendo de esta consideración, el presente libro constituye la piedra fundamental que aporto a la obra común.

EL AUTOR

Escrito en el presidio de Landsberg Am Lech, el 16 de octubre de 1924





DEDICATORIA
El 9 de noviembre de 1923, a las 12’30 del día, poseídos de inquebrantable fé en la resurrección de su pueblo, cayeron en Munich frente a la Feldhernhalle y en el patio del antiguo Ministerio de Guerra, los siguientes:

ALFARTH, Felix
Comerciante
5 de julio 1901

BAURIEDL, Andreas
Sombrerero
8 de agosto 1900

CASELLA, Theodor
Empleado Bancario
4 de mayo 1879

EHRLICH, Wilhelm
Empleado Bancario
19 de agosto 1894

FAUST, Martín
Empleado Bancario
27 de enero 1901

HECHENBERGER, Ant.
Cerrajero
28 de septiembre 1902

KOERNER, Oskar
Comerciante
4 de enero 1875

KUHN, Karl
Empleado de hotel
26 de julio 1897

LAFORGE, Karl
Estudiante de ingeniería
28 de octubre 1904

NEUBAUER, Kurt
Empleado doméstico
27 de marzo 1899

PAPE, Klaus von
Comerciante
16 de agosto 1904

PFORDTEN, Theodor von der
Consejero en el Tribunal Regional Superior
14 de mayo 1873

RICKMERS, Joh.
Ex capitán de caballería
7 de mayo 1881

SCHEUBNER-RICHTER, Max. Erwin von
Doctor en ingeniería
9 de enero 1884

STRANSKY, Lorenz Ritter von
Ingeniero
14 de marzo 1899

WOLF, Wilhelm
Comerciante
19 de octubre 1898

Autoridades llamadas nacionales se negaron a dar una sepultura común a estos héroes.

Dedico esta obra a la memoria de todos ellos para que el ejemplo de su sacrificio alumbre incesantemente a los prosélitos de nuestro movimiento.

Landsberg am Lech, 16 de octubre de 1924

ADOLF HITLER .



CAPÍTULO PRIMERO
En el hogar paterno


Considero una predestinación feliz haber nacido en la pequeña ciudad de Braunau sobre el Inn; Braunau, situada precisamente en la frontera de esos dos Estados alemanes, cuya fusión se nos presenta – por lo menos a nosotros los jóvenes – como un cometido vital que bién merece realizarse a todo trance.

La Austria germana debe volver al acervo común de la patria alemana, y no por razón alguna de índole económica. No, de ningún modo, pues, aun en el caso de que esa unión considerada económicamente fuese indiferente o resultase incluso perjudicial, debería llevarse a cabo, a pesar de todo. Pueblos de la misma sangre corresponden a una patria común. Mientras el pueblo alemán no pueda reunir a sus hijos bajo un mismo Estado, carecerá de un derecho, moralmente justificado, para aspirar a una acción de política colonial. Sólo cuando el Reich abarcando la vida del último alemán no tenga ya la posibilidad de asegurar a éste la subsistencia, surgirá de la necesidad del propio pueblo, la justificación moral de adquirir posesión sobre tierras en el extranjero. El arado se convertirá entonces en espada y de las lágrimas de la guerra brotará para la posteridad el pan cotidiano.

La pequeña población fronteriza de Braunau me parece constituir el símbolo de una gran obra. Aun en otro sentido se yergue también hoy ese lugar como una advertencia al porvenir. Cuando esta insignificante población fue –hace más de cien años- escenario de un trágico suceso que conmovió a toda la nación alemana, su nombre quedó inmortalizado por los menos en los anales de la historia de Alemania. En la época de la más terrible humillación impuesta a nuestra patria rindió allá su vida por su adorada Alemania el librero de Nüremberg, Johannes Philipp Palm, obstinado "nacionalista" y enemigo de los franceses[1]. Se había negado rotundamente a delatar a sus cómplices, jejor dicho a los verdaderos culpables. Murió, igual que Leo Schlagetter, y como éste, Johannes Philip Palm fue también denunciado a Francia por un funcionario. Un director de la policía de Augsburgo cobró la triste fama de la denuncia y creó con ello el tipo que las nuevas autoridades alemanas adoptaron bajo la égida del señor Severing[2].

En esa pequeña ciudad sobre el Inn, bávara de origen, austríaca políticamente y ennoblecida por el martirologio alemán vivieron mis padres allá por el año 1890. Mi padre era un leal y honrado funcionario, mi madre, ocupada en los quehaceres del hogar, tuvo siempre para sus hijos invariable y cariñosa solicitud. Poco retiene mi memoria de aquel tiempo, pues, pronto mi padre tuvo que abandonar ese pueblo que había ganado su afecto, para ir a ocupar un nuevo puesto en Passau, es decir, en Alemania.

En aquellos tiempos la suerte del aduanero austríaco era "peregrinar" a menudo; de ahí que mi padre tuviera que pasar a Linz, donde acabó por jubilarse. Ciertamente que esto no debió significar un descanso para el anciano. Mi padre, hijo de un simple y pobre campesino, no había podido resignarse en su juventud a quedar en la casa paterna. No tenía todavía trece años, cuando lió su morral y se marchó del terruño. Iba a Viena, desoyendo el consejo de aldeanos de experiencia, para aprender allí un oficio. Ocurría esto el año 50 del pasado siglo. ¡Grave resolución la de lanzarse en busca de lo desconocido sólo provisto de tres florines! Pero cuando el adolescente cumplía los diez y siete años y había realizado ya su examen de oficial de taller para llegar a ser "algo mejor". Si cuando niño, en la aldea, le parecía el señor cura la expresión de lo más alto que humanamente podía alcanzarse, ahora –dentro de su esfera enormemente ampliada por la gran urbe- lo era el funcionario público. Con la tenacidad propia de un hombre, ya casi envejecido en la adolescencia por las penalidades de la vida, se aferró el muchacho a su resolución de llegar a ser funcionario y lo fue. Creo que poco después de cumplir los 23 años, consiguió su propósito.

Cuando finalmente a la edad de 56 años se jubiló, no habría podido conformarse a vivir como un desocupado. Y he ahí que en los alrededores de la población austríaca de Lambach, adquirió una pequeña propiedad agrícola; la administró personalmente y así volvió después de una larga y trabajosa vida a la actividad originaria de sus mayores.

Fue sin duda en aquella época cuando forjé mis primeros ideales. Mis ajetreos infantiles al aire libre, el largo camino a la escuela y la camaradería que mantenía con muchachos robustos, que era frecuentemente motivo de hondos cuidados para mi madre, pudieron haber hecho de mí cualquier cosa menos un poltrón.

Si bien por entonces no me preocupaba seriamente la idea de mi profesión futura, sabía en cambio que mis simpatías no se inclinaban en modo alguno a la carrera de mi padre. Creo que ya entonces mis dotes oratorias se ejercitaban en altercados más o menos violentes con mis condiscípulos. Me había hecho un pequeño caudillo que aprendía bien y con facilidad en la escuela, pero que se dejaba tratar difícilmente.

En el estante de libros de mi padre encontré diversas obras militares, entre ellas una edición popular de la guerra franco-prusiana de 1870-71. Se trataba de dos tomos de una revista ilustrada de aquella época e hice de ellos mi lectura predilecta. Desde entonces me entusiasmó cada vez más todo aquello que tenía alguna relación con la guerra o con la vida militar.

Pero también en otro sentido debió esto tener significación para mí. Por primera vez -aunque en forma poco precisa- surgió en mi mente el interrogante de si realmente existía y, caso de existir, cuál podría ser, la diferencia entre los alemanes que combatieron en la guerra del 70 y los otros alemanes –los austríacos-. Me preguntaba ¿por qué Austria no tomó también parte en esa guerra al lado de Alemania? ¿Acaso no somos todos lo mismo?, me decía yo. Este problema comenzó a preocupar mi mente juvenil. A mis cautelosas preguntas debí oír con íntima emulación la respuesta de que no todo alemán tenía la suerte de pertenecer al Reich de Bismark.

Esto era para mi inexplicable

*

**

Se había decidido que estudiase.

Por primera vez en mi vida, cuando apenas contaba once años, debí oponerme a mi padre. Si él en su propósito de realizar los planes que había previsto, era inflexible, no menos implacable y porfiado era su hijo para rechazar una idea que nada o poco le agradaba.

¡ Yo no quería llegar a ser funcionario!.

Aun hoy mismo no me explico como un buen día me di cuenta de que tenía vocación para la pintura. Mi talento para el dibujo se hallaba tan fuera de duda, que fue uno de los motivos que indujeron a mi padre a inscribirme en un colegio de enseñanza secundaria; pero jamás con el propósito de permitirme una preparación profesional en ese sentido.

Mis certificados escolares de aquella época registraban calificaciones extremas, según la materia de mi afición. Mis mejores notas correspondían al ramo de geografía y aún más todavía al de historia universal; en estos ramos predilectos era yo el sobresaliente en mi clase.

Cuando ahora, después de transcurridos tantos años, hago un balance retrospectivo de aquella época, dos hechos resaltan como los más importantes:

1º ME HICE NACIONALISTA.

2º APRENDÍ A COMPRENDER Y A APRECIAR LA HISTORIA EN SU VERDADERO SENTIDO.

La antigua Austria era un Estado de nacionalidades diversas.

En realidad –por lo menos en aquel tiempo- un súbdito alemán del Reich no penetraba la significación que este hecho tenía para la vida cotidiana del individuo bajo la égida de un Estado semejante. Al tratarse del elemento austroalemán, solíase confundir con suma facilidad la dinastía degenerada de los Habsburgo con el núcleo sano del pueblo mismo.

La generalidad no se daba cuenta de que si en Austria no hubiese existido un núcleo alemán de sangre pura, jamás habría tenido el germanismo la energía suficiente para imprimirle su sello a un Estado de 52 millones de habitantes de diverso origen, y esto en un grado de influencia tan grande, que en Alemania mismo llegó a formarse el errado concepto de que Austria era un Estado Alemán. Un absurdo de graves consecuencias, pero al mismo tiempo un brillante testimonio para los 10 millones de alemanes que habitaban en la Marca del Este. En Alemania, sólo muy pocos sabían de la eterna lucha por el idioma, por la escuela alemana y por el carácter alemán. Como en toda lucha (en todas partes y en todos los tiempos), también en la pugna por la lengua que existía en la antigua Austria, habían tres sectores; los beligerantes, los indiferentes y los traidores. Claro está que yo entonces no me contaba entre los indiferentes y pronto debí convertirme en un fanático nacionalista alemán.

Esta evolución en mi modo de sentir hizo muy rápidos progresos, de tal manera que ya a la edad de quince años puede comprender la diferencia entre el "patriotismo" dinástico y el "nacionalismo" popular y desde aquel momento sólo el segundo existió para mí.

¿Acaso no sabíamos ya desde la adolescencia que el Estado austríaco no tenía ni podía tener afección hacía nosotros, los alemanes? La experiencia diaria confirmaba la realidad histórica de la acción de los Habsburgo. En el Norte y en el Sur, el veneno de las razas extrañas carcomía el organismo de nuestra nacionalidad y hasta la misma Viena fue visiblemente convirtiéndose, cada vez más, en un centro anti-alemán. La casa de los Habsburgo tendía por todos los medios a una chequización y fue la mano de la diosa de la Justicia eterna y de la ley de compensación inexorable la que hizo que el enemigo más encarnizado del germanismo en Austria, el Archiduque Francisco Fernando, cayera precisamente bajo el plomo que él mismo ayudó a fundir. Francisco Fernando era nada menos que el símbolo de la tendencia ejercitada desde el mando para lograr la eslavización de Austria.

En la desgraciada alianza del joven Imperio alemán con el ilusorio Estado austríaco, radicó el germen de la guerra mundial y también de la ruina.

A lo largo de este libro, habré de ocuparme con detenimiento del problema, Por ahora, bastará establecer que ya en mi primera juventud había llegado a una convicción que después jamás deseché y que más bien se ahondó con el tiempo: era la convicción de que la seguridad inherente a la vida del germanismo suponía la destrucción de Austria y que, además, el sentir nacional no coincidía en nada con el patriotismo dinástico, finalmente, que la Casa de los Habsburgo estaba predestinada a hacer la desgracia de la nación alemana.

Ya entonces deduje las consecuencias de aquella experiencia: amor ardiente para mi patria austro-alemana y odio profundo contra el Estado austríaco.

*

**

La cuestión de mi futura profesión debió resolverse más pronto de lo que yo esperaba.

A la edad de 13 años perdí repentinamente a mi padre. Un ataque de apoplejía tronchó la existencia del hombre, todavía vigoroso, dejándonos sumidos en el más hondo dolor.

Al principio nada cambió exteriormente.

Mi madre, siguiendo el deseo de mi difunto padre, se sentía obligada a fomentar mi instrucción, es decir, mi preparación para la carrera de funcionario. Yo personalmente me hallaba decidido, entonces más que nunca, a no seguir de ningún modo esa carrera.

Y he aquí que una enfermedad vino en mi ayuda. Mi madre, bajo la impresión de la dolencia que me aquejaba, acabó por resolver mi salida del colegio para hacer que ingresara en una academia.

Felices días aquéllos, que me parecieron un bello sueño. En efecto, no debieron ser más que un sueño, pues dos años después, la muerte de mi madre vino a poner un brusco fin a mis acariciados planes.

Este amargo desenlace cerró un largo y doloroso período de enfermedad que desde el comienzo había ofrecido pocas esperanzas de curación; con todo, el golpe me afectó profundamente. A mi padre le veneré, pero por mi madre había sentido adoración.

La miseria y la dura realidad me obligaron a adoptar una pronta resolución. Los escasos recursos que dejara mi padre fueron agotados en su mayor parte durante la grave enfermedad de mi madre y la pensión de huérfano que me correspondía no alcanzaba ni para subvenir a mi sustento; me hallaba, por tanto, sometido a la necesidad de ganarme de cualquier modo el pan cotidiano.

Con una maleta con ropa en la mano y con una voluntad inquebrantable en el corazón, salí rumbo a Viena. Tenía la esperanza de obtener del Destino lo que hacía 50 años le había sido posible a mi padre; también yo quería llegar a ser "algo", pero en ningún caso funcionario.



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[1] Johannes Philipp Palm fue fusilado por orden de Napoleón el 26 de agosto de 1806, acusado de la publicación de un folleto titulado "Alemania en su más profunda humillación".

[2] Ministro del Interior durante el régimen social-demócrata.




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CAPÍTULO SEGUNDO
Las experiencias de mi vida en Viena

Al morir mi madre fui a Viena por tercera vez y permanecí allí algunos años.

Quería ser arquitecto, y como las dificultades no se dan para capitular ante ellas, sino para ser vencidas, mi propósito fue vencerlas, teniendo presente el ejemplo de mi padre que, de humilde muchacho aldeano, lograra hacerse un día funcionario del Estado. Las circunstancias me eran desde luego más propicias y lo que entonces me pareciera una rudeza del destino, lo considero hoy una sabiduría de la Providencia. En brazos de la "diosa miseria" y amenazado más de una vez de verme obligado a claudicar, creció mi voluntad para resistir hasta que triunfó esa voluntad. Debo a aquellos tiempos mi dura resistencia y también toda mi fortaleza. Pero más que a todos eso, doy todavía más valor al hecho de que aquellos años me sacaran de la vacuidad de una vida cómoda para arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde debí conocer a aquéllos por los cuales lucharía después.

*

**

En aquella época abrí los ojos ante dos peligros que antes apenas si conocía de nombre, y que nunca pude pensar que llegasen a tener tan espeluznante trascendencia para la vida del pueblo alemán: el marxismo y el judaísmo.

Viena, la ciudad que para muchos simboliza la alegría y el medio-ambiente de gentes satisfechas, tienen sensiblemente para mí solo, el sello del recuerdo vivo de la época más amarga de mi vida. Hoy mismo Viena me evoca tristes pensamientos. Cinco años de miseria y de calamidad encierra esa ciudad para mí, cinco largos años en cuyo transcurso trabajé primero como peón y luego como pequeño pintor para ganarme el miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca alcanzaba a mitigar el hambre; el hambre, mi más fiel camarada que casi nunca me abandonaba, compartiendo conmigo inexorable, todas las circunstancias de la vida. Si compraba un libro, exigía ella su tributo; adquirir un billete para la Opera, significaba también días de privación. ¡Que constante era la lucha con tan despiadada compañera! Y sin embargo en esa época aprendí más que en todos los tiempos pasados. Mis libros me deleitaban. Leía mucho y concienzudamente en todas mis horas de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de la cual hoy mismo me sirvo.

Pero hay algo más que todo esto: En aquellos tiempos me formé un concepto del mundo, concepto que constituyó la base granítica de mi proceder de aquella época. A mis experiencias y conocimientos adquiridos entonces, poco tuve que añadir después; nada fue necesario modificar. Por el contrario, hoy estoy firmemente convencido de que en general todas las ideas constructivas se manifiestan, en principio, ya en la juventud, si es que existen realmente.

Yo establezco diferencia entre la sabiduría de la vejez y la genialidad de la juventud; la primera solo puede apreciarse por su carácter más minuciosa y previsor, como resultado de las experiencias de una larga vida, en tanto que la segunda se caracteriza por una inagotable fecundidad en pensamientos e ideas, las cuales por su cúmulo tumultuoso, no son susceptibles de elaboración inmediata. Esas ideas y esos pensamientos permiten la concepción de futuros proyectos y dan los materiales de construcción, de entre los cuales la sesuda vejez toma los elementos y los forja para llevar a cabo la obra, siempre que la llamada sabiduría de la vejez no haya ahogado la genialidad de la juventud.

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Mi vida en el hogar paterno se diferenció poco o nada de la de los demás. Sin preocupaciones podía esperar todo nuevo amanecer y no existían para mí los problemas sociales. El ambiente que rodeó mi juventud era el de los círculos de la pequeña burguesía, es decir, un mundo que muy poca conexión tenía con la clase netamente obrera, pues, aunque a primera vista resulte paradójico, el abismo que separaba a estas dos categorías sociales, que de ningún modo gozan de una situación económica desahogada, es a menudo más profundo de lo que uno pueda imaginarse. El origen de esta –llamémosle belicosidad- radica en que el grupo social que no hace mucho saliera del seno de la clase obrera, siente el temor de descender a su antiguo nivel de gente poco apreciada, o que se le considere como perteneciente todavía a él. A esto hay que añadir que para muchos es agrio el recuerdo de la miseria cultural de la clase proletaria y del trato grosero de esas gentes entre sí, lo cual, por insignificante que sea su nueva posición social, llega a hacerles insoportable todo contacto con gente de un nivel cultural ya superado por ellos.

Así ocurre que, apenas considera posible el "parvenu" aquello que es frecuente entre personas de elevada situación que, descendiendo de su rango, se acercan hasta el último prójimo. No se olvide que "parvenu" es todo aquel que por propio esfuerzo sale de la clase social en que vive para situarse en un nivel superior. Ese batallar, con frecuencia muy rudo, acaba por destruir el sentimiento de conmiseración. La propia dolorosa lucha por la existencia anula toda comprensión para la miseria de los relegados.

En este orden quiso el destino ser magnánimo conmigo, constriñéndome a volver a ese mundo de pobreza y de incertidumbre que mi padre abandonara en el curso de su vida. El destino apartó de mis ojos el fantasma de una educación limitada propia de la pequeña burguesía. Empezaba a conocer a los hombres y aprendía a distinguir los valores aparentes o los caracteres exteriores brutales, de lo que constituía su verdadera mentalidad.

Al finalizar el siglo XIX, Viena se contaba ya entre las ciudades de condiciones sociales más desfavorables. Riqueza fastuosa y repugnante miseria caracterizaban el cuadro de la vida en Viena. En los barrios centrales se sentía manifiestamente el pulsar de un pueblo de 52 millones de habitantes con toda la dudosa fascinación de un Estado de nacionalidades diversas. La vida de la Corte, con su boato deslumbrante, obraba como un imán sobre la riqueza y la clase del resto del Imperio. A tal estado de cosas se sumaba la fuerte centralización de la monarquía de los Habsburgo y en ello radicaba la única posibilidad de mantener compacta esa promiscuidad de pueblos, resultando, por consiguiente, una concentración extraordinaria de autoridades y oficinas públicas en la capital y sede del Gobierno. Sin embargo, Viena no era sólo el centro político e intelectual de la vieja monarquía del Danubio, sino que constituía también su centro económico. Frente al enorme conjunto de oficiales de alta graduación, funcionarios, artistas y científicos, había un ejército mucho más numeroso de proletarios y frente a la riqueza de la aristocracia y del comercio reinaba una sangrante miseria. Delante de los palacios de la Ringstrasse, pululaban miles de desocupados y en los trasfondos de esa vía triunphalis de la antigua Austria, vegetaban vagabundos en la penumbra y entre el barro de los canales. En ninguna ciudad alemana podía estudiarse mejor que en Viena el problema social. Pero no hay que confundir. Ese "estudio" no se deja hacer "desde arriba", porque aquel que no haya estado al alcance de la terrible serpiente de la miseria jamás llegará a conocer sus fauces ponzoñosas. Cualquier otro camino lleva tan sólo a una charlatanería banal o a una mentida sentimentalidad. Ambas igualmente perjudiciales, una porque nunca logra penetrar el problema en su esencia y la otra porque no llega ni a rozarlo. No sé qué sea más funesto: si la actitud de no querer ver la miseria, como lo hace la mayoría de los favorecidos por la suerte o encumbrados por propio esfuerzo, o la de aquéllos no menos arrogantes y a menudo faltos de tacto, pero dispuestos siempre a dignarse a aparentar que comprenden la miseria del pueblo. Esas gentes hacen siempre más daño del que puede concebir su comprensión desarraigada de instinto humano; de ahí que ellas mismas se sorprendan ante el resultado nulo de su acción de "sentido social" y hasta sufran la decepción de un airado rechazo, que acaban por considerar como una prueba de la ingratitud del pueblo.

NO CABE EN EL CRITERIO DE TALES GENTES COMPRENDER QUE UNA ACCIÓN SOCIAL NO PUEDE EXIGIR EL TRIBUTO DE LA GRATITUD PORQUE ELLA NO PRODIGA MERCEDES, SINO QUE ESTÁ DESTINADA A RESTITUIR DERECHOS.

Impelido por la s circunstancias al escenario real de la vida, no debí conocer el problema social en aquella forma. Lejos de prestarse éste a que yo lo "conociese" pareció querer más bien experimentar su prueba en mí mismo, y si de ella salí airoso, no fue por cierto, mérito de la prueba.

*

**

El propósito de reproducir aquí el cúmulo de mis impresiones de entonces nunca podrá dar, ni aproximadamente, un cuadro completo; junto a las experiencias adquiridas en aquella época, he de concretarme a exponer en este libro solamente mis impresiones más culminantes, es decir, aquéllas que más de una vez conmovieron mi espíritu.

En Viena me di cuenta de que siempre existía la posibilidad de encontrar alguna ocupación, pero que esta se perdía con la misma facilidad con que era conseguida. La inseguridad de ganarse el pan cotidiano me pareció una de las más graves dificultades de mi nueva vida. Bien es cierto que el obrero perito no es despedido de su trabajo tan llanamente como uno que no lo es, más, tampoco está libre de correr igual suerte.

También yo debí en la gran urbe experimentar en carne propia los defectos de ese destino y saborearlos moralmente. Algo más me fue dado observar todavía: la brusca alternativa entre la ocupación y la falta de trabajo y la consiguiente eterna fluctuación entre las entradas y los gastos, que en muchos destruye, a la larga, el sentimiento de economía, así como la noción para un sistema razonable de vida. Parece como si el organismo humano se acostumbrara paulatinamente a vivir en la abundancia en los buenos tiempos y a sufrir hambre en los malos. Así se explica que aquél que apenas ha logrado conseguir trabajo, olvide toda previsión y viva tan desordenadamente que hasta el pequeño presupuesto semanal de gastos domésticos resulta alterado; al principio el salario alcanza en lugar de para siete, sólo para cinco días, después únicamente para tres y por último escasamente para un día, despilfarrándolo todo en la primera noche.

A menudo la mujer y los hijos se contaminan de esa vida, especialmente si el padre de familia es en el fondo bueno con ellos y los quiere a su manera. Resulta entonces que en dos o tres días se consume en casa, en común, el salario de toda la semana. Se come y se bebe mientras el dinero alcanza, para después soportar hambre también conjuntamente durante los últimos días. La mujer recurre entonces a la vecindad y contrae pequeñas deudas para pasar los malos días del resto de la semana. A la hora de la cena se reúnen todos en torno a una paupérrima mesa, esperan impacientes el pago del nuevo salario y sueñan ya con la felicidad futura, mientras el hambre arrecia.... Así se habitúan los hijos desde su niñez a este cuadro de miseria.

Pero el caso acaba siniestramente cuando el padre de familia desde un comienzo sigue su camino solo, dando lugar a que la madre, precisamente por amor a sus hijos, se ponga en contra. Surgen disputas y escándalos en una medida tal, que cuando más se aparta el marido del hogar, más se acerca al vicio del alcohol. Se embriaga casi todos los sábados y entonces la mujer, por espíritu de propia conservación y por la de sus hijos, tiene que arrebatarle unos pocos céntimos, y esto muchas veces en el trayecto de la fábrica a la taberna; y sí por fin el domingo o el lunes llega el marido a casa, ebrio y brutal, después de haber gastado el último céntimo, se suscitan con frecuencia escenas..... ¡de las que Dios nos libre!

En cientos de casos observé de cerca esa vida, viéndola al principio con repugnancia y protesta, para después comprender en toda su magnitud la tragedia de semejante miseria y sus causas fundamentales. ¡Víctimas infelices de las malas condiciones de vida!

Cuánto agradezco hoy a la Providencia haberme hecho vivir esa escuela; en ella ya no me fue posible prescindir de aquello que no era de mi complacencia. Esa escuela me educó pronto y con rigor.

Para no desesperar de la clase de gentes que por entonces me rodeaban fue necesario que aprendiese a diferenciar entre su manera de ser y su vida y las causas del proceso de su desarrollo. Sólo así se podía soportar ese estado de cosas y comprender que el resultado de tanta miseria, inmundicia y degeneración no eran ya seres humanos, sino el triste producto de unas leyes más tristes todavía. En medio de ese ambiente mi propia y dura suerte me libró de capitular en quejumbroso sentimentalismo ante los resultados de un proceso social semejante.

Ya en aquellos tiempos llegué a la conclusión de que sólo un doble procedimiento podía conducir a modificar la situación existente:

ESTABLECER MEJORES CONDICIONES PARA NUESTRO DESARROLLO A BASE DE UN PROFUNDO SENTIMIENTO DE RESPONSABILIDAD SOCIAL APAREJADO CON LA FERREA DECISIÓN DE ANULAR A LOS DEPRAVADOS INCORREGIBLES.

Del mismo modo que la Naturaleza no concentra su mayor energía en el mantenimiento de lo existente, sino más bien en la selección de la descendencia como conservadora de la especie, así también en la vida humana no puede tratarse de mejorar artificialmente lo malo subsistente –cosa de suyo imposible en un 99% de casos, dada la índole del hombre- sino por el contrario debe procurarse asegurar bases más sanas para un ciclo de desarrollo venidero.

Durante mi lucha por la existencia, en Viena, me di cuenta de que la obra de acción social jamás puede consistir en un ridículo e inútil lirismo de beneficencia, sino en la eliminación de aquellas deficiencias que son fundamentales en la estructura económico-cultural de nuestra vida y que constituyen el origen de la degeneración del individuo o por lo menos de su mala inclinación.

El Estado austríaco desconocía prácticamente una legislación social humna y de ahí su ineptitud patente para reprimir ni las más crasas transgresiones.

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No sabría decir lo que más me horrorizó en aquel tiempo: si la miseria económica de mis compañeros de entonces, su rudeza moral o su ínfimo nivel cultural.

¡Con qué frecuencia se exalta la indignación de nuestra burguesía cuando se oye decir a un vagabundo cualquiera que le es lo mismo ser alemán a no serlo y que el hombre se siente igualmente bien en todas partes con tal de tener para su sustento! Esta falta de "orgullo nacional" es lamentada entonces hondamente y se vitupera con acritud semejante modo de pensar.

¿Reflexionan acaso nuestros estratos burgueses en que mínima escala se le dan al "pueblo" los elementos inherentes al sentimientos de orgullo nacional? Ven tranquilamente cómo en el teatro y en el film y mediante literatura obscena y prensa inmunda se vacía en el pueblo día por día veneno a borbotones. Y sin embargo se sorprenden esos ambientes burgueses de la "falta de moral" y de la "indiferencia nacional" de la gran masa del pueblo, como si de esa prensa inmunda, de esos films disparatados y de otros factores semejantes, surgiese para el ciudadano el concepto de la grandeza patria. Todo esto sin considerar la educación ya recibida por el individuo en su primera juventud.

EL PROBLEMA DE LA "NACIONALIZACIÓN" DE UN PUEBLO CONSISTE, EN PRIMER TÉRMINO, EN CREAR SANAS CONDICIONES SOCIALES COMO BASE DE LA EDUCACIÓN INDIVIDUAL. PORQUE SOLO AQUEL QUE HAYA APRENDIDO EN EL HOGAR Y EN LA ESCUELA A APRECIAR LA GRANDEZA CULTURAL Y ECONÓMICA Y ANTE TODO LA GRANDEZA POLÍTICA DE SU PROPIA PATRIA, PODRA SENTIR Y SENTIRA EL INTIMO ORGULLO DE SER SUBDITO DE ESA NACIÓN, SOLO SE PUEDE LUCHAR POR AQUELLO QUE SE QUIERE – SE QUIERE LO QUE SE RESPETA Y SE PUEDE RESPETAR ÚNICAMENTE LO QUE POR LO MENOS, SE CONOCE.

Apenas se despertó mi interés por la cuestión social me dediqué a estudiar a fondo el problema. ¡Se me descubrió un mundo nuevo!

En los años de 1909 y 1910 se había producido también un pequeño cambio en mi vida: ya no necesitaba ganarme el pan diario actuando como peón. Por entonces trabajaba ya independientemente como modesto dibujante y acuarelista. Pintaba para ganarme la vida y al mismo tiempo aprendía con satisfacción. De este modo me fue también posible lograr el complemento teórico necesario para mi apreciación íntima del problema social. Estudiaba con ahínco casi todo lo que podía encontrar en libros sobre esta compleja materia, para después engolfarme en mis propias meditaciones.

Era poco y muy erróneo lo que yo sabía en mi juventud acerca de la socialdemocracia. Me entusiasmaba que proclamase el derecho de sufragio universal secreto; además, mi ingenua concepción de entonces, me hacía creer también que era mérito suyo empeñarse en mejorar las condiciones de vida del obrero. Pero lo que me repugnaba era su actitud hostil en la lucha por la conservación del germanismo.

Hasta la edad de los 17 años la palabra "marxismo" no me era familiar, y los términos "socialdemocracia" y "socialismo" parecíanme ser idénticos. Fue necesario que el destino obrase también sobre este concepto aquí abriéndome los ojos ante un engaño tan inaudito para la humanidad.

Si antes había yo conocido el partido socialdemócrata sólo como espectador en algunos de sus mítines, sin penetrar no obstante en la mentalidad de sus adeptos o en la esencia de sus doctrinas, bruscamente debía entonces ponerme en contacto con los productos de aquella "ideología". Y lo que quizás después de decenios hubiese ocurrido, se realizó en el curso de pocos meses, permitiéndome comprender que bajo la apariencia de virtud social y amor al prójimo se escondía una pobredumbre de la cual ojalá la humanidad libre a la tierra cuanto antes, porque de lo contrario posiblemente sería la propia humanidad la que de la tierra desapareciese.

Fue durante mi trabajo cotidiano en el solar donde tuve el primer roce con elementos socialdemócratas. Ya desde un comienzo me fue poco agradable aquello. Mi vestido era aún decente, mi lenguaje no vulgar y mi actitud reservada. Mucho tenía que hacer con mi propia suerte para que hubiese concentrado mi atención en lo que me rodeaba. Buscaba únicamente trabajo a fin de no perecer de hambre y poder así, a la vez, procurarme los medios necesarios a la lenta prosecución de mi instrucción personal. Probablemente no me habría preocupado de mi nuevo ambiente a no ser porque al tercero o cuarto día de iniciarme en el trabajo, se produjo un incidente que me indujo a asumir una determinada actitud. Se me había propuesto que ingresase en la organización sindicalista. Por entonces nada conocía aún acerca de las organizaciones obreras y me habría sido imposible comprobar la utilidad o inconveniencia de su razón de ser. Cuando se me dijo que debía hacerme socio, rechacé de plano la proposición, expresando que no tenía idea de lo que se trataba y que por principio no me dejaba imponer nada.

En el curso de las dos semanas siguientes alcancé a empaparme mejor del ambiente, de tal suerte que poder alguno en el mundo me hubiese compelido a ingresar en una agrupación sindicalista, sobre cuyos dirigentes había llegado a formarme entre tanto el más desfavorable concepto.

A mediodía, una parte de los trabajadores acudía a las fondas de la vecindad y el resto quedaba en el solar mismo consumiendo su exigua merienda. Yo, ubicado en un aislado rincón, bebía de mi frasco de leche y comía mi ración de pan, pero sin dejar de observar cuidadosamente el ambiente o reflexionando sobre la miseria de mi suerte. Mientras tanto, mis oídos escuchaban más de o necesario y a veces me parecía que intencionadamente aquellas gentes se aproximaban hacia mí como para inducirme a adoptar una actitud precisa. De todos modos, aquello que alcanzaba a oír bastaba para irritarme en sumo grado. Allá se negaba todo: la nación no era otra cosa que una invención de los "capitalistas"; la patria, un instrumento de la burguesía destinado a explotar a la clase obrera; la autoridad de la ley, un medio de subyugar el proletariado; la escuela, una institución para educar esclavos y también amos; la religión, un recurso para idiotizar a la masa predestinada a la explotación; la moral, signo de estúpida resignación, etc. Nada había pues, que no fuese arrojado en el lodo más inmundo.

Al principio traté de callar, pero a la postre me fue imposible. Comencé a manifestar mi opinión, comencé por objetar; más, tuve que reconocer que todo sería inútil mientras yo no poseyese por lo menos un relativo conocimiento acerca de los puntos en cuestión. Y fue así como empecé a investigar en las mismas fuentes de las cuales procedía la pretendida sabiduría de los adversarios. Leía con atención libro por libro, folleto por folleto, y día tras día pude replicar a mis contradictores, informado como estaba mejor que ellos de su propia doctrina, hasta que un momento dado debió ponerse en práctica aquel recurso que ciertamente se impone con más facilidad a la razón: el terror, la violencia. Algunos de mis impugnadores me conminaron a abandonar inmediatamente el trabajo amenazándome con tirarme desde el andamio. Como me hallaba solo, consideré inútil toda resistencia y opté por retirarme.

¡Que penosa impresión dominó mi espíritu al contemplar cierto día las inacabables columnas de una manifestación proletaria en Viena! Me detuve casi dos horas observando pasmado aquel enorme dragón humano que se arrastraba pesadamente. Lleno de desaliento regresé a casa. En el trayecto vi en una cigarrería el diario "Arbeiterzeitung" órgano central de la antigua democracia austríaca. En un café popular, barato, que solía frecuentar con el fin de leer periódicos, encontraba también esa miserable hoja, pero sin que jamás hubiera podido resolverme a dedicarle más de dos minutos, pues, su contenido obraba en mi ánimo como si fuese vitriolo. Aquel día, bajo la depresión que me había causado la manifestación que acababa de ver, un impulso interior me indujo a comprar el periódico, para leerlo esta vez minuciosamente. Por la noche me apliqué a ello, sobreponiéndome a los ímpetus de cólera que me provocaba aquella solución concentrada de mentiras.

A través de la prensa socialdemócrata diaria, pude, pues, estudiar mejor que en la literatura teórica el verdadero carácter de esas ideas. ¡Que contraste!¡Por una parte las rimbombantes frases de libertad, belleza y dignidad, expuestas en esa literatura locuaz, de moral humana hipócrita, reflejando trabajosamente una honda sabiduría –todo esto escrito con profética seguridad- y por el otro lado, la prensa diaria, brutal, capaz de toda villanía y de una virtuosidad única en el arte de mentir en pro de la doctrina salvadora de la nueva humanidad! Lo primero destinado a los necios de las "esferas intelectuales" medias y superiores y lo segundo –la prensa- para la masa.

Penetrar el sentido de esa literatura y de esa prensa tuvo para mí la trascendencia de inclinarme más fervorosamente a mi pueblo. Conociendo el efecto de semejante obra de envilecimiento, sólo un loco sería capaz de condenar a la víctima. Por fin comprendí la importancia de la brutal imposición de subscribirse únicamente a la prensa roja, concurrir con exclusividad a mítines de filiación roja y también de leer libros rojos solamente. La Psiquis de las multitudes no es sensible a lo débil ni a lo mediocre; guarda semejanza con la mujer, cuya emotividad obedece menos a razones de orden abstracto que al ansia instintiva e indefinible hacia una fuerza que la integre, y de ahí que prefiera someterse al fuerte a dominar al débil. Del mismo modo, la masa se inclina más fácilmente hacia el que domina que hacia el que implora, y se siente más íntimamente satisfecha de una doctrina intransigente que no admita paralelo, que del roce de una libertad que generalmente de poco le sirve.

SI FRENTE A LA SOCIALDEMOCRACIA SURGIESE UNA DOCTRINA SUPERIOR EN VERACIDAD, PERO BRUTAL COMO AQUELLA EN SUS MÉTODOS, SE IMPONDRÍA LA SEGUNDA, SI BIEN CIERTAMENTE, DESPUÉS DE UNA LUCHA TENAZ.

Como la socialdemocracia conoce por propia experiencia la importancia de la fuerza, cae con furor sobre aquellos en los cuales supone la existencia de ese casi raro elemento, e inversamente, halaga a los espíritus débiles del bando opuesto, cautelosa o abiertamente, según la calidad moral que tengan o que se les atribuya. La socialdemocracia teme menos a un hombre de genio, impotente y falto de carácter, que a uno dotado de fuerza natural, aunque huérfano de vuelo intelectual. Esta es una táctica que responde al preciso cálculo de todas las debilidades humanas y que tiene que conducir casi matemáticamente al éxito, si es que el partido opuesto no sabe que el gas asfixiante se contrarresta sólo con el gas asfixiante. A los espíritus pusilánimes hay que recalcarles que en esto se trata del ser o del no ser.

EL METODO DEL TERROR EN LOS TALLERES, EN LAS FABRICAS, EN LOS LOCALES DE ASAMBLEAS Y EN LAS MANIFESTACIONES EN MASA, SERÁ SIEMPRE CORONADO POR EL ÉXITO MIENTRAS NO SE LE ENFRENTE OTRO TERROR DE EFECTOS ANÁLOGOS.

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COMO CONSECUENCIA DEL HECHO DE QUE LA BURGUESIA EN INFINIDAD DE CASOS, PROCEDIENDO DEL MODO MAS DESATINADO E INMORAL, OPONIA RESISTENCIA HASTA A LAS EXIGENCIAS MAS HUMANAMENTE JUSTIFICADAS, AUN SIN ALCANZAR O SIN ESPERAR SIQUIERA PROVECHO ALGUNO DE SU ACTITUD, EL MAS HONESTO OBRERO RESULTABA IMPELIDO DE LA ORGANIZACIÓN SINDICALISTA A LA LUCHA POLÍTICA.

El rechazo rotundo de toda tentativa hacia el mejoramiento de las condiciones de trabajo para el obrero, tales como la instalación de dispositivos de seguridad en las máquinas, la prohibición del trabajo para menores, así como también la protección para la mujer –por lo menos en aquellos meses en los cuales lleva en sus entrañas al futuro ciudadano- contribuyó a que la socialdemocracia, que recibía complacida todos esos casos de despiadado proceder, cogiese a las masas en su red. Nunca podrá reparar nuestra "burguesía política" esos errores, pues negándose a dar paso a todo propósito tendente a eliminar anomalías sociales, sembraba odios y justificaba aparentemente las aseveraciones de los enemigos mortales de toda la nacionalidad en el sentido de ser el partido socialdemócrata el único defensor de los intereses del pueblo trabajador.

En mis años de experiencia en Viena me ví obligado, queriendo o sin quererlo, a definir mi posición en lo relativo a los sindicatos obreros.

El hecho de que la socialdemocracia supiera apreciar la enorme importancia del movimiento sindicalista le aseguró el instrumento de su acción y con ello el éxito. No haber comprendido aquello le costó a la burguesía su posición política. Había creído que con una "negativa" impertinente podría anular un desarrollo lógico inevitable.

Es absurdo y falso afirmar que el movimiento sindicalista sea en sí contrario al interés patrio. Si la acción sindicalista tiende y logra el mejoramiento de las condiciones de vida de aquella clase social que constituye una de las columnas fundamentales de la nación, obra no sólo como no-enemiga de la patria o del Estado, sino "nacionalistamente" en el más puro sentido de la palabra .

Mientras existan entre los patrones individuos de escasa comprensión social o que incluso carezcan de sentimiento de justicia y equidad, no solamente es un derecho, sino un deber el que sus dependientes, representando una parte de la nacionalidad, velen por los intereses del conjunto frente a la codicia o el capricho de uno solo

MIENTRAS EL TRATO ASOCIAL O INDIGNO DADO AL HOMBRE PROVOQUE RESISTENCIAS, Y MIENTRAS NO SE HAYAN INSTITUIDO AUTORIDADES JUDICIALES ENCARGADAS DE REPARAR DAÑOS, SIEMPRE EL MAS FUERTE VENCERA EN LA LUCHA, POR ELLO ES NATURAL QUE LA PERSONA QUE CONCENTRA EN SÍ TODA LA FUERZA DE LA EMPRESA, TENGA AL FRENTE A UN SOLO INDIVIDUO EN REPRESENTACIÓN DEL CONJUNTO DE TRABAJADORES.

De ese modo la organización sindicalista podrá lograr un afianzamiento de la idea social en su aplicación práctica de la vida diaria, eliminando con ello motivos que son causa permanente de descontento y quejas.

La socialdemocracia jazz pensó mantener el programa inicial del movimiento corporativo que había abarcado. Y en efecto fue así. Bajo su experta mano, en pocos decenios supo hacer de un medio auxiliar creado para defensa de derechos sociales, un instrumento destructor de la economía nacional. Los intereses del obrero no debían obstaculizar los propósitos de la socialdemocracia en lo más mínimo.

Ya a principios del presente siglo, el movimiento sindicalista había dejado de servir a su idea inicial; año tras año fue cayendo cada vez más en el radio de acción de la política socialdemócrata para ser a la postre sólo un ariete de la lucha de clases. Debía a fuerza de constantes arremetidas demoler los fundamentos de la economía nacional laboriosamente cimentada y con ello prepararle la misma suerte al edificio del Estado. La defensa de los verdaderos intereses del se hacía cada vez más secundaria, hasta que por último la habilidad política acabó por establecer la inconveniencia de mejorar las condiciones sociales y el nivel cultural de las masas, so pena de correr el peligro de que una vez satisfechos sus deseos, esas muchedumbres no pudieran ser ya utilizadas indefinidamente como una fuerza autómata de lucha.

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A medida que fui formando criterio sobre el carácter exterior de la socialdemocracia, aumentó en mí el ansia de penetrar la esencia de su doctrina. De poco podía servirme en este orden la literatura propia del partido porque cuando trata de cuestiones económicas es errónea en asertos y demostraciones, y es falaz en lo que a sus fines políticos se refiere.

SOLO EL CONOCIMIENTO DEL JUDAÍSMO DA LA CLAVE PARA LA COMPRENSIÓN DE LOS VERDADEROS PROPÓSITOS DE LA SOCIALDEMOCRACIA.

Me sería difícil, sino imposible, precisar en qué época de mi vida la palabra judío fue para mí por primera vez motivo de reflexiones. En el hogar paterno, cuando aún vivía mi padre, no recuerdo siguiera haberla oído. Creo que el anciano habría visto un signo de retroceso cultural en la sola acentuada pronunciación de aquel vocablo. Durante el curso de su vida, mi padre había llegado a concepciones más o menos universalistas, conservándolas aún en medio de un convencido nacionalismo, de modo que hasta en mí debieron tener su influencia.

Tampoco en la escuela se presentó motivo alguno que hubiese podido determinar un cambio del criterio que formé en el seno de mi familia.

Fue a la edad de catorce o quince años cuando debí oír a menudo la palabra "judío", especialmente en conversaciones de tema político, y sentía cierta repulsión cuando me tocaba presenciar pendencias de índole confesional. La cuestión por entonces no tenía pues para mí otras características.

En la ciudad de Linz vivían muy pocos judíos que en el curso de los siglos se habían europeizado exteriormente y yo hasta los tomaba por alemanes. Lo absurdo de esta suposición me era poco claro, ya que por entonces veía en el aspecto religioso la única diferencia peculiar. El que por eso se persiguiese a los judíos, como creía yo, hacía que muchas veces mi desagrado frente a exclamaciones deprimentes para ellos subiese de punto. De la existencia de un odio sistemático contra el judío no tenía todavía idea en absoluto.

Después estuve en Viena.

Sobrecogido por el cúmulo de mis impresiones de las obras arquitectónicas de aquella capital y por las penalidades de mi propia suerte no pude en el primer tiempo de mi permanencia allí darme cuenta de la conformación interior del pueblo en la gran urbe; y fue así que no obstante existir en Viena alrededor de 200.000 judíos, entre sus dos millones de habitantes, yo no me había dado cuenta de ellos.

Mal podría afirmar que me hubiera parecido particularmente grata la forma en que debí llegar a conocerlos. Yo seguía viendo en el judío sólo la cuestión confesional y por eso, fundándome en razones de tolerancia humana mantuve aún entonces mi antipatía por la lucha religiosa. De ahí que considerase indigno de la tradición cultural de un gran pueblo el tono de la prensa antisemita de Viena. Me impresionaba el recuerdo de ciertos hechos de la Edad Media, que no me habría agradado ver repetirse.

Como esos periódicos carecían de prestigio –el motivo no sabía yo explicármelo entonces- veía la campaña que hacían más como un producto de exacerbada envidia que como resultado de un criterio de principio, aunque éste fuese errado. Corroboraba tal modo de pensar el hecho de que los grandes órganos de prensa respondían a esos ataques en forma infinitamente más digna o bien optaban por no mencionarlos siquiera, lo cual me parecía aún más laudable.

Leía asiduamente la llamada prensa mundial ("Neue freie Presse", "Wiener Tageblatt", etc.) y me asombraba siempre su enorme material de información, así como su objetividad en el modo de tratar las cuestiones; pero lo que frecuentemente me chocaba era la forma servil en que adulaban a la Corte. Casi no había suceso de la vida cortesana que no fuese presentado la público con frases de desbordante entusiasmo o de plañidera aflicción, según el caso. Otra cosa que me llegaba a los nervios era el repugnante culto que esa prensa rendía a Francia.

De vez en cuando leía también el "Volksblatt", por cierto periódico mucho más pequeño, pero que en estas cosas me parecía más sincero. No estaba de acuerdo con su recalcitrante antisemitismo, bien que algunas veces encontraba razonamientos que me movían a reflexionar. En todo caso a través de esas incidencias fue como llegué a conocer paulatinamente al hombre y al movimiento político que por entonces influían en los destinos de Viena: El Dr. Karl Lueger y el partido cristiano-social.

Cuando llegué a Viena era contrario a ambos porque los consideraba "reaccionarios". Empero, una elemental noción de equidad hizo variar mi opinión a medida que tuve oportunidad de conocer al hombre y su obra. Poco a poco se impuso en mí la apreciación justa para luego convertirse en un sentimiento de franca admiración. Hoy, más que entonces, veo en el Dr. Lueger al más grande de los burgomaestres alemanes de todos los tiempos.

¡Cuántas ideas preconcebidas tuvieron también que modificarse en mí al cambiar mi modo de pensar respecto al movimiento cristianosocial! Y si con ello cambió igualmente mi criterio acerca del antisemitismo, ésta fue sin duda la más trascendental de las transformaciones que experimenté entonces; ella me costó una intensa lucha interior entre la razón y el sentimiento, y sólo después de largos meses, la victoria empezó a ponerse del lado de la razón. Dos años más tarde, el sentimiento había acabado por someterse a ésta, para, en adelante, ser su más leal guardián y consejero.

Debió, pues, llegar el día en que ya no peregrinaría por la gran urbe hecho un ciego, como en los primeros tiempos, sino con los ojos abiertos, contemplando las obras arquitectónicas y las gentes. Cierta vez, al caminar por los barrios del centro, me vi de súbito frente a un hombre de largo caftán y de rizos negros. ¿Será un judío?, fue mi primer pensamiento. Los judios en Linz no tenían ciertamente esa apariencia. Observé al hombre sigilosamente y a medida que me fijaba en su extraña fisonomía, estudiándola rasgo por rasgo, fue transformándose en mi menta la primera pregunta en otra inmediata. ¿Será también un alemán?.

Como siempre en casos análogos, traté de desvanecer mis dudas, consultando libros. Con pocos céntimos adquirí por primera vez en mi vida algunos folletos antisemitas. Todos, lamentablemente, partían de la hipótesis de que el lector tenía ya un cierto conocimiento de causa o que por lo menos comprendía la cuestión; además, su tono era tal, debido a razonamientos superficiales y extraordinariamente faltos de base científica, que me hizo volver a caer en nuevas dudas. La cuestión me parecía tan trascendental y las acusaciones de tal magnitud que yo –torturado por el temor de ser injusto- me sentía vacilante e inseguro.

Naturalmente que ya no era dable dudar de que o se trataba de elementos alemanes de una creencia religiosa especial, sino de un pueblo diferente en sí; pues desde que me empezó a preocupar la cuestión judía, cambió mi primera impresión sobre Viena. Por doquier veía judíos y cuanto más los observaba, más se diferenciaban a mis ojos de las demás gentes. Y si aún hubiese dudado, mi vacilación hubiera tenido que tocar definitivamente a su fin, debido a la actitud de una parte de los judíos mismos.

Se trataba de un gran movimiento que tendía a establecer claramente el carácter racial del judaísmo; el sionismo.

Aparentemente apoyaba esa actitud sólo un grupo de los judíos, en tanto que la mayoría la condenaba; sin embargo, al analizar las cosas de cerca, esa apariencia se desvanecía, descubriéndose un mundo de subterfugios de pura conveniencia, por no decir mentiras. Porque los llamados judíos liberales rechazaban a los sionistas, no porque ellos no fuesen judíos, sino únicamente porque éstos hacían una pública confesión de su judaísmo que aquellos consideraban improcedente y hasta peligrosa. En el fondo se mantenía inalterable la solidaridad de todos.

Aquella lucha ficticia entre sionistas y judíos liberales, debió pronto causarme repugnancia porque era falsa en absoluto y porque no respondía al decantado nivel cultural del pueblo judío.

¡Y qué capítulo especial era aquel de la pureza material y moral de ese pueblo! Nada me había hecho reflexionar tanto en tan poco tiempo como el criterio que paulatinamente fue incrementándose en mí acerca de la forma cómo actuaban los judíos en determinado género de actividades. ¿Había por virtud un solo caso de escándalo o de infamia, especialmente en lo relacionado con la vida cultura, donde no estuviese complicado por lo menos un judío?

Un grave cargo más pesó sobre el judaísmo ante mis ojos cuando me di cuenta de sus manejos en la prensa, en el arte, la literatura y el teatro. Comencé por estudiar detenidamente los nombres de todos los autores de inmundas producciones en el campo de la actividad artística en general. El resultado de ello fue una creciente animadversión de mi parte hacia los judíos. Era innegable el hecho de que las nueve décimas partes de la literatura sórdida, de la trivialidad en el arte y el disparate en el teatro gravitaban en el debe de una raza que apenas si constituía una centésima parte de la población total del país.

Con el mismo criterio comencé también a apreciar lo que en realidad era aquella mi preferida "prensa mundial", y cuanto más sondeaba en este terreno, más disminuía el motivo de mi admiración de antes. El estilo se me hizo insoportable, el contenido cada vez más vulgar y por último la objetividad de sus exposiciones me parecía más mentira que verdad. ¡Eran, pues, judíos los autores!

Ahora vía bajo otro aspecto la tendencia liberal de esa prensa. El tono moderado de sus réplicas o su silencio de tumba ante los ataques que se le dirigía, debieron reflejárseme como un juego a la par hábil y villano. Sus críticas glorificantes de teatro estaban siempre destinadas al autor judío y jamás una apreciación negativa recaía sobre otro que no fuese un alemán. Precisamente por la perseverancia con que se zahería a Guillermo II y por otra parte se recomendaba la cultura y la civilización francesas, podía deducirse lo sistemático de su acción. El sentido de todo era tan visiblemente lesivo al germanismo, que su propósito no podía ser sino deliberado.

¿Quién tenía interés en ello? ¿Era acaso todo obra de la casualidad?

En Viena, como seguramente en ninguna otra ciudad de la Europa occidental, con excepción quizá de algún puerto del sur de Francia, podía estudiarse mejor las relaciones del judaísmo con la prostitución y más aún, con la trata de blancas. Caminando de noche por el barrio de Leopoldo, a cada paso era uno – queriendo o sin quererlo – testigo de hechos que quedaron ocultos para la gran mayoría del pueblo alemán hasta que la guerra de 1914 dio a los combatientes alemanes en el frente oriental oportunidad de poder ver, mejor dicho, de tener que ver, semejante estado de cosas.

Sentí escalofríos cuando por primera vez descubría así en el judío al negociante, desalmado calculador, venal y desvergonzado de ese tráfico irritante de vicios de la escoria de la gran urbe.

Desde entonces no pude más y nunca volví a tratar de eludir la cuestión judía; por el contrario, me impuse ocuparme en delante de ella. De este modo, siguiendo las huellas del elemento judío a través de todas las manifestaciones de la vida cultural y artística, tropecé con él inesperadamente donde menos lo hubiera podido suponer:

¡Judíos eran los dirigentes del partido socialdemócrata!

Con esta revelación debió terminar en mi un proceso de larga lucha interior.

*

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Gradualmente me fui dando cuenta que en la prensa socialdemócrata preponderaba el elemento judío; sin embargo, no di mayor importancia a este hecho puesto que la situación de los demás periódicos era la misma. Otra circunstancia sin embargo debió llamarme más la atención: no existía diario, donde interviniesen judíos, que hubiera podido calificarse, según mi educación y criterio, como un órgano verdaderamente nacional.

En cuanto folleto socialdemócrata llegaba a mis manos examinaba el nombre de su autor: siempre era un judío. Examiné casi todos los nombres de los dirigentes del partido socialdemócrata; en su gran mayoría pertenecían igualmente al "pueblo elegido", lo mismo si se trataba de representantes en el Reichsrat que de los secretarios de las asociaciones sindicalistas, de los presidentes de las organizaciones del partido que de los agitadores populares. Era siempre el mismo siniestro cuadro y jamás olvidaré los nombres: Austerlitz, David, Adler, Ellenbogen, etc.

Claramente veía ahora que el directorio de aquel partido, a cuyos pequeños representantes combatía yo tenazmente desde meses atrás, se hallaba casi exclusivamente en manos de un elemento extranjero y al fin supe definitivamente que el judío no era alemán. Ahora sí que conocía íntimamente a los pervertidores de nuestro pueblo.

Un año de permanencia en Viena me había bastado para llevarme al convencimiento de que ningún obrero, por empecinado que fuera, no dejaría de acabar por rendirse ante conocimientos mejores y ante una explicación más clara. En el transcurso del tiempo me había convertido en un conocedor de su propia doctrina y yo mismo podía utilizarla ahora como un arma a favor de mis convicciones.

Casi siempre el éxito se inclinaba hacia el lado mío.

Se podía salvar a la gran masa aunque solamente a costa de enormes sacrificios de tiempo y de perseverancia.

Pero a un judío, en cambio, jamás se le podría liberar de su criterio. Cuando alguna vez se lograba reducir a uno de ellos, porque observado por los presentes no le había ya quedado otro recurso que asentir, y hasta se creía haber adelantado con ello por lo menos algo, grande debía ser la sorpresa que al día siguiente se experimentaba al constatar que el judío no recordaba ni lo más mínimo de lo acontecido la víspera y seguía repitiendo los dislates de siempre. Muchas veces quedé atónito sin saber qué es lo que debía sorprenderme más: la locuacidad del judío o su arte de mistificar.

Me hallaba en la época de las más honda transformación ideológica operada en mi vida: De débil cosmopolita debí convertirme en antisemita fanático.

Una vez más – esta fue la última- vinieron a embargarme reflexiones abrumadoras. Estudiando la influencia del pueblo judío a través de largos períodos de la historia humana, surgió en mi mente la inquietante duda de que quizás el destino por causas insondables, le reservaba a este pequeño pueblo el triunfo final. ¿Se le adjudicará acaso la tierra como premio, a ese pueblo, que vive eternamente sólo para esta tierra? ¿Es que nosotros poseemos realmente el derecho de luchar por nuestra propia conservación o es que también esto tiene en nosotros sólo un fundamento subjetivo?

El destino mismo se encargó de darme la respuesta al engolfarme en la penetración de la doctrina marxista para de este modo estudiar minuciosamente la actuación del pueblo judío.

La doctrina judía del marxismo rechaza el principio aristocrático de la Naturaleza y coloca en lugar del privilegio eterno de la fuerza y del vigor, la masa numérica y su peso muerto. Niega así en el hombre el mérito individual e impugna la importancia del nacionalismo y de la raza abrogándose con esto a la humanidad la base de su existencia y de su cultura. Esa doctrina, como fundamento del universo, conduciría fatalmente al fin de todo orden natural concebible por la mente humana. Y del mismo modo que la aplicación de una ley semejante en la mecánica del organismo más grande que conocemos, provocaría el caos, sobre la tierra no significaría otra cosa que la desaparición de sus habitantes.

Si el judío con la ayuda de su credo marxista llegase a conquistar las naciones del mundo, su diadema sería entonces la corona fúnebre de la humanidad y nuestro planeta volvería a rotar desierto en el eter como hace millones de siglos.

La Naturaleza eterna venga inexorablemente la transgresión de sus preceptos.

ASI CREO AHORA ACTUAR CONFORME A LA VOLUNTAD DEL SUPREMO CREADOR: AL DEFENDERME DEL JUDÍO LUCHO POR LA OBRA DEL SEÑOR.




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CAPÍTULO TERCERO
Reflexiones políticas de la época de mi permanencia en Viena


Tengo la evidencia de que en general el hombre, excepción hecha de casos singulares de talento, no debe actuar en política antes de los 30 años, porque hasta esa edad se está formando en su mentalidad una plataforma desde la cual podrá él analizar los diversos problemas políticos y definir su posición frente a ellos. Sólo entonces, después de haber adquirido una concepción ideológica fundamental y con ella logrado afianzar su propio modo de pensar acerca de los diferentes problemas de la vida diaria, debe o puede el hombre, conformado por lo menos así espiritualmente, participar en la dirección política de la colectividad en que vive.

De otro modo corre el peligro de tener que cambiar un día de opinión en cuestiones fundamentales o de quedar – en contra de su propia convicción- estratificado en un criterio ya relegado por la razón y el entendimiento. El primer caso resulta muy penoso para él personalmente, pues, si él mismo vacila no puede ya esperar le pertenezca en igual medida que antes la fe de sus adeptos, para quienes la claudicación del Führer[3], significa desconcierto y no pocas veces les provoca el sentimiento de una cierta vergüenza frente a sus adversarios políticos. En el segundo caso ocurre aquello que hoy se observa con mucha frecuencia: En la misma escala en que el Führer perdió la convicción sobre lo que sostenía, su dialéctica se hace hueca y superficial, en tanto que se deprava en la elección de sus métodos. Mientras él personalmente no piensa ya arriesgarse en serio en defensa de sus revelaciones políticas (no se inmola la vida por una causa que uno mismo no profesa) las exigencias que les impone a sus correligionarios se hacen sin embargo cada vez mayores y más desvergonzadas, hasta el punto de acabar por sacrificar el último resto del carácter que inviste al Führer y descender así a la condición del "político", es decir, a aquella categoría de hombres cuya única convicción es su falta de convicción, aparejada a una arrogante insolencia y un arte refinadísimo para el mentir. Si para desgracia de la humanidad honrada tal sujeto llega a ingresar en el Parlamento, entonces hay que tener por descontado el hecho de que la política para él se reduce ya sólo a una "heroica lucha" por la posesión perpétua de este "biberón" de su propia vida y de la de su familia. Y cuanto más pendientes estén de ese biberón la mujer y los hijos, más tenazmente luchará el marido por sostener su mandato parlamentario. Toda persona de instinto político es para él, por ese solo hecho, un enemigo personal; en cada nuevo movimiento cree ver el comienzo posible de su ruina; en todo hombre de prestigio otro amenazante peligro.

He de ocuparme detenidamente de esta clase de sabandijas parlamentarias.

También el hombre que haya llegado a los 30 años tendrá aún mucho que aprender en el curso de su vida, pero esto únicamente a manera de una complementación dentro del marco ya determinado por la concepción ideológica adoptada en principio. Los nuevos conocimientos que adquiera no significarán una innovación de lo ya aprendido, sino más bien un proceso de acrecentamiento de su saber, de tal modo que sus adeptos jamás tendrán la decepcionante impresión de haber sido mal orientados; por el contrario, el visible desarrollo de la personalidad del Führer provocará en ellos complacencia, en la convicción de que el perfeccionamiento de éste refluye a favor de la propia doctrina. Ante sus ojos esto constituye una prueba de la certeza del criterio hasta aquel momento sostenido.

Un Führer que se vea obligado a abandonar la plataforma de su ideología general por haberse dado cuenta de que esta era falsa, obrará honradamente sólo, cuando reconociendo lo erróneo de su criterio, se halle dispuesto a asumir todas las consecuencias. En tal caso deberá por lo menos renunciar a toda actuación política ulterior, pues, habiendo errado ya una vez en puntos de vista fundamentales, está expuesto por una segunda vez al mismo peligro. De todos modos ha perdido ya el derecho de requerir y menos aún el de exigir la confianza de sus conciudadanos.

El grado de corrupción de la plebe, que por ahora se siente habilitada para "actuar" en política, evidencia cuán rara vez se sabe responder en los tiempos actuales a una prueba tal de decoro personal.

Apenas si entre tantos puede uno tan sólo ser el predestinado.

Seguramente en aquellos tiempos, me había ocupado de política más que muchos otros, sin embargo, tuve el buen cuidado de no actuar en ella; me concretaba a hablar en círculos pequeños abordando temas que me subyugaban y que eran motivo de mi constante preocupación. Este modo de actuar en ambiente reducido tenía en sí mucho de provechoso, porque si bien es cierto que así aprendía menos a "discursear" en cambio, llegaba a conocer a las gentes en su moralidad y en sus concepciones, a menudo infinitamente primitivas. En aquella época continué ampliando mis observaciones sin perder tiempo ni oportunidad y es probable que, en este orden, en ninguna parte de Alemania se ofrecía entonces un ambiente de estudio más propicio que el de Viena.

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Las preocupaciones de la vida política en la antigua monarquía del Danúbio abarcaban, en general, contornos más vastos de mayor espectativa que en la Alemania de esa misma época, excepción hecha de algunos distritos de Prusia, Hamburgo y la costa del Mar del Norte. Bajo la denominación "Austria" me refiero en este caso a aquel territorio del gran Imperio de los Habsburgo que, debido a sus habitantes de origen alemán, significó en todo orden no solamente la base histórica para la formación de tal Estado, sino que en el conjunto de su población representaba también aquella fuerza que a través de los siglos generó la vida cultural en ese organismo político de estructura tan artificial como era el Imperio Austro-Húngaro. Y a medida que el tiempo avanzaba, más dependía precisamente de la conservación de ese núcleo, la estabilidad de todo el Estado.

No quiero engolfarme aquí en detalles porque no es este el propósito de mi libro; quiero solamente consignar en el marco de una minuciosa apreciación aquellos sucesos que, siendo la eterna causa de la decadencia de pueblos y Estados, tienen también en nuestro tiempo su trascendencia, aparte de que contribuyeron a cimentar los fundamentos de mi ideología política.

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Entre las instituciones que más claramente revelaban – aún ante los ojos no siempre abiertos del provinciano – la corrosión de la monarquía austríaca, encontrábase en primer término aquélla que más llamada estaba a mantener su estabilidad: el Parlamento o sea el Reichsrat, como en Austria se le denominaba.

Manifiestamente, al norma institucional de esta corporación radicaba en Inglaterra, el país de la "clásica democracia". De allá se copió toda esa dichosa institución y se la trasladó a Viena, procurando en lo posible no alterarla.

En la Cámara de diputados y en la Cámara alta celebraba su renacimiento el sistema inglés de la doble cámara; sólo los "edificios" diferían entre sí. Barry, al hacer surgir de las aguas del Támesis el palacio del Parlamento inglés, había recurrido a la historia del Imperio Británico con el fin de inspirarse para la ornamentación de los 1200 nichos, consolas y columnas de su monumental creación arquitectónica. Por sus esculturas y arte pictórico, el Parlamento inglés resultó así erigido en el templo de gloria de la nación.

Aquí se presentó la primera dificultad en el caso del Parlamento de Viena. Cuando el danés Hansen había concluido el último pináculo del palacio de mármol destinado a los representantes del pueblo, no le quedó otro recurso que el de apelar al arte clásico para adaptar motivos ornamentales. Figuras de estadistas y de filósofos griegos y romanos hermosean esta teatral residencia de la "democracia occidental" y a manera de simbólica ironía están representados sobre la cúspide del edificio cuadrigas que se separan partiendo hacia los cuatro puntos cardinales, como cabal expresión de lo que en el interior del Parlamento ocurría entonces.

Las "nacionalidades" habrían tomado como un insulto y como una provocación el que en esa obra se glorificase la historia austríaca. En Alemania mismo, reciente todavía el fragor de las batallas de la guerra mundial, se resolvió consagrar con la inscripción : "Al Pueblo Alemán", el edificio del Reichstag en Berlín, construido por Paul Ballot.

Sentimientos de profunda repulsión me dominaron aquel día en que, por primera vez, cuando aún no había cumplido los veinte años, visitaba el Parlamento austríaco para escuchar una sesión de la Cámara de diputados. Siempre había detestado el Parlamento, pero de ningún modo la institución en sí. Por el contrario, como hombre amante de las libertades, no podía imaginarme otra forma posible de gobierno. Y justamente por eso era ya un enemigo del Parlamento austríaco. Su forma de actuar la consideraba indigna del gran prototipo inglés. Además, a esto había que añadir el hecho de que el porvenir de la raza germana en el Estado austriaco dependía de su representación en el Reichsrat. Hasta el día en que se adopto el sufragio universal de voto secreto, existía en el Parlamento austríaco una mayoría alemana, aunque poco notable. Ya entonces la situación se había hecho difícil, porque el partido social-demócrata, con su dudosa conducta nacional al tratarse de cuestiones vitales del germanismo, asumía siempre una actitud contraria a los intereses alemanes a fin de no despertar recelos entre sus adeptos de las otras "nacionalidades" representadas en el Parlamento. Tampoco ya en aquella época se podía considerar a la socialdemocracia como un partido alemán. Con la adopción del sufragio universal tocó a su fin la preponderancia alemana, inclusive desde el punto de vista puramente numérico. En adelante, no quedaba pues obstáculo alguno que detuviese la creciente desgermanización del Estado austriaco.

El instinto de conservación nacional me había hecho repugnar, ya entonces, por esa razón, aquel sistema de representación popular en la cual el germanismo, lejos de hallarse representado era más bien traicionado. Sin embargo, esta deficiencia, como muchas otras, no era atribuible al sistema mismo, sino al Estado austriaco.

Un año de paciente observación bastó para que yo cambiase radicalmente mi modo de pensar en cuanto al carácter del parlamentarismo. Una vez más el estudio experimental de la realidad me preservó de anegarme en una teoría que a primera vista, les parece seductora a muchos y que a pesar de ello no deja de contarse entre las manifestaciones de decadencia de la humanidad.

La democracia del mundo occidental de hoy es la precursora del marxismo, el cual sería inconcebible sin ella. Es la democracia la que en primer término proporciona a esta peste mundial el campo de nutrición de donde la epidemia se propaga después.

Cuánta gratitud le debo al destino por haber permitido que me adentrase también en esta cuestión cuando todavía me hallaba en Viena, pues, es probable que si yo hubiera estado en aquella época en Alemania, me la habría explicado de una manera demasiado sencilla. Si desde Berlín hubiese podido percatarme de lo grotesco de esa institución llamada "Parlamento", quizás habría caído en la concepción opuesta, colocándome – no sin una buena razón aparente- al lado de aquellos que veían el bienestar del pueblo y del Imperio, en el fomento exclusivista de la idea de la autoridad imperial, permaneciendo ciegos y ajenos a la vez a la época en que vivían y al sentir de sus contemporáneos.

Esto era imposible en Austria. Allá no se podía caer tan fácilmente de un error en otro, porque si el Parlamento era inútil, aun menos capacitados eran los Habsburgo.

Lo que más me preocupó en la cuestión del parlamentarismo fue la notoria falta de un elemento responsable. Por funestas que pudieran ser las consecuencias de una ley sancionada por el Parlamento, nadie lleva la responsabilidad, ni a nadie es posible exigirle cuentas. ¿O es que puede llamarse asumir responsabilidades al hecho de que después de un fiasco sin precedentes, dimita el gobierno culpable o cambie la coalición existente o, por último, se disuelva el Parlamento? ¿Puede acaso hacerse responsable a una vacilante mayoría? ¿No es cierto que la idea de responsabilidad presupone la idea de la personalidad?

¿Puede prácticamente hacerse responsable al dirigente de un gobierno por hechos cuya gestión y ejecución obedecen exclusivamente a la voluntad y al arbitrio de una pluralidad de individuos?

¿O es que la misión del gobernante – en lugar de radicar en la concepción de ideas constructivas y planes – consiste más bien en la habilidad con que éste se empeñe en hacer comprensible a un hato de borregos lo genial de sus proyectos, para después tener que mendigar de ellos una bondadosa aprobación?

¿Cabe en el criterio del hombre de Estado poseer en el mismo grado el arte de la persuasión, por un lado, y por otro la perspicacia política necesaria para adoptar directivas o tomar grandes decisiones?

¿Prueba acaso la incapacidad de un Führer el solo hecho de no haber podido ganar a favor de una determinada idea el voto de mayoría de un conglomerado resultante de manejos más o menos honestos?

¿fue acaso alguna vez capaz ese conglomerado de comprender una idea, antes de que el éxito obtenido por la misma, revelara la grandiosidad que ella encarnaba?

¿No es en este mundo toda acción genial una palpable protesta del genio contra la indolencia de la masa?

¿Qué debe hacer el gobernante que no logra granjearse la gracia de aquél conglomerado, para la consecución de sus planes?

¿Deberá sobornar?¿O bien, tomando en cuenta la estulticia de sus conciudadanos, tendrá que renunciar a la realización de propósitos reconocidos como vitales, dimitir el gobierno o quedarse en él, a pesar de todo?

¿No es cierto que en un caso tal, el hombre de verdadero carácter se coloca frente a un conflicto insoluble entre su persuación de la necesidad y su rectitud de criterio, o mejor dicho su honradez?

¿Dónde acaba aquí el límite entre la noción del deber para con la colectividad y la noción del deber para con la propia dignidad personal?

¿No debe todo Führer de verdad rehusar a que de ese modo se le degrade a la categoría de traficante político?

¿O es que, inversamente, todo traficante deberá sentirse predestinado a "especular" en política, puesto que la suprema responsabilidad jamás pesará sobre él, sino sobre un anónimo e inaprensible conglomerado de gentes?

Sobre todo, ¿no conducirá el principio de la mayoría parlamentaria a la demolición de la idea-Führer?

Pero ¿es que aún cabe admitir que el progreso del mundo se debe a la mentalidad de las mayorías y no al cerebro de unos cuantos?

¿O es que se cree que tal vez en lo futuro se podría prescindir de esta condición previa inherente a la cultura humana?

¿No parece, por en contrario, que ella es hoy más necesaria que nunca?

Difícilmente podrá imaginarse el lector de la prensa judía, salvo que hubiese aprendido a discernir y examinar las cosas independientemente, qué estragos ocasiona la moderna institución del gobierno democrático-parlamentario; ella es ante todo la causa de la increíble proporción en que ha sido inundado el conjunto de la vida política por lo más descalificado de nuestros días. Así como un Führer de verdad renunciará a una actividad política, que en gran parte no consiste en obra constructiva, sino más bien en el regateo por la merced de una mayoría parlamentaria, el político de espíritu pequeño, en cambio, se sentirá atraído precisamente por esa actividad.

Pero pronto se dejarán sentir las consecuencias si tales mediocres componen el gobierno de una nación. Faltará entereza para obrar y se preferirá aceptar la más vergonzosa de las humillaciones antes que erguirse para adoptar una actitud resuelta, pues, nadie habrá allí que por sí solo esté personalmente dispuesto a arriesgarlo todo en pro de la ejecución de una medida radical. Existe una verdad que no debe ni puede olvidarse: es la de que tampoco en este caso una mayoría estará capacitada para sustituir a la personalidad en el gobierno. La mayoría no sólo representa siempre la ignorancia, sino también la cobardía. Y del mismo modo que de 100 cabezas huecas no se hace un sabio, de 100 cobardes no surge nunca una heroica decisión.

Cuanto menos grave sea la responsabilidad que pese sobre el Führer, mayor será el número de aquéllos que, dotados de ínfima capacidad, se creen igualmente llamados a poner al servicio de la nación sus imponderables fuerzas. De ahí que sea para ellos motivo de regocijo el cambio frecuente de funcionarios en los cargos que ellos apetecen y que celebren todo escándalo que reduzca la hilera de los que por delante esperan.... La consecuencia de todo esto es la espeluznante rapidez con que se producen modificaciones en las más importantes jefaturas y repartos públicos de un organismo estatal semejante, con un resultado que siempre tiene influencia negativa y que muchas veces llega a ser hasta catastrófico.

La antigua Austria poseía el régimen parlamentario en grado superlativo. Bien es cierto que los respectivos "premiers" eran nombrados por el monarca, sin embargo, eso no significaba otra cosa que la ejecución de la voluntad parlamentaria. El regateo por las diferentes carteras ministeriales podía ya calificarse como propio de la más alta democracia occidental. Los resultados correspondían a los principios aplicados; especialmente la substitución de personajes representativos se operaba con intervalos cada vez más cortos, para al final convertirse en una verdadera cacería. En la misma proporción descendía el nivel de los "hombres de Estado" actuantes hasta no quedar de ellos, más que aquel bajo tipo del traficante parlamentario, cuyo mérito político se aquilataba tan sólo por su habilidad en urdir coaliciones, es decir, prestándose a realizar aquellos infames manejos políticos que son la única prueba de lo que en el trabajo práctico pueden realizar esos llamados representantes del pueblo.

Viena ofrecía un magnífico campo de observación en este orden.

Aquello que de ordinario denominamos "opinión pública" se basa sólo mínimamente en la experiencia personal del individuo y en sus conocimientos; depende más bien casi en su totalidad de la idea que el individuo se hace de las cosas a través de la llamada "información pública", persistente y tenaz. La prensa es el factor responsable de mayor volumen en el proceso de la "instrucción política", a la cual, en este caso se le asigna con propiedad el nombre de propaganda; la prensa se encarga ante todo de esta labor de "información pública" y representa así una especie de escuela para adultos, sólo que esa "instrucción" no está en manos del Estado, sino bajo las garras de elementos que en parte son de muy baja ley. Precisamente en Viena tuve en mi juventud la mejor oportunidad de conocer a fondo a los propietarios y fabricantes espirituales de esa máquina de instrucción colectiva. En un principio debí sorprenderme al darme cuenta del tiempo relativamente corto en que este pernicioso poder era capaz de crear cierto ambiente de opinión, y esto incluso tratándose de casos de una mixtificación completa de las aspiraciones y tendencias que, a no dudar, existían en el sentir de la comunidad. En el transcurso de pocos días, esa prensa sabía hacer de un motivo insignificante una cuestión de Estado notable e inversamente, en igual tiempo, relegar al olvido general problemas vitales o, más simplemente, sustraerlos a la memoria de la masa.

De este modo era posible en el curso de pocas semanas henchir nombres de la nada y relacionar con ellos increíbles expectativas públicas, adjudicándoles una popularidad que muchas veces un hombre verdaderamente meritorio no alcanza en toda su vida; y mientras se encumbran estos nombres que un mes antes apenas si se habían oído pronunciar, calificados estadistas o personalidades de otras actividades de la vida pública dejaban llanamente de existir para sus contemporáneos o se les ultrajaba de tal modo con denuestos, que sus apellidos corrían el peligro de convertirse en un símbolo de villanía o de infamia.

Esta es la chusma que en más de las dos terceras partes fabrica la llamada "opinión pública", de donde surge el parlamentarismo cual una Afrodita de la espuma.

Para pintar con detalle en toda su falacia el mecanismo parlamentario sería menester escribir volúmenes. Podrá comprenderse más pronto y más fácilmente semejante extravío humano, tan absurdo como peligroso, comparando el parlamentarismo democrático con una democracia germánica realmente tal.

La característica más remarcable del parlamentarismo democrático consiste en que se elige un cierto número, supongamos 500 hombres o también mujeres en los últimos tiempos, y se les concede a éstos la atribución de adoptar en cada caso una decisión definitiva. Prácticamente, ellos representan por sí solos el gobierno, pues, si bien designan a los miembros de un gabinete encargado de los negocios del Estado, ese pretendido gobierno no cubre sino una apariencia; en efecto, es incapaz de dar ningún paso sin antes haber obtenido la aquiescencia de la asamblea parlamentaria. Por esto es por lo que tampoco puede ser responsable, ya que la decisión final jamás depende de él mismo, sino del Parlamento. En todo caso un gabinete semejante no es otra cosa que el ejecutor de la voluntad de la mayoría parlamentaria del momento. Su capacidad política se podría apreciar en realidad únicamente a través de la habilidad que pone en juego para adaptarse a la voluntad de la mayoría o para ganarla en su favor.

Una consecuencia lógica de este estado de cosas fluye de la siguiente elemental consideración: la estructura de ese conjunto formado por los 500 representantes parlamentarios, agrupados según sus profesiones o hasta teniendo en cuenta sus aptitudes, ofrece un cuadro a la par incongruente y lastimoso. ¿O es que cabe admitir la hipótesis de que estos elegidos de la nación pueden ser al mismo tiempo brotes privilegiados de genialidad o siquiera de sentido común? Ojalá no se suponga que de las papeletas de sufragio, emitidas por electores que todo pueden ser menos inteligentes, surjan simultáneamente centenares de hombres de Estado. Nunca será suficientemente rebatida la absurda creencia de que del sufragio universal pueden salir genios; primeramente hay que considerar que no en todos los tiempos nace para una nación un verdadero estadista y menos aun de golpe, un centenar; por otra parte, es instintiva la antipatía que siente la masa por el genio eminente. Más probable es que un camello se deslice por el ojo de una aguja que no que un gran hombre resulte "descubierto" por virtud de una elección popular. Todo lo que de veras sobresale de lo común en la historia de los pueblos suele generalmente revelarse por sí mismo.

Dejando a un lado la cuestión de la genialidad de los representantes del pueblo, considérese simplemente el carácter complejo de los problemas pendientes de solución, aparte de los ramos diferentes de actividad en que deben adoptarse decisiones, y se comprenderá entonces la incapacidad de un sistema de gobierno que pone la facultad de la decisión final en manos de una asamblea, de entre cuyos componentes sólo muy pocos poseen los conocimientos y la experiencia requeridas en los asuntos que han de tratarse. Y es así cómo las más importantes medidas en materia económica resultan sometidas a un forum cuyos miembros en sus nueve décimas partes carecen de la preparación necesaria. Lo mismo ocurre con otros problemas, dejando siempre la decisión en manos de una mayoría compuesta de ignorantes e incapaces. De ahí proviene también la ligereza con que frecuentemente estos señores deliberan y resuelven cuestiones que serían motivo de honda reflexión aun para los más esclarecidos talentos. Allí se adoptan medidas de enorme trascendencia para el futuro de un Estado como si no se tratase de los destinos de toda una nacionalidad sino solamente de una partida de naipes, que es lo que resultaría más propio entre tales políticos. Sería naturalmente injusto creer que todo diputado de un parlamento semejante se halla dotado de tan escasa noción de responsabilidad. No. De ningún modo. Pero es el caso que aquel sistema, forzando al individuo a ocuparse de cuestiones que no conoce, lo corrompe paulatinamente. Nadie tiene allí el coraje de decir: "Señores, creo que no entendemos nada de este asunto; yo a lo menos no tengo idea en absoluto". Esta actitud tampoco modificaría nada porque, aparte de que una prueba tal de sinceridad quedaría totalmente incomprendida, no por un tonto honrado se resignarían los demás a sacrificar su juego.

El parlamentarismo democrático de hoy no tiende a constituir una asamblea de sabios, sino a reclutar más bien una multitud de nulidades intelectuales, tanto más fáciles de manejar cuanto mayor sea la limitación mental de cada uno de ellos. Sólo así puede hacerse política partidista en el sentido malo de la expresión y sólo así también consiguen los verdaderos agitadores permanecer cautelosamente en la retaguardia, sin que jamás pueda exigirse de ellos una responsabilidad personal. Ninguna medida, por perniciosa que fuese para el país, pesará entonces sobre la conducta de un bribón conocido por todos, sino sobre la de toda una fracción parlamentaria. He aquí porque esta forma de la Democracia llegó a convertirse también en el instrumento de aquella raza, cuyos íntimos propósitos, ahora y por siempre, temerán mostrarse a la luz del día. Sólo el judio puede ensalzar una institución que es sucia y falaz como él mismo.

En oposición a ese parlamentarismo democrático está la genuina democracia germánica de la libre elección del Führer, que se obliga a asumir toda la responsabilidad de sus actos. Una democracia tal no supone el voto de la mayoría para resolver cada cuestión en particular, sino llanamente la voluntad de uno solo, dispuesto a responder de sus decisiones con su propia vida y hacienda.

Si se hiciese la objeción de que bajo tales condiciones difícilmente podrá hallarse al hombre resuelto a sacrificarlo personalmente todo en pro de una tan arriesgada empresa, habría que responder: "Dios sea loado, que el verdadero sentido de una democracia germánica radica justamente en el hecho de que no pueda llegar al gobierno de sus conciudadanos, por medios vedados, cualquier indigno arrivista o emboscado moral, sino que la magnitud misma de la responsabilidad a asumir, amedrenta a ineptos y pusilánimes".

Y si no obstante todo esto, un individuo de tales características intentase deslizarse, podrá fácilmente ser identificado y apostrofado sin consideración: "Apártate, cobarde, que tus pies no profanen las gradas del frontispicio del Panteón de la Historia, destinado a héroes y no a mojigatos".

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Había llegado a estas conclusiones después de dos años de concurrir al Parlament austríaco. En adelante no volví a frecuentarlo.

El régimen parlamentario fue una de las principales causas de la progresiva decadencia del antiguo Estado de los Habsburgo. A medida que por obra de ese régimen se destruía la hegemonía del germanismo en Austria, intensificábase el sistema de explotar el antagonismo de las nacionalidades entre sí.

Después de la guerra franco-prusiana de 1870 la casa de los Habsburgo se lanzó con ímpetu máximo a exterminar lenta pero implacablemente el "peligroso2 germanismo de la doble monarquía austro-húngara. Este debía ser, pues, el resultado final de la política de eslavización. Empero, estalló la resistencia de la nacionalidad que estaba destinada al exterminio y esto en una forma sin precedentes en la historia alemana contemporánea. Hombres de sentir nacionalista y patriótico se hicieron rebeldes, pero no rebeldes contra el Estado mismo, sino rebeldes contra un sistema de gobierno del cual tenían el convencimiento de que conduciría a la ruina a su propia raza.

Por primera vez en la historia contemporánea alemana se hacía una diferenciación entre el patriotismo dinástico general y el amor por la patria y el pueblo.

Fue mérito del movimiento pangermanista operado en la parte alemana de Austria, allá por el año 1890, haber establecido en forma clara y terminante que la autoridad del Estado tiene el derecho de exigir respeto y cooperación sólo cuando responde a las necesidades de una nacionalidad o cuando por lo menos no es perniciosa para ésta.

La autoridad del Estado no puede ser un fin en sí misma, porque ello significaría consagrar la inviolabilidad de toda tiranía en el mundo.

Si por los medios que están al alcance de un gobierno se precipita una nacionalidad en la ruina, entonces la rebelión no sólo es un derecho, sino un deber para cada uno de los hijos de ese pueblo.

La pregunta: ¿Cuándo se presenta un tal caso? No se resuelve mediante disertaciones teóricas, sino por la acción y por el éxito.

Como todo gobierno, por malo que fuese y aun cuando hubiese traicionado una y mil veces los intereses de una nacionalidad, reclama para sí el deber que tiene de mantener la autoridad del Estado, el instinto de conservación nacional en lucha contra un gobierno semejante tendrá que servirse, para lograr su libertad o su independencia, de las mismas armas que aquel emplea para mantenerse en el mando. Según esto, la lucha será sostenida por medios "legales" mientras el poder que se combate no utilice otros; pero no habrá que vacilar ante el recurso de los medios ilegales si es que el opresor mismo se sirve de ellos.

En general, no debe olvidarse que la finalidad suprema de la razón de ser de los hombres no reside en el mantenimiento de un Estado o de un gobierno; su misión es conservar la raza. Y si esta misma se hallase en peligro de ser oprimida o hasta eliminada, la cuestión de la legalidad pasa a plano secundario. Entonces poco importará ya que el poder imperante aplique en su acción los mil veces llamados medios "legales"; el instinto siempre en grado superlativo, el empleo de todo recurso.

Solo así se explican en la Historia ejemplos edificantes de luchas libertarias contra la esclavitud – interna o externa – de los pueblos.

El derecho humano priva sobre el derecho político.

Si un pueblo sucumbe en la lucha por los derechos del hombre, es porque al haber sido pesado en la balanza del destino resultó demasiado liviano para tener la suerte de seguir subsistiendo en el mundo terrenal. Porque quién no está dispuesto a luchar por su existencia o no se siente capaz de ello es que ya está predestinado a desaparecer, y esto por la justicia eterna de la providencia.

El mundo no se ha hecho para los pueblos cobardes.

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Debieron serme un objeto clásico de estudio y de honda trascendencia el proceso de la formación y el ocaso del movimiento pangermanista, por una parte, y por la otra el asombroso desarrollo del partido cristiano-social en Austria.

Comenzaré por establecer un paralelo entre los dos hombres considerados como fundadores y leaders de esos dos partidos: Georg von Schoenerer y el Dr. Karl Lueger.

Como personalidades, ambos sobresalían notoriamente entre las llamadas figuras parlamentarias. Su vida había sido limpia e intachable en medio de la corrupción política general. En un principio, mis simpatías estaban del lado del pangermanista Schoenerer y poco después fueron paulatinamente inclinándose también hacia el leader cristiano-social. Comparando la capacidad de ambos, Schoenerer me parecía ser, en problemas fundamentales, un pensador más certero y profundo. Con mayor claridad y exactitud que ningún otro, previó el lógico fin del Estado Austriaco. Si se hubiese prestado oído a sus advertencias respecto de la monarquía de los Habsburgo, especialmente en Alemania, jamás hubiera sobrevenido la fatalidad de la guerra mundial. Pero, si bien Schoenerer penetraba la esencia de los problemas, erraba en cambio cuando se trataba de aquilatar el valor de los hombres.

Aquí radicaba lo ponderable del Dr. Lueger. Lueger era un extraordinario conocedor de los caracteres humanos, teniendo muy especial cuidado en no verlos mejor de lo que en realidad eran. Por eso él podía contar con las posibilidades efectivas de la vida mejor que Schoenerer, que para esto tenía poca comprensión.

En teoría era evidente cuanto sobre el pangermanismo sostenía, pero le faltaba la energía y la práctica indispensables para trasmitir sus conclusiones teóricas a la masa del pueblo, esto es, simplificándolas de acuerdo con la concepción limitada de esta masa. Sus conclusiones era, pues, meras profecías sin visos de realidad.

La ausencia de la capacidad de distinguir caracteres humanos debía lógicamente conducir también a errores en la apreciación de la fuerza que encierran los movimientos de opinión así como las instituciones seculares. Schoenerer había reconocido indudablemente que en aquel caso se trataba de concepciones fundamentales, pero no supo comprender que, en primer término, sólo la gran masa del pueblo podía prestarse a luchar en pro de tales convicciones de índole casi religiosa.

Infortundadamente, Schoenerer se dio cuenta sólo en muy escasa medida, de que el espíritu combativo de las llamadas clases "burguesas" era extraordinariamente limitado por depender de intereses económicos que infundían al individuo el temor de sufrir graves perjuicios, determinando así su inacción.

La falta de comprensión en lo tocante a la importancia de las capas inferiores del pueblo fue también la causa de una concepción totalmente deficiente del problema social.

En todo esto el Dr. Lueger era la antítesis de Schoenerer. Sabía hasta la saciedad que la fuerza política combativa de la alta burguesía era en nuestra época tan insignificante que no bastaba para asegurar el triunfo de un nuevo gran movimiento; por eso consagraba el máximo de su actividad política a la labor de ganar la adhesión de aquellas esferas sociales cuya existencia se hallaba amenazada, siendo esto más bien un acicate que un menoscabo para su espíritu combativo. El Dr. Lueger optó también por servirse de medios de influencia, ya existentes, para granjearse el apoyo de instituciones prestigiosas con el propósito de obtener de esas viejas fuentes de energía el mayor provecho posible a favor de su causa.

Fue de este modo que, en primer término, cimentó su partido sobre la clase media, amenazada de desaparecer, y con ello logró asegurarse un firme grupo de adictos animados de gran espíritu de lucha y también de sacrificio. Su actitud extraordinariamente sagaz con respecto de la iglesia católica, le había captado en corto tiempo las simpatías de la clerecía joven en una medida tal que el viejo partido clerical se vio forzado a ceder el campo, o bien, obrando más cuerdamente, a adherirse al nuevo movimiento para, de este modo, recuperar poco a poco sus antiguas posiciones.

Sin embargo, sería injusto en extremo considerar únicamente esto como lo esencial del carácter de Lueger; puesto que al lado de sus condiciones de táctico hábil estaban las de reformador grande y genial; por cierto, dentro del marco de un exacto conocimiento de su propia capacidad.

Era una finalidad de enorme sentido práctico la que perseguía aquel hombre verdaderamente meritorio. Quiso conquistar Viena. Viena era el corazón de la monarquía y de esta ciudad recibía los últimos impulsos de vida el cuerpo enfermo y envejecido de ya desfalleciente organismo del Estado. Cuanto más restablecía sus energías ese corazón, tanto más debía revivir el resto del cuerpo. En principio, la idea era naturalmente justa pero no podía surtir efectos sino durante un tiempo determinado.

Es aquí donde radicaba el punto débil de este hombre.

La obra que realizó como burgomaestre de Viena es inmortal en el mejor sentido de la palabra; pero con ella no pudo ya salvar la monarquía – era demasiado tarde.

Su adversario Schoenerer había visto esto con más claridad.

Todo lo que Lueger emprendió en el terreno práctico, lo logró admirablemente; en cambio no logró alcanzar lo que ansiaba como resultado.

Schoenerer no consiguió lo que deseaba, pero aquello que él temía se realizó en forma terrible.

Así ninguno de los dos llegó a coronar su suprema finalidad perseguida. Lueger no pudo salvar la monarquía austríaca, ni Schoenerer librar al germanismo en Austria de la ruina que le esperaba.

Hoy nos es infinitamente instructivo estudiar las causas que determinaron el fracaso de aquellos dos partidos. Esto es esencial ante todo para mis amigos, teniendo en cuenta que las circunstancias actuales se asemejan a las de entonces, para poder evitar el incurrir en errores que ya una vez condujeron, a uno de los movimientos, a la ruina y a la infructuosidad el otro.

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La situación de los alemanes en Austria era ya desesperante al iniciarse el movimiento pangermanista. De año en año había ido convirtiéndose el Parlamento en un factor de lenta destrucción del germanismo. Todo intento salvador de última hora y aunque sólo de efecto pasajero, podía vislumbrarse únicamente en la eliminación del Parlamento.

¿Y cómo destruir el parlamento?¿Entrando en él, para "minarlo por dentro", como corrientemente se decía, o combatirlo por fuera, atacando la institución misma del parlamentarismo?

Para empeñar la lucha desde afuera contra un poder semejante, era preciso revestirse de coraje indomable y hallarse dispuesto a cualquier sacrificio. Para esto, empero, era menester el concurso de los hijos del pueblo.

El movimiento pangermanista carecía precisamente del apoyo de las masas populares y no le quedaba por lo tanto otra solución que la de ir al parlamento mismo. Parecía también más factible dirigir el ataque a la raíz misma del mal, que no arremeter desde fuera. Por otra parte, creíase que la inmunidad parlamentaria reforzaría la seguridad de cada una de las personalidades pangermanistas, acrecentando la eficacia de su acción combativa.

En la realidad los hechos se produjeron de manera muy diferente.

El forum ante el cual hablaban los diputados pangermanistas no había aumentado, por el contrario, más bien había disminuido; pues el que habla lo hace sólo ante un público que quiere comprender al orador, oyéndole directamente o a través de la prensa que refleja lo que él haya expuesto.

El forum más amplio, de auditorio directo, no está en el hemiciclo de un parlamento. Hay que buscarlo en la asamblea pública, porque allí hay miles de gentes que se arremolinan con el exclusivo fin de escuchar lo que el orador ha de decirles, en tanto que en el plenario de una Cámara de diputados se reúnen sólo unos pocos centenares de personas, congregadas allí, en su mayoría, para cobrar dietas y de ningún modo para dejarse iluminar por la sabiduría de uno u otro de los señores "representantes del pueblo".

Los diputados pangermanistas podían quedarse roncos de tanto hablar; su esfuerzo resultaba siempre estéril. Y en cuanto a la prensa, guardaba un silencio de tumba o mutilaba los discursos hasta el punto de hacerlos incongruentes y llegando incluso a tergiversarlos en su sentido, proporcionando así a la opinión pública una pésima sinopsis de la esencia del nuevo movimiento.

Más grave que todo esto era el hecho de que el movimiento pangermanista había olvidado que para contar con el éxito, debía recapacitar desde el primer momento que en su caso no podía tratarse de un nuevo partido, sino más bien de una nueva concepción ideológica. Únicamente algo análogo habría sido capaz de imprimir la energía interior necesaria para llevar a cabo esa lucha gigantesca. Solamente los más calificados y los de mayor entereza eran los llamados a ser los leaders de esa ideología.

La desfavorable impresión que reflejaba la prensa no era contrarrestada en modo alguno mediante la acción personal de los diputados en mítines y la palabra "pangermanismo" acabó por adquirir pésima reputación ante los oídos del pueblo.

Desde tiempos inmemoriales la fuerza que impulsó las grandes avalanchas históricas de índole política y religiosa, no fue jamás otra que la magia de la palabra hablada.

La gran masa cede ante todo al poder de la oratoria. Todos los grandes movimientos son reacciones populares, son erupciones volcánicas de pasiones humanas y emociones afectivas aleccionadas, ora por la diosa cruel de la miseria, ora por la antorcha de la palabra lanzada en el seno de las masas – pero jamás por el almíbar de literatos estetas y héroes de salón.

Únicamente un huracán de pasiones ardientes puede cambiar el destino de los pueblos; más despertar pasión es sólo atributo de quien en sí mismo siente el fuego pasional.

Que cada escritor quede junto a su tintero ocupado de "teorías" si su saber y su talento le bastan para eso: que para Führer ni nació, ni fue elegido.

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* *

La grave controversia que el movimiento pangermanista tuvo que sostener con la iglesia católica, no respondía a otra causa que a falta de comprensión del carácter anímico del pueblo.

El establecimiento de parroquias checas, fue sólo uno de los muchos recursos puestos en práctica hacia el objetivo de la eslavización general de Austria. En distritos netamente alemanes se impusieron curas checos que comenzaron por subordinar los intereses de la iglesia a los de la nacionalidad checa, convirtiéndose así en células generadoras del proceso de la desgermanización austriaca.

Desgraciadamente la reacción de la clerecía alemana ante semejante proceder resultó casi nula, de suerte que el germanismo fue desalojado lenta pero persistentemente gracias al abuso de la influencia religiosa, por una parte, y debido a la insuficiente resistencia, por otra.

La impresión general no podía ser otra que la de tratarse de una brutal violación de los derechos alemanes por parte de la clerecía católica como tal. Parecía, pues, que la Iglesia no solamente era indiferente al sentir de la nacionalidad germana en Austria, sino que, injustamente, llegaba a colocarse al lado de sus adversarios. Como decía Schoenerer, el mal tenía su raíz en el hecho de que la cabeza de la iglesia católica se hallaba fuera de Alemania, lo cual, desde luego, motivaba una marcada hostilidad contra los intereses de la nacionalidad nuestra.

Georg Schoenerer no era hombre que hiciera las cosas a medias. Había asumido la lucha contra la Iglesia con el íntimo convencimiento de que sólo así se podía salvar la suerte del puebo alemán en Austria. El movimiento separatista contra Roma (Los-von-Rom Bewegung) tenía la apariencia de ser el más poderoso, pero a su vez el más difícil procedimiento de ataque destinado a vencer la resistencia del adversario.

Si la campaña resultaba victoriosa, entonces habría tocado también a su fin la infeliz división religiosa existente en Alemania y así habría ganado enormemente en fuerza interior la nacionalidad alemana.

Pero ni la premisa ni la conclusión de esa lucha estaban en lo cierto.

Mientras el sacerdote checo adoptaba una posición subjetiva con respecto a su pueblo y objetiva frente a la Iglesia, el sacerdote alemán se subordinaba subjetivamente a la Iglesia y permanecía objetivo desde el punto de vista de su nacionalidad; un fenómeno que podemos observar por desgracia en miles de otros casos. No se trata aquí de una herencia exclusivamente propia del catolicismo, sino de un mal que entre nosotros es capaz de corroer en poco tiempo casi toda institución estatal o del concepción idealista.

Comparemos, por ejemplo, la conducta observada por nuestros funcionarios del Estado frente al propósito de un resurgimiento nacional, con la actitud que asumirían en un caso semejante iguales elementos de otro país. ¿Y qué norma nos ofrece el criterio que hoy sustentan católicos y protestantes frente al semitismo, criterio que no responde ni a los intereses nacionales ni a las necesidades verdaderas de la religión? No hay pues paralelo posible entre el modo de obrar de un rabino en todos los aspectos que tienen una cierta importancia para el semitismo bajo el aspecto racial y la actitud observada por la mayoría de nuestros religiosos, sea cual fuere su confesión, frente a los intereses de su raza. Este fenómeno se repite siempre que se trate de defender una idea abstracta.

"Autoridad del Estado", "democracia", "pacifismo", "solidaridad internacional", etc., etc., son todas ideas que entre nosotros se convierten por lo general en conceptos tan netamente doctrinarios y tan inflexibles, que cualquier juicio respecto de las necesidades vitales de la nación resulta subordinado a ellas.

El protestantismo obrará siempre en pro del fomento de los intereses germanos toda vez que se trate de puridad moral o del acrecentamiento del sentir nacional, en defensa del carácter, del idioma y de la independencia alemanes, puesto que todas estas nociones se hallan hondamente arraigadas en el protestantismo mismo; pero al instante reaccionará hostilmente contra toda tentativa que tienda a salvar la nación de las garras de su más mortal enemigo, y esto porque el punto de vista del protestantismo con respecto al semitismo está más o menos dogmáticamente precisado.

Mientras el pueblo contó durante la guerra de 1914 con dirigentes resueltos, cumplió su deber en forma insuperable. El pastor protestante como el sacerdote católico, ambos contribuyeron decididamente a mantener el espíritu de nuestra resistencia no sólo en el frente de batalla, sino ante todo, en los hogares. En aquellos años, especialmente al iniciarse la guerra, no dominaba en efecto, en ambos sectores religiosos otro ideal que el de un único y sagrado imperio alemán, por cuya existencia y porvenir elevaba cada uno sus votos de fervorosa devoción.

El movimiento pangermanista debió haberse planteado en sus comienzos una cuestión previa: ¿Era factible o no conservar el acervo germánico en Austria bajo la égida de la religión católica? Si se contestaba afirmativamente, este partido político jamás debió mezclarse en cuestiones religiosas o hasta de orden confesional, y sí, por el contrario, era negativa la respuesta, entonces debió haber surgido una reforma religiosa, pero nunca un partido político.

Los partidos políticos nada tienen que ver con las cuestiones religiosas mientras éstas no socaven la moral de la raza; del mismo modo, es impropio inmiscuir la religión en manejos de política partidista.

Cuando dignatarios de la Iglesia se sirven de instituciones y doctrinas para dañar los intereses de su propia nacionalidad, jamás debe seguirse el mismo camino ni combatírseles con iguales armas.

Las doctrinas e instituciones religiosas de un pueblo debe respetarlas el Führer político como inviolables; de lo contrario, debe renunciar a ser político y convertirse en reformador, si es que para ello tiene capacidad.

Un modo de pensar diferente, en este orden conduciría a una catástrofe, particularmente en Alemania.

Estudiando el movimiento pangermanista y su lucha contra Roma, llegué en aquellos tiempos, y aún más todavía en el transcurso de años posteriores, a la persuasión de que la poca comprensión revelada por el movimiento para el problema social, le hizo perder el concurso de la masa del pueblo de espíritu verazmente combativo. Ingresar en el parlamento significóle sacrificar su poderoso impulso y gravarlo con todas las taras propias de aquella institución; su acción contra la iglesia católica lo había desacreditado en numerosos sectores de la clase media y también de la clase baja, restándole así infinidad de los mejores elementos de la nación.

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Allí donde el movimiento pangermanista cometía errores, la actitud del partido cristiano-social era precisa y sistemática. Este conocía la importancia de las masas y logró asegurarse por lo menos el apoyo de una parte de ellas, subrayando públicamente desde un comienzo el carácter social de su tendencia. Evitaba toda controversia con las instituciones religiosas y así le fue posible asegurarse el apoyo de una organización tan poderosa como la Iglesia. También reconoció la importancia de una propaganda amplia e hízose especialista en el arte de influir en el ánimo de la gran masa de sus adeptos.

El hecho de que a pesar de su fuerza, este partido no fue capaz de alcanzar el anhelado propósito de salvar a Austria, se explica por los errores de método en su acción, y también por la falta de claridad en los fines que perseguía.

El anti-semitismo del partido cristiano-social se fundaba en concepciones religiosas y no en principios racistas. La misma causa determinante de este primer error constituía el origen del segundo. Si el partido cristiano-social quiere salvar a Austria –decían sus fundadores- no puede invocar el principio racista, porque eso significaría provocar en corto tiempo la disolución general del Estado. Según la opinión de los "leaders" del partido, la situación exigía, ante todo en Viena, evitar en lo posible incidencias disociadoras y más bien fomentar todos los motivos que tendían a la unificación.

Ya en aquella época, Viena estaba tan saturada de elementos extranjeros, especialmente de checos, que tratándose de problemas relacionados con la cuestión racial, sólo una marcada tolerancia podía mantenerlos adictos a un partido que no era antigermanista por principio. El propósito de salvar a Austria imponía no renunciar al concurso de esos elementos; así es cómo mediante una lucha de oposición contra el sistema liberalista de Manchester, se intentó ganar ante todo a los pequeños artesanos checos, representados en gran número en Viena; pensábase que de esta manera, por encima de todas las diferencias raciales de la vieja Austria, habríase encontrado un lema para la lucha contra el judaísmo desde el punto de vista religioso.

Es claro que una acción contra los judíos sobre una base semejante podía causarles a éstos sólo una relativa inquietud, pues, en el peor de los casos, un chorro de agua bautismal era siempre capaz de salvar al judío y su comercio.

Abordada la cuestión tan superficialmente, jamás podía llegarse a un serio y científico análisis del problema fundamental y sólo se conseguía apartar a muchos de los que no concebían un antisemitismo de esas características.

Este modo de hacer las cosas a medias anulaba el mérito de la orientación antisemita del partido cristiano-social. Era un pseudo anti-semitismo de efectos más contraproducentes que provechosos; se adormecía despreocupadamente creyendo tener al adversario cogido por las orejas mientras en realidad era éste quien tenía al contrario sujeto por la nariz.

Si el Dr. Carl Lueger hubiese vivido en Alemania, se le habría colocado entre las primeras cabezas de nuestro pueblo, pero el hecho de haber actuado en un Estado imposible como era Austria constituyó la ruina de su obra y la suya propia. Cuando murió, ya empezaron a arreciar llamaradas en los balcanes, de modo que el destino clemente le ahorró ver aquello que él había creído poder evitar.

Empeñado en buscar las causas de la incapacidad de uno de los movimientos y las del fracaso del otro, llegué a la íntima persuasión de que a parte de la imposibilidad de poder aun lograr una consolidación del Estado austríaco, ambos partidos habían incurrido en los siguientes errores:

En principio, el movimiento pangermanista tenía, indudablemente razón en su propósito de regeneración alemana, pero fue infeliz en la elección de sus métidos. Había sido nacionalista, mas, por desgracia, no lo suficientemente social para ganar en su favor el concurso de las masas. Su antisemitismo descansaba sobre una justa apreciación de la trascendencia del problema racista y no sobre concepciones de índole religiosa. En cambio su lucha contra una determinada confesión –contra Roma- era errada en principio y falsa tácticamente.

El movimiento cristiano-social poseía una concepción vaga acerca de la finalidad de un resurgimiento alemán, pero como partido demostró habilidad y tuvo suerte en la selección de sus métodos; conocía la importancia de la cuestión social, pero erró en su lucha contra el judaísmo y no tenía la menor noción del poder que encarnaba la idea nacionalista.

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* *

Mi antipatía contra el Estado de los Habsburgo creció cada vez más en aquella época. Estaba convencido de que este Estado tenía que oprimir y poner obstáculo a todo representante verdaderamente eminente del germanismo y sabía también que, inversamente, favorecía toda manifestación anti-alemana.

Repugnante me era el conglomerado de razas reunidas en la capital de la monarquía austríaca; repugnante esa promiscuidad de checos, polacos, húngaros, rutenos, servios, croatas, etc. y, en medio de todos ellos, a manera de eterno bacilo disociador de la humanidad, el judío y siempre el judío.

Todas estas razones provocaron en mí el deseo cada vez más ferviente de llegar finalmente allí, adonde desde mi juventud me atraían anhelos secretos e íntimas afecciones.

Confiaba en hacerme más tarde un nombre como arquitecto y así ofrecerle a la nación leales servicios dentro del marco –pequeño o grande- que el destino me reservase. Finalmente, aspiraba a estar entre aquéllos que tenían la suerte de vivir y actuar allí donde debía cumplirse un día el más fervoroso de los anhelos de mi corazón: la anexión de mi querido terruño a la patria común: el Reich Alemán.

Pero Viena debió ser y quedar para mí simbolizando la escuela más dura y a la vez la más provechosa de mi vida. Había llegado a esta ciudad cuando era todavía adolescente y me marchaba convertido en un hombre taciturno y serio. Allí asimilé, en general, los fundamentos para una concepción ideológica y, en particular, un método de análisis político; posteriormente, jamás me abandonaron esos conocimientos, no haciendo después otra cosa más que completarlos. Por esto me he ocupado aquí más detalladamente de aquella época que me proporcionó el primer material de estudio, precisamente en aquellos problemas que son básicos dentro de nuestro partido, el cual surgiendo de los más modestos principios, tiene ya hoy(I) apenas transcurridos cinco años, las características de un gran movimiento popular. No sé cuál sería ahora mi modo de pensar respecto al judaísmo, la social-democracia –mejor dicho, todo el marxismo- el problema social, etc., si ya en mi juventud, debido a los golpes del destino y gracias a mi propio esfuerzo, no hubiese alcanzado a cimentar una sólida base ideológica personal.



[3]Jefe, caudillo, conductor, leader.

(I) Hitler escribió su obra en 1924.




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CAPÍTULO CUARTO
Munich



En la primavera de 1912 me trasladé definitivamente a Munich.

¡Una ciudad alemana! ¡Qué diferencia de Viena! Me descomponía la sola idea de pensar lo que era aquella Babilonia de razas. En Munich el modo de hablar era muy parecido al mío y me recordaba la época de mi juventud, especialmente al conversar con gentes de la Baja Baviera. Había, pues, mil cosas que me eran o que se me hicieron queridas y apreciadas. Pero lo que más me subyugó fue el maravilloso enlace de fuerza nativa con el fino ambiente artístico de la ciudad, es decir, eso que se puede observar en la perspectiva única que se ofrece desde la Hofbräuhaus al Odeón y desde la pradera de la Oktoberfest a la Pinacoteca, etc. Y si hoy tengo predilección por Munich como en ningún otro lugar en el mundo, es sin duda porque esa ciudad está indisolublemente ligada a la evolución de mi propia vida.

Aparte de la práctica de mi trabajo cotidiano, en Munich volvió a interesarme, sobre todo, el estudio de los sucesos políticos de actualidad y, particularmente, aquéllos relacionados con la política externa. Estos últimos considerados a través de la política aliancista alemana con Austria e Italia, que ya desde mi permanencia en Viena era conceptuada por mi como un total error.

En Austria, los únicos partidarios de la idea de la alianza eran los Habsburgo y los austro-alemanes. Los Habsburgo, por frío cálculo y necesidad, y los alemanes de allá por buena fe y por ingenuidad política; por buena fe, porque creían que con la Triple Alianza se le prestaría al Reich Alemán en sí un gran servicio, contribuyendo a garantizar su seguridad y su potencia; por ingenuidad política, porque no solamente su esperanza era irrealizable, sino porque, por el contrario, cooperaba más bien con ello a encadenar al Reich a un Estado ya cadavérico, que más tarde debía arrastrar al abismo a ambos países. Y era ingenuidad, ante todo, porque los austro-alemanes, en virtud de aquella alianza, fueron cayendo cada vez más en el proceso de la desgermanización.

Si en Alemania se hubiese estudiado con mayor claridad la historia y la psicología de los pueblos, seguramente nunca se hubiera podido creer que un día llegasen a formar un frente común el Quirinal y la Corte de los Habsburgo. Italia se hubiese convertido en un volcán antes que un gobierno suyo se atreviera a movilizar –salvo que fuese como adversario- ni un solo italiano a favor del tan fanáticamente odiado Estado de los Habsburgo. Más de una vez fui en Viena mismo testigo del apasionado desprecio y del odio profundo con que el italiano se hallaba "ligado" al Estado Austríaco. Demasiado grande para olvidarlo –aunque se hubiese querido- era el pecado que la casa de los Habsburgo cometió en el curso de los siglos, atentando contra la libertad y la independencia italianas. La voluntad de olvidar aquello no existía ni en el ánimo del pueblo ni en el del Gobierno. Por eso para Italia existían sólo dos posibilidades de convivencia con Austria; o la alianza o la guerra. Eligiendo lo primero, podía Italia prepararse tranquilamente para lo segundo.

La política aliancista de Alemania resaltó como absurda y peligrosa sobre todo desde el momento en que las relaciones entre Rusia y Austria se aproximaban más y más a la posibilidad de un conflicto bélico.

¿Cuál fue por último la razón para concertar una alianza con Austria? Ciertamente no fue otra que la de velar por el futuro del Imperio alemán en condiciones distintas a lo que habría sido estando éste solo. Mas, ese futuro del Reich no podría ser otro que el mantenimiento de la posibilidad de subsistencia del pueblo alemán.

El problema, por lo tanto, se reducía a lo siguiente: ¿Cómo acondicionar la vida de la nación alemana hacia un futuro factible y cómo darle a ese proceso los fundamentos indispensables y la necesaria seguridad dentro del marco de las relaciones generales del poderío europeo?

Analizadas con claridad las condiciones inherentes a la actividad de la política externa alemana, se debía llegar a esta conclusión: Alemania cuanta anualmente con un aumento de población que asciende, más o menos, a 900.000 almas, de manera que la dificultad de abastecer la subsistencia de este ejército de nuevos súbditos tiene que ser año tras año mayor, para acabar un día catastróficamente si es que no se sabe encontrar los medios de prevenir a tiempo el peligro del hambre.

Cuatro era los caminos a elegir para contrarrestar un desarrollo de tan funestas consecuencias:

1º Siguiendo el ejemplo de Francia, se podía restringir artificialmente la natalidad y de este modo evitar una superpoblación.

La naturaleza misma suele también oponerse al aumento de población en determinados países o en ciertas razas, y esto en épocas de hambre o por condiciones climáticas desfavorables, así como tratándose de la escasa fertilidad del suelo. Por cierto que la naturaleza obra sabiamente y sin contemplaciones; no anula propiamente la capacidad de procreación, pero sí se opone a la conservación de la prole al someter a ésta a rigurosas pruebas y privaciones tan arduas, que todo el que no es fuerte y sano, vuelve al seno de lo desconocido. El que sobrevive a pesar de los rigores de la lucha por la existencia, es entonces mil veces experimentado, fuerte y apto para seguir generando, de tal suerte que el proceso de la selección puede empezar de nuevo. La disminución del número implica así la vigorización del individuo y con ello, finalmente, la consolidación de la raza.

Otra cosa es que el hombre por sí mismo se empeñe en restringir su descendencia y haga que, en lugar de la lucha por la vida –que solo deja en pie al más fuerte y al más sano- surja, en lógica consecuencia, el prurito de "salvar" a todo trance también al débil y hasta el enfermo, cimentando el germen de una progenie que irá degenerando progresivamente, mientras persista ese escarnio de la naturaleza y sus leyes.

Eso quiere decir que quien cree asegurar la existencia al pueblo alemán, por medio de una limitación voluntaria de la natalidad, le roba a éste automáticamente el porvenir.

2º Un segundo camino era aquél que aún hoy oímos proponer y ensalzar con demasiada frecuencia: la colonización interior. Se trata aquí de una idea bien intencionada de muchos, pero al propio tiempo mal interpretada por los más y capaz de ocasionar el mayor de los daños imaginables.

Indudablemente, la productividad de un determinado suelo es susceptible de ser acrecentada hasta un cierto límite, pero no más que hasta un cierto límite y de ningún modo indefinidamente. Resultaría entonces, que durante un tiempo más o menos largo se podría compensar el aumento de la población alemana mediante una intensificación del cultivo agrícola y de la consiguiente mejora del rendimiento de nuestro suelo; mas, frente a esa posibilidad está el hecho de que generalmente las necesidades de la vida aumentan con más celeridad que la población misma. Las exigencia del hombre en lo que respecta a alimentación e indumentaria son mayores de año en año y no es posible establecer ya un paralelo con lo que fueron, por ejemplo, las necesidades de nuestros antepasados hace cien años. Es, pues, erróneo considerar que todo aumento de la producción supone un crecimiento de población.

La naturaleza no conoce fronteras políticas, sitúa nuevos seres sobre el globo terrestre y contempla el libre juego de las fuerzas que obran sobre ellos. Al que entonces se sobrepone por su empuje y carácter, le concede el supremo derecho a la existencia.

Un pueblo que se reduce al plan de colonización "interior", mientras otras razas abarcan extensiones territoriales cada vez más dilatadas sobre el globo, veráse obligado a recurrir a la voluntaria restricción de su natalidad, precisamente en una época en que los demás pueblos sigan multiplicándose permanentemente. Como sensiblemente por lo general, las naciones más capacitadas o mejor dicho las únicas que representan razas de valía cultural y que son conductoras de todo el progreso humano, renuncian, en su alucinación pacifista, a la adquisición de nuevos territorios, bastándoles con su "colonización interna", en tanto que otras naciones de nivel inferior saben asegurarse potestad sobre enormes dominios coloniales, tendría que llegarse a la lógica conclusión de que el mundo será un día dominado por aquella parte de la humanidad culturalmente rezagada, pero que es capaz de una mayor fuerza de acción.

Jamás podrá insistirse lo bastante en aquello de que toda colonización interna alemana está en primer término destinada sólo a corregir anomalías sociales y a evitar que el suelo sea objeto de la especulación general.

Con lo anteriormente anotado, quedarían todavía por mencionarse dos medios conducentes a garantizar pan y trabajo para la población alemana en continuo aumento.

3º Podrían adquirirse nuevos territorios para ubicar allí anualmente el superávit de millones de habitantes y de este modo mantener la nación sobre la base de la propia subsistencia.

4º O bien decidirse a hacer que nuestra industria y nuestro comercio produzcan para el consumo extranjero, dando la posibilidad de vivir a costa de los beneficios resultantes.

No quedaba, pues, por elegir más que entre la política territorial o la colonial y comercial.

Estas dos posibilidades fueron consideradas, estudiadas, preconizadas y también combatidas desde muy diversos puntos de vista hasta que finalmente se optó por la última de ellas.

Ciertamente que la más conveniente de ambas hubiera sido la primera.

La adquisición de nuevos territorios colonizables, para el excedente de nuestra población, ofrece infinidad de ventajas, ante todo sí se tiene en cuenta el porvenir y no el presente.

Indudablemente una tal política territorial por parte de Alemania no puede llenar su cometido, en el Camerún, por ejemplo, pero si es posible, y hoy día casi exclusivamente, en Europa.

Muchos Estados europeos semejan en la actualidad una pirámide invertida. Su superficie territorial en Europa es de proporciones sencillamente ridículas en relación a sus dominios coloniales, su comercio exterior, etc. Bien se puede decir: el vértice en Europa y la base en el mundo entero, contrariamente a lo que ocurre con los Estados Unidos de Norte América, cuya base radica en su propio continente no tocando el resto del mundo, sino por su vértice. De allí emana la enorme potencialidad de esta nación y, tratándose de Europa, la escasa vitalidad de muchos países europeos con inmensos dominios coloniales.

El caso de Inglaterra mismo no prueba lo contrario, pues al considerar el Imperio Británico, se suele muy fácilmente dejar de asociar la existencia del mundo anglosajón. Desde luego, la situación de Inglaterra, por el solo hecho de su comunidad de cultura y lengua con los Estados Unidos de Norte América, no es susceptible de compararse con la de ningún otro país europeo.

En consecuencia, al única posibilidad hacia la realización de una sana política territorial reside para Alemania en la adquisición de nuevas tierras en el continente mismo. Las colonias no responden a ese propósito si es que no se prestan para ser pobladas en gran escala por elementos europeos. En el siglo XIX ya no era posible adquirir por medios pacíficos zonas apropiadas a la colonización. Una política colonial semejante habría sido, pues, sólo factible si se empeñaba una tenaz lucha, que en realidad habría resultado más provechosa aplicada a adquirir territorios en el propio continente y no en los países de ultramar.

Y si esa adquisición quería hacerse en Europa, no podía ser en resumen sinó a costa de Rusia.

Por cierto que para una política de esa tendencia, había en Europa un solo aliado posible: Inglaterra.

Únicamente contando con el apoyo de este país, hubiese podido darse comienzo a la nueva cruzada del germanismo. El derecho, a invocarse en este caso, no habría sido menos justificado que el de nuestros antepasados.

Para ganar la aquiescencia inglesa ningún sacrificio pudo haber sido demasiado grande. La cuestión hubiera sido renunciar a posesiones coloniales y a la aspiración del poderío marítimo, ahorrándole así la lucha de competencia a la industria británica.

Solamente una orientación fija y clara era capaz de conducir a ese resultado. Renunciar al comercio mundial y a las colonias; renunciar a mantener una marina alemana de guerra y concentrar en cambio toda la potencialidad militar del Estado en el ejército. Naturalmente que la consecuencia inmediata podría haber sido una momentánea limitación, pero se hubiera tenido la garantía de un porvenir grande y poderoso.

Hubo un momento en que Inglaterra habría estado dispuesta a tratar la cuestión, puesto que comprendía perfectamente que Alemania, en vista del creciente aumento de su población, se vería obligada a buscar una solución para su problema y encontrarla, ya sea con Inglaterra en Europa o sin Inglaterra en el mundo.

Fue seguramente bajo esta impresión que a fines del siglo pasado se intentó desde Londres un acercamiento hacia Alemania. Por primera vez púsose entonces de manifiesto eso que en los últimos años hemos podido observar en Alemania en forma realmente alarmante: Se sentía desagrado a la sola idea de que tendrían que sacar para Inglaterra las "castañas del fuego", como si alguna vez se hubiese dado el caso de una alianza sobre una base que no fuese la de la recíproca conveniencia. Y con Inglaterra no era difícil llegar a una negociación semejante. La diplomacia inglesa fue siempre lo suficientemente inteligente para no ignorar que toda concesión supone reciprocidad.

Imagínese por un momento la enorme trascendencia que para Alemania habría tenido el que una hábil política exterior alemana hubiese adoptado el "rol" que el Japón se adjudicó en 1904.

Jamás se hubiera producido una "conflagración mundial".

Pero sensiblemente no se optó por seguir ese camino.

En pie quedaba ya únicamente la cuarta posibilidad enunciada: industria y comercio mundial – poderío marítimo y dominio colonial.

Si una política territorial europea era sólo factible contra Rusia, teniendo a Inglaterra como aliada, inversamente, una política colonial de expansión y de comercio mundial, era únicamente concebible en contra de Inglaterra, con el apoyo de Rusia. Mas, en tal caso debíanse asumir las consecuencias sin contemplación alguna y, ante todo, desentenderse cuanto antes de Austria.

Considerada desde todo punto de vista, fue para Alemania, ya a fines del siglo pasado, una incalificable locura la alianza con Austria.

Pero no se había pensado en ningún momento aliarse con Rusia en contra de Inglaterra, ni mucho menos con Inglaterra en contra de Rusia, pues, ambos casos hubieran significado a la postre, la guerra. Y precisamente para evitarla, se resolvió optar por la política del comercio y de la industria. En el propósito de la "conquista pacífico-económica" del mundo, se creyó tener la receta para acabar de una vez para siempre con la política de violencia empleada hasta entonces. Es probable que algunas veces no se estuviera tan seguro del camino elegido, especialmente cuando de tiempo en tiempo llegaban desde Inglaterra amenazas inexplicables. A esto se debió que Alemania se decidiera a construir una flota de guerra, no destinada a agredir ni destruir el poderío británico, sino simplemente a "defender" la mencionada "paz universal" y la conquista "pacífica" del mundo. De ahí que esa flota fuese creada bajo una escala en todo sentido más modesta que la de Inglaterra, no sólo en el número de unidades, sino también en lo concerniente al desplazamiento de éstas y su armamento, dejando entrever también aquí la intención realmente "pacífica" que se abrigaba.

El tema de la "conquista pacífico-económica" del mundo fue indudablemente el mayor de los absurdos entronizados como principio directriz de la política del Estado. Semejante contrasentido se hizo aún más notable por la circunstancia de no haberse vacilado en tomar a Inglaterra como referencia para la posibilidad de llevar a cabo una tal conquista. El daño con que, por su parte, contribuyeron a ocasionarnos nuestra concepción tan académica de la Historia y la rutinaria enseñanza de la misma, jamás podrá ser reparado y constituye la prueba incontestable, de que infinidad de gentes "aprenden" historia sin entenderla ni mucho menos poderla interpretar. Debió verse en la política de Inglaterra la refutación evidente de aquella teoría; pues ningún otro país supo preparar mejor ni más brutalmente que Inglaterra sus conquistas económicas valiéndose de la espada, para después defenderlas resueltamente. ¿No es acaso típica característica del arte de gobierno británico sacar de su poder político beneficios económicos y viceversa: transformar sin demora toda nueva conquista económica en poderío político? Y qué error es el suponer que Inglaterra misma fuese quizá demasiado cobarde para arriesgar la propia sangre a favor de su política económica. El que la nación inglesa careciese de un ejército constituido por el pueblo, no probó en modo alguno lo contrario; porque en esto no depende la situación de la forma que tenga la institución armada en sí, sino más bien ante todo, de la decisión y voluntad con que es puesta en acción en el momento dado. Inglaterra contó en todo tiempo con el abastecimiento bélico indispensable a sus necesidades y luchó siempre con aquellas armas que el éxito exigía. Se sirvió de mercenarios, mientras los mercenarios bastaron y apeló también resueltamente al concurso de la sangre de los mejores elementos de la nación cuando ya no quedaba otro medio que ese sacrificio para asegurar la victoria. Pero siempre quedó invariable su decisión para la lucha, junto a la tenacidad y la inflexible conducción de la misma.

Recuerdo claramente el gran asombro que se reflejó en las fisonomías de mis camaradas, cuando en Flandes nos vimos por primera vez, cara a cara, con los "tommíes". Después de los primeros combates cada uno de nosotros pudo convencerse de que aquellos escoceses nada tenían de común con aquellos otros que se tenía a bien caracterizar en nuestras hojas humorísticas y en las informaciones de prensa.

*

* *

Bastaba considerar la insensatez de esta política de conquista "pacífico-económica" del mundo para percatarse, igualmente a todas luces, del absurdo que entrañaba la Triple Alianza.

El valor de la Triple Alianza era ya psicológicamente insignificante, porque la consistencia de una alianza tiende a disminuir en la misma proporción en que ella se concreta al sólo mantenimiento de un estado de cosas existente; mientras que en el caso inverso, una alianza será tanto más fuerte cuanto mayor sea la expectativa de las partes contrayentes por lograr finalidades tangibles y de carácter expansivo, gracias a esa alianza. Aquí, como en todo, la pujanza no radica en la acción defensiva sino en el ataque.

Para Alemania fue una suerte que la guerra de 1914 viniera indirectamente por el lado de Austria, de manera que los Habsburgo se vieron así compelidos a tomar parte en ella; si hubiese ocurrido lo contrario, Alemania se habría quedado sola.

Muy pocos en aquella época pudieron darse cuenta de la magnitud de los peligros y las dificultades que trajo consigo la alianza con la monarquía del Danubio.

En primer término, Austria tenía demasiados enemigos, ansiosos de heredar los despojos de aquel decrépito Estado y no era de extrañar que en el transcurso del tiempo hubiera nacido un cierto odio contra Alemania, considerando a ésta como el obstáculo para la tan esperada y anhelada ruina de la monarquía austríaca. Se había llegado a la conclusión de que sólo se podía llegar a Viena pasando por Berlín.

En segundo término, Alemania perdió, gracias a esta política suya, las mejores y más auspiciosas posibilidades de pactar otras alianzas. En efecto, en lugar de éstas, se produjo una situación de creciente tensión con Rusia y hasta con Italia misma; sin embargo, en Roma la opinión general se mostraba favorable a Alemania, en tanto que en el corazón del último italiano fermentaba – y muchas veces llegaba a desbordarse – un sentimiento hostil hacia Austria.

Por último, en tercer lugar, esta alianza debía entrañar en el fondo un grave peligro para Alemania, si se tiene en cuenta la circunstancia de que cualquier potencia europea realmente adversa al Reich de Bismark, podía en todo tiempo lograr con facilidad la movilización de una serie de Estados contra Alemania, ofreciéndoles a éstos ventajas materiales a costa de los aliados de Austria. Contra la monarquía del Danubio estaban predispuestos todos los países de la Europa Oriental, pero Italia y Rusia en grado superlativo.

Ya en los contados pequeños círculos que frecuentaba yo en Munich, no oculté jamás mi convicción de que esa infeliz alianza con un Estado destinado fatalmente a la ruina, iba a conducir también al desastre catastrófico de Alemania, si es que ésta no sabía desligarse a tiempo de aquélla. Tampoco dudé ni un momento de aquella mi firme persuasión cuando el estallido de la guerra mundial pareció haber anulado toda reflexión y cuando el delirio del entusiasmo cívico absorbía hasta a aquellos estratos oficiales para los cuales no debió existir otra cosa que un frío cálculo de la realidad. Aún hallándome en la línea de fuego, sostuve siempre mi opinión, siempre que se trataba del problema, de que la alianza austro-alemana debía ser disuelta (y cuanto antes lo fuera, tanto mejor para Alemania) y también que como tributo a ello, la monarquía de los Habsburgo no significaría ningún sacrificio comparado con la posibilidad de obtener de ese modo una disminución en el número de los adversarios de la nación alemana; pues no había sido para defender una dinastía corrupta, sino para salvar a la nación alemana, para lo que millones de hombres llevaban el casco de acero.

En varias ocasiones, antes de la guerra, se tuvo la impresión de que, por lo menos en uno de los sectores políticos de Alemania, cundía cierta duda sobre la conveniencia de la política aliancista seguida por el Gobierno. De cuando en cuando los círculos conservadores alemanes dejaban oír su voz de prevención contra el exceso de confianza existente, pero esto, como todo lo razonable, debió caer en el vacío.

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Con la marcha triunfal de la técnica y de la industria alemanas y por otra parte con el creciente desarrollo del comercio, fue desapareciendo cada vez más la noción de que todo esto sólo era posible bajo la égida de un Estado poderoso. Por el contrario, hasta se había llegado en muchos círculos a sostener la convicción de que el Estado mismo debía su existencia a esas manifestaciones y que representaba, en primer término una institución económica regida de acuerdo a principios económicos y, por lo tanto, dependiente también en su conjunto de la economía; en total, un estado de cosas que se ponderaba como el mejor y el más natural del mundo.

El Estado nada tiene que ver con un criterio económico determinado o con un proceso de desarrollo económico. Tampoco constituye una reunión de gestores financieros económicos en un campo de actividad con límites definidos que tiende a la realización de cometidos económicos, sino que es la organización de una comunidad de seres moral y físicamente homogéneos, con el objeto de mejorar las condiciones de conservación de su raza y así cumplir la misión que a esta le tiene señalada la Providencia. Esto y no otra cosa significan la finalidad y la razón de ser de un Estado.

El Estado judío no estuvo jamás circunscrito a fronteras materiales; sus límites abarcan el universo, pero conciernen a una sola raza. Por eso el pueblo judío formó siempre un Estado dentro de otro Estado. Constituye uno de los artificios más ingeniosos de cuantos se han urdido, hacer aparecer a ese Estado como una "religión" y asegurarle de este modo la tolerancia que el elemento ario está en todo momento dispuesto a conceder a un dogma religioso. En realidad la religión de Moisés no es más que una doctrina de la conservación de la raza judía. De haí que ella englobe casi todas las ramas del saber humano convenientes a su objetivo, sean éstas de orden sociológico, político o económico.

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Toda vez que el poder político de Alemania experimentaba un cambio ascendente, la situación económica mejoraba también; pero cuando la actividad económica se convertía en el objetivo exclusivo de la vida nacional, ahogando virtudes idealistas, el Estado sufría un derrumbamiento, para arrastrar luego consigo a la economía.

Si uno se preguntase, cuáles son en realidad las fuerzas que crean o que, por lo menos, sostienen un Estado, podríase, resumiendo, formular el siguiente concepto: Espíritu y voluntad de sacrificio del individuo en pro de la colectividad. Que estas virtudes nada tienen de común con la economía, fluye de la sencilla consideración de que el hombre jamás va hasta el sacrificio por esta última, es decir, que no se muere por negocios, pero sí por ideales.

La persuasión dominante en la época de la anteguerra, de que al pueblo alemán podía serle factible acaparar el mercado mundial o llegar hasta conquistar el mundo, por medios pacíficos, fue un signo clásico de haber desaparecido las virtudes realmente conformadoras y sostenedoras del Estado, así como también los resultantes de esas virtudes: discernimiento, fuerza de voluntad y espíritu de acción. El corolario de tal estado de cosas debió ser la guerra mundial y sus consecuencias.

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Meditando infinidad de veces sobre todos estos problemas que se me revelaron a través de mi modo de pensar con respecto a la política aliancista alemana y a la política económica del Reich en los años de 1912 a 1914, puede darme cuenta cada vez más claramente de que la clave de todo estaba en aquel poder que, ya antes, conociera en Viena, pero desde puntos de partida muy diferentes al actual: la doctrina y la ideología marxistas, así como la influencia de su acción organizada.

Por segunda vez en mi vida debí engolfarme en el estudio de esta doctrina demoledora pero con la circunstancia de que esta vez dediqué mi atención al propósito de dominar ese flagelo mundial. Estudié el sentido, la acción y el éxito de las leyes de emergencia de Bismarck, del mismo modo que sometí de nuevo a un riguroso examen la relación existente entre el marxismo y el judaísmo.

En diversos círculos, que en parte sostienen hoy lealmente la causa nacionalsocialista, empecé, en los años de 1913 y 1914, a poner de manifiesto la convicción que me animaba de que el problema capital para el porvenir de Alemania, residía en la destrucción del marxismo-

La desgraciada política alemana de alianzas se me reveló como una de las muchas consecuencias derivadas de la obra disociadora de esta doctrina. Lo espeluznante era precisamente el hecho de que el veneno marxista estaba minando casi insensiblemente la totalidad de los principios básicos propios de una sana concepción del Estado y de la economía nacional, sin que los afectados mismos se percatasen en lo más mínimo del grado extremo en que su proceder era ya un reflejo de esa ideología que solía impugnarse enérgicamente. También algunas veces se ensayó un tratamiento contra la endemia reinante, pero casi siempre confundiendo los síntomas con la causa misma, y como esta última no se conocía o no se quería conocer, la lucha contra el marxismo obraba cual la terapéutica en un charlatan.




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CAPÍTULO QUINTO
La guerra mundial

Nada me había contristado tanto en los agitados años de mi juventud como la idea de haber nacido en una época que parecía erigir sus templos de gloria exclusivamente para comerciantes y funcionarios. Las fluctuaciones de la historia universal daban la impresión de haber llegado a un grado tal de aplacamiento, que bien podía creerse que el futuro pertenecía realmente sólo a la "competencia pacífica de los pueblos" o lo que es lo mismo, a una tranquila y mutua ratería con exclusión métodos violentos de defensa. Los diferentes Estados iban asumiendo cada vez más el papel de empresas que se socavaban recíprocamente y que también recíprocamente se arrebataban clientes y pedidos, tratando de aventajarse los unos a los otros por todos los medios posibles, y todo esto en medio de grandes e inofensivos aspavientos. Semejante evolución no solamente parecía persistir, sino que por recomendación universal debía también en el futuro transformar el mundo en un único gigantesco bazar en cuyos halls se colocarían, como signos de la inmortalidad, las efigies de los especuladores más refinados y de los funcionarios de administración más desidiosos. De vendedores podían hacer los ingleses, de administradores los alemanes, y de propietarios no otros, por cierto, que los judíos.

¿Por qué no nací unos cien años antes, V. Gr. En la época de las guerras libertarias, en que el hombre valía realmente algo, aún sin tener un "negocio"?

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Cuando en Munich se difundió la noticia del asesinato del Archiduque Francisco Fernando (estaba en casa y oí sólo vagamente lo ocurrido) me invadió en el primer momento el temor de que tal vez el plomo homicida procediese de la pistola de algún estudiante alemán que, irritado por la constante labor de eslavización que fomentaba el heredero del trono austríaco, hubiese intentado salvar al pueblo alemán de aquel enemigo interior. No era difícil imaginarse cual hubiera podido ser la consecuencia de esto: una nueva era de persecuciones que para el mundo entero hubieran sido "justificadas" y de "fundado motivo". Pero cuando poco después me enteré del nombre de los supuestos autores del atentado y supe, además, que se trataba de elementos servios, me sentí sobrecogido de horror ante la realidad de esa venganza del destino insondable.

El amigo más grande de los eslavos cayó bajo el plomo de un fanático eslavo.

El que en los años anteriores al atentado hubiese tenido ocasión de estudiar detenidamente el estado de las relaciones entre Austria y Serbia, no podía dudar ni un instante de que la piedra había empezado a rodar y que ya era imposible detenerla.

Es injusto hacer pesar hoy críticas sobre el gobierno vienés de entonces acerca de la forma y del contenido de su ultimátum a Serbia. Ningún poder en el mundo hubiese podido obrar de otro modo, en igualdad de circunstancias y condiciones. Austria tenía en su frontera Sudeste un irreconciliable enemigo que provocaba sistemáticamente a la monarquía de los Habsburgo y que no habría cejado jamás hasta encontrar el momento preciso para la ansiada destrucción del imperio austro-hungaro. Había sobrada razón para suponer que el caso se produciría a más tardar con la muerte del viejo emperador Francisco José.

Evidentemente es injusto atribuirles a los círculos oficiales de Viena el haber instado a la guerra, pensando que quizá se hubiera podido evitar todavía. Esto ya no era posible; cuando más se habría podido aplazar por uno o dos años. Pero en esto residía precisamente la maldición que pesaba sobre la diplomacia alemana y también sobre la austríaca, que siempre tendía a dilatar las soluciones inevitables para luego verse obligadas a actitudes decisivas en el momento menos oportuno. Puédese estar seguro de que una nueva tentativa para salvar la paz habría conducido tan sólo a precipitar la guerra seguramente en una época todavía más desfavorable.

La socialdemocracia se había empeñado desde decenios atrás en realizar la más infame agitación belicosa contra Rusia y el partido católico, había hecho del Estado austríaco, por razones de índole religiosa, el punto de referencia capital de la política alemana. Por fín había llegado el momento de soportar las consecuencias de tan absurda orientación. Lo que vino, debió venir fatalmente. El error del gobierno alemán, deseando mantener la paz a toda costa, fue el de haber dejado pasar siempre el momento propicio para tomar la iniciativa, aferrado como estaba a su política aliancista con la que creía servir a la paz universal y que a la postre, la condujo únicamente a ser la víctima de una coalición mundial que, a su ansia de conservar la paz, opuso una inquebrantable decisión de ir a la guerra.

Estalló una gigantesca lucha libertaria, gigantesca como ninguna otra en la Historia. Apenas hubo comenzado la fatalidad, cundió en la gran masa del pueblo la persuasión de que esta vez no iba a tratarse de la suerte aislada de Serbia o de Austria, sino de la existencia de la nación alemana.

Dos ideas pasaron por mi mente cuando la noticia del atentado de Sarajevo se había difundido en Munich; primero, que la guerra sería al fin inevitable y segundo, que al Estado de los Habsburgo no le quedaba otro recurso que mantener en pie el pacto de alianza con Alemania, pues, lo que siempre yo más había temido era la posibilidad de que un día la misma Alemania resultase envuelta en un conflicto, quizá justamente debido a ese pacto, pero sin que Austria fuese la causante directa, de modo que el Estado austríaco, por razones de política interna, hubiese carecido de la energía suficiente para adoptar la decisión de respaldar a su aliado. La mayoría eslava del Imperio austro-hungaro hubiera comenzado inmediatamente a sabotear un propósito tal y hubiese preferido en todo caso precipitar la ruina del Estado antes que prestarle a su aliado el concurso a que se hallaba obligado. En aquella desgraciada ocasión tal peligro estaba eliminado. La vieja austria debía entrar en acción queriendo o sin quererlo.

Mi criterio personal en cuanto al conflicto era claro y sencillo: Para mí Austria no se empeñaba por obtener una satisfacción por parte de Servia, sino que al arrastrar consigo a la nación alemana la obligaba a luchar por su existencia, por su autonomía y por su porvenir. La obra de Bismarck debía ponerse a prueba: aquello que nuestros abuelos había alcanzado en las batallas de Weissenburgo, Sedán, y París a costa del heroico sacrificio de su sangre, tenía que lograrlo ahora de nuevo el joven Reich alemán. Coronada victoriosamente la lucha, nuestra nación habría vuelto a colocarse por virtud de su pujanza exterior en el círculo de las grandes potencias. Sólo entonces podría Alemania constituirse en un poderoso baluarte de la paz, sin tener que restringir a sus hijos el pan cotidiano por amor a la paz universal.

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El 3 de agosto de 1914 presenté una solicitud directa ante S.M. el Rey Luis III de Baviera, pidiéndole la gracia de ser incorporado a un regimiento bávaro. Seguramente la Cancillería del Gabinete tenía mucho que hacer en aquellos días, por eso fue mayor aun mi alegría cuando a la mañana siguiente me era dado recibir la noticia de mi admisión.

Debía, pues, comenzar para mí, como por cierto para todo alemán, la época más sublime e inolvidable de mi vida. Ahora, ante los sucesos de la gigantesca lucha, todo lo pasado debía hundirse en el seno de la nada.

Y llegó el día en que partimos de Munich rumbo al frente para cumplir con nuestro deber. Así vi por primera vez el Rhin, cuando a lo largo de su apacible corriente nos dirigíamos al Oeste a defender de la ambición del enemigo secular el río de los ríos alemanes.

Después en Flandes, marchando silenciosamente a través de una noche fría y húmeda y cuando empezaba a disiparse las primeras brumas de la mañana, recibimos de súbito el bautismo de fuego; los proyectiles – que silbaban sobre nuestras cabezas- caían en medio de nuestras filas azotando el mojado suelo. Pero antes de que la ráfaga mortífera hubiera pasado, un hurra de doscientas gargantas salió al encuentro de esos primeros mensajeros de la muerte.

Es muy posible que los voluntarios del Regimiento List aún no hubiesen aprendido a combatir, pero a morir si habían aprendido y morían como viejos soldados.

Este fue el comienzo. Y así continuó año tras año; más lo romántico de la guerra fue reemplazado por el horror de las batallas. Poco a poco decayó el entusiasmo y el terror a la muerte ahogó el júbilo exaltado de los primeros tiempos. Había llegado la época en que cada uno se debatía entre el instinto de la propia conservación y el imperativo del deber. Tampoco yo debí quedar exento de esa lucha interior. Siempre que la muerte acosaba, un algo indefinible pugnaba por rebelarse en el individuo, presentándose ante la debilidad humana como la voz de la razón y no siendo en verdad más que la tentación de la cobardía que, disfrazada así, intentaba doblegar al hombre. Pero cuanto más se empeñaba ese impulso, aconsejando rehuir el peligro y cuanto más insistentemente trataba de seducir, tanto más vigorosa era la reacción del individuo, en el que, después de larga pugna interior acababa por imponerse la conciencia del deber. Ya en el invierno 1915 – 1916 había yo definido íntimamente el problema: La entereza lo había dominado todo y así como en los primeros tiempos fui capaz de lanzarme jubiloso y riendo al asalto, ahora mi estado de ánimo era sereno y resuelto. Lo perdurable era precisamente esto. El destino podía, pues, ahora someternos a las más severas pruebas sin que nos fallasen los nervios ni perdiéramos la razón. ¡El joven voluntario se transformó en veterano!

La misma evolución se había operado en todo el ejército alemán, experimentado y recio por virtud del eterno batallar. Ahora, después de dos y tres años de lucha constante, saliendo de una batalla para entrar en otra, siempre combatiendo contra un adversario superior en número y armamentos, sufriendo hambre y soportando privaciones de todo género, había llegado la hora de probar la eficacia de aquel ejército único.

Transcurrirán milenios y jamás se podrá cantar el heroísmo sin dejar de rememorar el ejército alemán de la gran guerra. Descorriendo el velo del pasado, emergerá siempre la visión del frente férreo de los grises cascos de acero – frente inquebrantable, firme – monumento de inmortalidad. Y mientras haya alemanes, nunca olvidarán que aquellos héroes fueron hijos de la patria alemana.

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Entonces era yo soldado y no quise hacer política, pues tampoco el momento era realmente apropósito para ello. Sin embargo, no pude menos que formar criterio con respecto de ciertos hechos que afectaban a toda la nación y que particularmente debían interesarnos a nosotros los soldados.

Fue un error incalificable en los primeros días de agosto de 1914 el haber tratado de identificar al obrero alemán con el marxismo. En aquel momento el obrero alemán estaba ya desligado de las garras de esa ponzoña. Se tuvo, sin embargo, la candidez de afirmar que el marxismo se había hecho "nacional". El marxismo, cuyo supremo objetivo es y será siempre la destrucción de todo Estado nacional no judío, debió ver con horror que el mes de julio de aquel año el proletariado alemán al cual tenía cogido en su red, despertó para ponerse hora por hora, con creciente celeridad, al servicio de la patria. En pocos días quedó desvanecida toda la apariencia de ese infame engaño al pueblo y de un momento a otro la banda de dirigentes judíos vióse sola y abandonada, como si no existiera huella del absurdo y del desvarío que infiltraron en la psicología de las masas durante 60 años. Fue un instante sombrío para los defraudadores de la clase obrera del pueblo alemán; pero tan pronto como esos dirigentes se percataron del peligro que corrían, cubriéronse hasta las narices con el manto de la mentira y fingieron participar de la exaltación cívica nacional.

Había llegado el momento de arremeter contra toda la fraudulenta comunidad de estos judíos envenenadores del pueblo. El deber de un gobierno celoso de su misión, hubiera sido – al ver que el obrero alemán se sentía reincorporado a la nacionalidad – acabar despiadadamente con los agitadores que minaban la estabilidad de la nación.

Ya que en el frente de batalla rendían el tributo de su vida los mejores elementos de la patria, lo menos que en retaguardia se debía hacer era exterminar a las sabandijas venenosas.

Pero en lugar de eso fue el mismo Emperador Guillermo II quien tendió la mano a los criminales de siempre e hizo que esos pérfidos de la nación tuviesen la oportunidad de recapacitar y de cohesionarse.

Toda concepción ideológica, sea de índole religiosa o política – es difícil a veces establecer límites en esto – lucha menos en sentido negativo por la destrucción del mundo de ideas del adversario, que en sentido positivo para imponer el suyo propio. Su lucha en estas condiciones es más un ataque que una defensa. Desde luego, lleva ya ventaja por el simple hecho de precisar su objetivo que representa el triunfo de la propia idea, en tanto que en el caso contrario, sólo muy difícilmente puede determinarse a punto fijo cuando es dado considerar como cosa hecha y segura la finalidad negativa de destruir una doctrina opuesta.

Todo intento de combatir una tendencia ideológica por medio de la violencia está predestinado al fracaso, a menos que la lucha no haya asumido el carácter de agresión en pro de una nueva concepción espiritual. Sólo cuando están en abierta lucha dos ideologías, puede el recurso de la fuerza bruta, empleada con persistencia y sin contemporización alguna, lograr la decisión a favor de la parte a la cual sirve.

He aquí por qué fracasó siempre la lucha contra el marxismo. Esa fue también la razón por la que falló y debió fallar a la postre la legislación anti-socialista de Bismarck. Se carecía de la plataforma de una nueva concepción ideológica por cuyo éxito se habría podido empeñar la lucha. Pues, aquello de que la farsa de una llamada "autoridad del Estado" o el lema "tranquilidad y orden", constituían la base apropiada para impulsar ideológicamente una lucha de vida o muerte, no podía caber en la proverbial "sabiduría" de los altos funcionarios ministeriales.

En 1914 hubiera sido realmente factible una acción eficaz contra la socialdemocracia, pero la falta absoluta de un substituto práctico, hacía dudar sobre el tiempo que habría podido mantenerse la lucha.

En este orden era enorme el vacío existente.

Mucho antes de la guerra tenía yo esta opinión y por eso no pude decidirme a enrolarme en ninguno de los partidos políticos militantes. En el curso de los sucesos de la guerra se consolidó mi criterio gracias a la probada imposibilidad de empeñar resueltamente la lucha contra la socialdemocracia, lucha para la cual hubiera sido menester un movimiento de opinión que fuese algo más que un simple partido "parlamentario".

Ante mis camaradas íntimos expuse claramente mi modo de pensar sobre esta cuestión. Por primera vez surgió entonces en mi mente la idea de que un día me ocuparía tal vez de política. Y este fue justamente el motivo por el cual yo reiteraba en el pequeño círculo de mis amigos el propósito de que, pasada la guerra, actuaría como orador político, sin perjuicio de atender a mi trabajo profesional.

CAPÍTULO SEXTO
Propaganda de guerra

Habituado a seguir con marcada atención el curso de los acontecimientos políticos, la actividad de la propaganda me había interesado siempre;lo veia extraordinario. Veía en ella un instrumento que justamente las organizaciones marxistas y socialistas dominaban y empleaban con maestría. Pronto debí darme cuenta de que la conveniente aplicación de recurso de la propaganda constituía realmente un arte, casi desconocido para los partidos burgueses de entonces. El movimiento cristiano-social, especialmente en la época de Lueger, fue el único capaz de servirse de ese instrumento con una cierta virtuosidad, lo cual le valió muchos de sus éxitos.

Durante la gran guerra empezó a observarse a qué enormes resultados podía conducir la acción de una propaganda bien llevada. Aquello que nosotros habíamos descuidado, lo supo explotar el adversario con increíble habilidad y con un sentido de cálculo verdaderamente genial. Par mi vida política fue una gran enseñanza la propaganda de guerra del enemigo.

¿Existió en realidad una propaganda alemana de guerra?

Sensiblemente debo responder que no. Todo lo que se había hecho en este orden fue tan deficiente y erróneo desde un principio que no reportaba provecho alguno y que a veces llegaba a resultar incluso contraproducente.

Deficiente en la forma, psicológicamente errada en su carácter. Tal es la conclusión a que se llega examinando con detenimiento la propaganda alemana de guerra.

La propaganda es un medio y debe ser considerada desde el punto de vista del objetivo al cual sirve. Su forma, en consecuencia, tienen que estar acondicionada de modo que apoye al objetivo perseguido. La finalidad por la cual habíamos luchado en la guerra fue la más sublime y magna de cuantas se puede imaginar para el hombre. Se trataba de la libertad y de la independencia de nuestro pueblo, se trataba de asegurar nuestra subsistencia en el porvenir – se trataba del honor de la nación. El pueblo alemán luchó por el derecho a una humana existencia, y apoyar esa lucha debió haber sido el objetivo de nuestra propaganda de guerra.

En el momento en que los pueblos de este planeta luchan por su existencia, es decir, cuando se les hace inminente el problema decisivo del ser o no ser, quedan reducidas a la nada las consideraciones humanitaristas o estéticas. Por lo que al humanismo respecta, ya Moltke dijo que, en la guerra, radicaba en la celeridad del procedimiento, es decir, que el humanitarismo suponía en consecuencia el empleo de los medios de lucha más eficaces, según eso, las armas más crueles eran humanitarias, si es que aceleraban la consecución de la victoria y sólo eran buenos aquellos métodos capaces de contribuir a asegurarle a la nación la dignidad de su autonomía.

En una lucha tal, de vida o muerte, debió haber sido ésta la única orientación posible para la propaganda de guerra. Si de eso se hubiesen percatado las autoridades llamadas responsables, jamás se habría podido caer en la inseguridad de la forma y modo de empleo de aquel recurso, que también es un arma y un arma verdaderamente terrible, en manos de quien sabe servirse de ella.

Toda acción de propaganda tiene que ser necesariamente popular y adaptar su nivel intelectual a la capacidad receptiva del más limitado de aquellos a los cuales está destinada. De ahí que su grado netamente intelectual deberá regularse tanto más hacia abajo, cuanto más grande sea el conjunto de la masa humana que ha de abarcarse. Mas cuando se trata de atraer hacia el radio de influencia de la propaganda a toda una nación, como exigen las circunstancias en el caso del sostenimiento de una guerra, nunca se podrá ser lo suficientemente prudente en lo que concierte a cuidar que las formas intelectuales de la propaganda sean, en lo posible, simples.

La capacidad de asimilación de la gran masa es sumamente limitada y no menos pequeña su facultad de comprensión, en cambio es enorme su falta de memoria. Teniendo en cuenta estos antecedentes, toda propaganda eficaz debe concretarse sólo a muy pocos puntos y saberlos explotar como apotegmas hasta que el último hijo del pueblo pueda formarse una idea de aquello que se persigue. En el momento en que la propaganda sacrifique ese principio o quiera hacerse múltiple, quedará debilitada su eficacia por la sencilla razón de que la masa no es capaz de retener ni asimilar todo lo que se le ofrece. Y con esto sufre detrimento el éxito, para acabar a la larga por ser completamente nulo.

Fue un error fundamental poner en ridículo al adversario, como lo hacía la propaganda de las hojas humorísticas de Austria y Alemania; error fundamental, porque el individuo al verse, cuando llegaba el momento, cara a cara con el enemigo, cambiaba por completo de convicción, lo cual por cierto debió traer muy graves consecuencias. Bajo la impresión inmediata de la resistencia que oponía el adversario, el soldado alemán se sintió defraudado por aquellos que hasta entonces habían ilustrado su criterio, y en lugar de experimentar una reacción de mayor espíritu combativo o por lo menos una consolidación del mismo, se produjo el fenómeno contrario; sobreviniendo un momentáneo desaliento.

Opuestamente a esto, la propaganda de guerra de los ingleses y de los americanos era psicológicamente adecuada porque al pintar a los alemanes como a bárbaros, como si fuesen los hunos, predisponían a sus soldados a los horrores de la guerra y contribuían así a ahorrarles decepciones. El arma más temeraria que hubiese podido emplearse contra ellos no les debía entonces parecer más que una comprobación de lo ya oído, acrecentándose de este modo su fe en la rectitud de las apreciaciones de su gobierno y ahondando por otra parte su furor y su odio contra el enemigo maldito.

Así fue como el soldado inglés jamás tuvo la impresión de haber sido falsamente informado desde su país, muy al contrario de lo que sensiblemente ocurría con el soldado alemán, que acabó por rechazar en general como "embustes" las informaciones que recibía desde retaguardia.

La finalidad de la propaganda no consiste en compulsar los derechos de los demás, sino en subrayar con exclusividad el propio, que es el objeto de esa propaganda. Error capital fue el de discutir la cuestión de la culpabilidad de la guerra considerando que no sólo Alemania era la responsable del estallido de la catástrofe. Mejor se habría obrado imputando totalmente la culpa al enemigo, aún en el caso de que Alemania hubiese sido verdaderamente culpable lo cual, en realidad, no era cierto.

La masa del pueblo es incapaz de distinguir dónde acaba la injusticia de los demás y dónde comienza la suya propia.

La gran mayoría del pueblo es, por naturaleza y criterio, de índole tan femenina, que su modo de pensar y obrar se subordina más a la sensibilidad anímica que a la reflexión. Esa sensibilidad no es complicada, por el contrario es muy simple y rotunda. Para ella no existen muchas diferenciaciones, sino un extremo positivo y otro negativo: amor u odio, justicia o injusticia, verdad o mentira, pero jamás estados intermedios.

Todo esto lo supo comprender y tomar en cuenta en forma realmente genial la propaganda inglesa. Allá no había en efecto razones de dos filos que condujesen a la duda. Una prueba del admirable conocimiento de la emotividad primitiva de la gran masa constituía su propaganda de las "atrocidades alemanas" perfectamente adaptada a las circunstancias y que aseguró, en forma tan inescrupulosa como genial, las condiciones necesarias para el mantenimiento de la moral en el teatro de la guerra, aún en el caso de las mayores derrotas. Otra prueba de la propaganda inglesa en este orden era la contundente sindicación que se hacía del enemigo alemán considerándole como el único culpable del estallido de la guerra. Una mentira que, sólo gracias a la parcializada e impúdica persistencia con que era difundida, pudo adaptarse al sentir apasionado y siempre extremista de las muchedumbres y por eso mereció su crédito.

La variación en la propaganda no debe alterar jamás el sentido de aquello que es el objeto de esa propaganda, sino que desde el principio hasta el fin, debe significar siempre lo mismo. Puede el motivo en cuestión ser considerado desde puntos de vista diferentes, mas es condición esencial que toda exposición entrañe en resumen, invariablemente, la misma fórmula. Sólo de esta suerte es posible hacer que la propaganda sea eficaz y uniforme.

El éxito de toda "réclame", sea en el campo del comercio o en el de la política, supone una acción perseverante y la constante uniformidad de su aplicación. Al cabo de cuatro años y medio estalló en Alemania una revolución cuyo lema provenía de la propaganda de guerra enemiga.

Inglaterra se había percatado de algo más al considerar que el éxito del arma espiritual de la propaganda, dependía de la magnitud de su empleo y que ese éxito compensaba plenamente todo esfuerzo económico.

La propaganda era considerada allí como un arma de primer orden, en tanto que entre nosotros no significaba otra cosa que el último mendrugo para políticos sin situación o bien la posibilidad de un puestecillo de retaguardia para héroes modestos.

Por eso, en conjunto, el resultado de la propaganda alemana de guerra fue igual a cero.




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CAPÍTULO SEPTIMO
La revolución

En el verano de 1915 cayeron sobre nuestras líneas los primeros manifiestos lanzados por aviadores enemigos.

A parte de algunas variaciones en la forma de su redacción, el contenido era siempre el mismo: que la miseria en Alemania aumentaba a diario; que la guerra duraría indefinidamente y que las posibilidades del triunfo para Alemania eran cada vez menores; que el pueblo alemán anhelaba por eso la paz, siendo sólo el "militarismo" y el "Kaiser" los que se oponían a ello; que el mundo entero, bien informado de estos antecedentes, no hacía la guerra propiamente contra el pueblo alemán, sino exclusivamente contra el único culpable: el Emperador Guillermo II; que la lucha no terminaría hasta que este enemigo de la humanidad pacífica hubiera sido eliminado, pero que las naciones libres y democráticas acogerían, después de la guerra, al pueblo alemán en el seno de la Liga de la paz mundial, al cual quedaría asegurada en el momento en que el "militarismo" prusiano fuera destruido, etc, etc.

En general tales experimentos provocaban por entonces sólo hilaridad entre nosotros.

Pronto debió llamarnos especialmente la atención uno de los aspectos de esa propaganda. Era el hecho de que en cada sector del frente donde actuaban bávaros, los volantes enemigos instigaban sistemáticamente contra Prusia, afirmando, por una parte, que Prusia era la única culpable y responsable de la guerra, y por otra, que contra Baviera precisamente no existía la más mínima animadversión; pero que, claro, era imposible prestarle ayuda, mientras estuviese al servicio del militarismo prusiano, sacando para este las castañas del fuego.

Ya en 1915 comenzó a producir ciertos resultados esa forma de influenciación. La excitación contra Prusia se hizo visible entre la tropa, sin que desde las esferas comandantes se dejase sentir una contracción eficaz.

A partir de 1916 la propaganda enemiga obtuvo éxitos manifiestos; asimismo las cartas quejumbrosas que venían desde los hogares, hacía tiempo que surtían su efecto.

Sugestivas revelaciones hiciéronse notorias desde aquel año. Los combatientes protestaban y "refunfuñaban", mostraban su descontento sobre muchos aspectos y hasta se exacerbaban con razón. Mientras ellos en el frente sufrían hambre y privaciones y los suyos en el hogar soportaban todo género de miserias, en otras partes reinaba la abundancia y la disipación. Evidentemente que incluso en el mismo teatro de operaciones no todo andaba en orden. Pero con todo, estas cosas no dejaban de ser cuestiones de orden "interno". El mismo soldado que minutos antes vituperaba y gruñía, cumplía luego silenciosamente su deber, y la misma compañía que había mostrado su descontento, aferrábase después a la trinchera que tenía que defender, como si el futuro de Alemania hubiese dependido de aquellos cien metros de barrosas zanjas. ¡Ese era todavía el frente del viejo y glorioso ejército de héroes!

Los últimos días de septiembre de 1916 mi división entró a actuar en la batalla del Somme. Para nosotros fue esta la primera de las monstruosas batallas de material que debieron seguir y cuya impresión muy difícilmente se puede describir – aquello era más infierno que guerra.

El 7 de octubre caí herido.

Habían transcurrido dos años desde la última vez que estuve en la patria, un lapso infinitamente largo bajo los rigores de la guerra. A medida que nuestro tren se aproximaba a la frontera cada uno de nosotros sentía una profunda inquietud interior.

Fui enviado al hospital militar de Beelitz, cerca de Berlín, ¡Qué cambio! Del barro de la batalla del Somme a las blancas camas de aquel maravilloso edificio.

Desgraciadamente este ambiente debió serme también nuevo en otro sentido. El espíritu inquebrantable del ejército en el frente parecía no tener ya cabida allí. En este lugar oí por primera vez algo que se desconocía en el frente: la ponderación de la propia cobardía.

Restablecido, en cuanto pude caminar, se me dio permiso para trasladarme a Berlín. Pobreza amarga se revelaba en todas partes. La ciudad de los millones padecía hambre. Dominaba el descontento. En los sitios frecuentados por soldados el estado de ánimo era parecido al que reinaba en el hospital. Se recibía la impresión de que aquellos elementos buscaban deliberadamente esos lugares para propagar su pesimismo.

Aún mucho más decepcionantes eran las circunstancias de Munich. Creí no volver a reconocer aquella ciudad cuando después de abandonar el hospital de Beelitz, fui allí destinado a un batallón de reserva. Por doquier: malhumor, decaimiento, vituperios. Hasta en el mismo batallón se notaba una depresión profunda. Contribuía a ello el trato demasiado torpe que se daba a los evacuados por parte de viejos oficiales instructores, que jamás habían estado en el frente y que por lo mismo sólo muy relativamente eran capaces de armonizar con los combatientes veteranos, que poseían ciertas particularidades adquiridas durante su permanencia en el teatro de la guerra, que resultaban incompresibles para los jefes de la tropa de reserva. Contrariamente, era natural que el oficial venido del frente mereciese por parte de esa tropa mayor respeto que un comandante de etapas. Pero aún prescindiendo de todo esto, el estado general de ánimo era miserable: el emboscarse se consideraba casi como una prueba de inteligencia superior, en cambio, la firme lealtad como una característica de debilidad moral o de estupidez. Las oficinas estaban ocupadas por elementos judíos; casi todo amanuense era un judío y todo judío un amanuense. Me asombraba ver aquí tantos "combatientes" del pueblo elegido y no podía menos que comparar su número con los escasos representantes que de ellos había en el frente.

En el aspecto económico, la situación era todavía peor, pues ahí es donde el elemento judío había llegado a hacerse realmente "indispensable".

Mientras el judío esquilmaba a toda la nación y la sojuzgaba, agitábase al pueblo bávaro contra los "prusianos". Yo veía en esa agitación la más genial artimaña del judío para desviar la atención general concentrada sobre su persona.

La maldita discordia existente entre los Estados federales del Reich se me había hecho insoportable y me sentía dichoso ante la idea de volver al frente de batalla, para lo cual ya al llegar a Munich había presentado mi solicitud.

A principios de marzo de 1917 me encontraba nuevamente en mi regimiento.

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La depresión reinante en el ejército parecía haber alcanzado su punto culminante a fines de 1917. Después del desastre ruso, todo el ejército cobró nuevos bríos y nuevas esperanzas; pero ante todo la derrota italiana ocurrida en el otoño de ese año, provocó un maravilloso efecto, pues en esa victoria nuestra, pudo verse una prueba de la posibilidad de romper también la resistencia enemiga no sólo en el frente ruso. Otra vez una fe grandiosa invadió los corazones de millones de hombres y así, llenos de confianza, esperábamos la primavera de 1918.

Pero mientras en el teatro de operaciones se hacían los últimos preparativos para poner término a la eterna lucha; mientras inacabables convoyes, transportando hombres y material bélico, se dirigían hacia el frente occidental y cuando, en fin, las tropas recibían instrucciones para la gran ofensiva, debió producirse en Alemania la mayor de las iniquidades de toda la guerra.

¡Se había organizado la huelga de municiones!

Cierto es que esta huelga no alcanzó el éxito anhelado, al tratarse del encarecimiento de elementos bélicos en el frente, porque estalló prematuramente, de suerte que la falta de municiones no fue tan grande como para poder llevar al ejército a la ruina tal como lo previera el plan de los organizadores. Mucho más desastroso, en cambio, fue el efecto moral que causó.

Había que preguntarse, primero: ¿Por qué el ejército seguía luchando si es que el pueblo mismo no quería la victoria? ¿A qué conducían entonces los enormes sacrificios y las privaciones? El soldado peleaba por la victoria, y el país le oponía la huelga. Y segundo: ¿Cuál fue la impresión producida en el ánimo del enemigo?

En el invierto de 1917-1918 aparecieron por primera vez nubarrones en el firmamento del mundo aliado. El miedo, el horror, se había infiltrado en el ánimo de los combatientes adversarios, fanáticamente convencidos hasta aquel momento. Se temía la primavera venidera. Porque si hasta aquel momento no se había conseguido romper la resistencia alemana concentrada sólo parcialmente en el frente occidental, ¿cómo contar con la victoria ahora que parecía acumularse para la ofensiva en ese frente, toda la energía guerrera de la nación asombrosamente heroica?

En tales circunstancias estalló la guerra en alemanía.

El mundo quedó estupefacto en el primer momento, pero en seguida, como librándose de una pesadilla, la propaganda anti-alemana se lanzó a explotar aquella ventaja en la hora suprema. Súbitamente se había encontrado el recurso capaz de levantar el ánimo deprimido de las tropas aliadas. De nada les servirá a los alemanes –se decía- obtener cuantas victorias quiera, puesto que en su país no habrá de ser el ejército vencedor quien haga su entrada triunfal, sino la revolución

Esta es la creencia que comenzó a inculcar en el alma de sus lectores la prensa inglesa, francesa y americana, mientras la acción de una habilísima propaganda levantaba la moral de las tropas en el frente.

Este fue el resultado de la huelga de municiones que, en los pueblos enemigos, reconfortó la fe en la victoria eliminando a su vez la desesperación enervante que cundía en el frente aliado y haciendo, en consecuencia, que miles de soldados alemanes tuvieran que pagar aquel error del pueblo con el tributo de su sangre. Los promotores de tan infame huelga fueron luego nada menos que los aspirantes a los más altos cargos públicos en la inmediata Alemania de la revolución.

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Había tenido la suerte de poder tomar parte en las dos primeras y en la última de las ofensivas del ejército en el frente occidental.

De ellas conservo las más hondas impresiones de mi vida, hondas precisamente porque en 1918 por última vez la lucha perdía su carácter defensivo para trocarse en acción de ataque, como al comienzo de la guerra en 1914.

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En el verano de 1918 notábase una pesada atmósfera en todo el frente. La discordia reinaba en la patria. ¿Y por qué? Múltiples rumores circulaban en los diversos sectores de las tropas del ejército en campaña. Se decía que ya la guerra no tenía más perspectivas y que sólo los locos podían confiar todavía en la victoria; que el pueblo alemán no tenía ya interés en mantener la resistencia y que únicamente los capitalistas y la monarquía estaban interesados en ello. Todo esto venía desde la patria y era comentado en el frente.

Al principio los combatientes reaccionaron aunque débilmente ante aquella propaganda. ¿Qué nos importaba el sufragio universal? ¿Acaso para eso habíamos luchado durante cuatro largos años?.

Los probados elementos del frente de batalla eran muy poco susceptibles de adaptarse a la nueva finalidad de guerra que predicaban los señores Ebert, Scheidemann, Barth, Liebknecht y otros. No podía comprenderse cómo de un momento a otro los emboscados resultaban con derecho a atribuirse, por encima del ejército, la hegemonía del Estado.

Mi punto de vista personal fue firme desde el primer momento; odiaba profundamente a toda esa caterva de miserables y defraudadores políticos partidistas. Hacía mucho tiempo que veía claramente que la obra de esa camada de individuos no buscaba en realidad el bienestar de la nación, sino simplemente el propósito de llenar sus bolsillos vacíos. Y el hecho de que ellos fuesen capaces de sacrificar a todo el pueblo y si era necesario llevar también a Alemania a la ruina, hizo que los considerase ya desde entonces, maduros para la horca. Ceder ante sus deseos implicaba sacrificar los intereses del pueblo trabajador en provecho de un grupo de timadores, y satisfacerlos, sólo era posible al precio de renunciar a Alemania. Así pensaba – como yo- la gran mayoría del ejército en campaña.

En agosto y septiembre aumentaron rápidamente los síntomas de disociación, a pesar de que el efecto de la ofensiva enemiga no podía compararse jamás con el horror de las batallas de nuestra acción defensiva de otros tiempos. Las batallas del Somme y de Flandes han quedado en este orden como algo sin precedentes para la posteridad.

A fines de septiembre, mi división volvió a ocupar por tercera vez las mismas posiciones que otrora asaltáramos con nuestros jóvenes regimientos de voluntarios.

¡Qué de recuerdos!

Ahora, en el otoño de 1918, los hombres habían cambiado: se hacía política entre la tropa. El veneno que venía de la retaguardia, comenzó a hacer también aquí, como en todas partes, su ponzoñoso efecto. Las nuevas reservas fracasaron completamente - ¡venían de la retaguardia!

En la noche del 13 al 14 de octubre los ingleses empezaron a lanzar granadas de gas en el frente sur del sector Ypres. Empleaban el gas "cruz amarilla" cuyos efectos no nos eran todavía conocidos por propia experiencia. Yo debí, pues, aquella noche experimentarlos también. Hacía la media noche ya una parte de nuestra tropa quedó inutilizada y algunos camaradas malogrados para siempre. Al amanecer, también yo fui presa de terribles dolores que de cuarto en cuarto de hora se hacían más intensos. A las 7 de la mañana, tropezando y tambaleándome me dirigía hacia la retaguardia llevando aun mi último parte de guerra del campo de batalla.

Algunas horas más tarde mis ojos estaban convertidos en ascuas y las tinieblas dominaban en torno mío.

En estas condiciones se me trasladó al hospital de Pasewalk, en Pomeramia, donde debía pasar la época de la revolución.

Rumores desfavorables venían a menudo desde los círculos de la marina, donde se decía que fermentaban los ánimos. Pero todo esto me parecía ser más el producto de la fantasía de unos cuantos, que un asunto de trascendencia. Bien es cierto que en el hospital mismo todo el mundo hablaba de una ansiada pronta conclusión de la guerra, pero nadie imaginaba que esa conclusión habría de producirse de improviso. Yo estaba imposibilitado de leer periódicos.

En el mes de noviembre aumentó la efervescencia general.

Y un día la catástrofe irrumpió bruscamente. Los marinos llegaron en camiones, proclamando la revolución. Unos cuantos mozalbetes judíos, eran los cabecillas de esta lucha por la "libertad, la belleza y la dignidad" de la existencia de nuestro pueblo. ¡Ni uno solo de ellos había estado en la línea de fuego!

Mi salud había experimentado mejoría en la última temporada. El dolor punzante en las cavidades de los ojos fue desapareciendo y poco a poco puede volver a distinguir vagamente los contornos de los objetos. Me alentaba la confianza de recobrar la vista, pensando que por lo menos quedaría habilitado para ejercer alguna profesión. Naturalmente había perdido la esperanza de poder algún día volver a dibujar como en los años de mi juventud. Estaba, pues, en vías de restablecimiento cuando ocurrió aquello tan horrible.

El 10 de noviembre vino el Pastor del Hospital para dirigirnos algunas palabras; fue entonces cuando lo supimos todo. El venerable anciano parecía temblar intensamente al comunicarnos que la Casa de los Hohenzollern había dejado de llevar la corona imperial alemana y que el Reich se había erigido en "república". Pero cuando él siguió informándonos que nos habíamos visto obligados a dar término a la larga contienda, que nuestra patria, por haber perdido la guerra y estar ahora a la merced del vencedor, quedaba expuesta en el futuro a graves humillaciones; que el armisticio debía ser aceptado confiando en la generosidad de nuestros enemigos de antes, entonces no pude más. Mis ojos se nublaron y a tientas regresé a la sala de enfermos, donde me dejé caer sobre mi lecho, ocultando mi confundida cabeza entre las almohadas.

Desde el día en que me vi ante la tumba de mi madre, no había llorado jamás. Cuando en mi juventud el destino me golpeaba despiadadamente, mi espíritu se reconfortaba; cuando en los largos años de la guerra, la muerte arrebataba de mi lado a compañeros y camaradas queridos, habría parecido casi un pecado el sollozar ¡morían por Alemanía! Y cuando finalmente, en los últimos días de la terrible contienda, el gas deslizándose imperceptiblemente, comenzara a corroer mis ojos y yo, ante la horrible idea de perder para siempre la vista, estuviera a punto de desesperar –la voz de la conciencia clamó en mí: ¡Infeliz! ¿llorar mientras miles de camaradas sufren cien veces más que tú? Y mudo soporté mi destino. Pero ahora era diferente, porque ¡todo sufrimiento material desaparecía ante la desgracia de la patria!

Todo había sido, pues, inútil; en vano todos los sacrificios y todas las privaciones; inútiles los tormentos del hambre y de la sed, durante meses interminables; inútiles también todas aquellas horas en que, entre las garras de la muerte, cumplíamos, a pesar de todo, nuestro deber; infructuoso, en fin, el sacrificio de dos millones de vidas. ¿Acaso habían muerto para eso los soldados de agosto y septiembre de 1914 y luego seguido su ejemplo, en aquel mismo otoño, los bravos regimientos de jóvenes voluntarios? ¿Acaso para eso cayeron en la tierra de Flandes aquellos muchachos de 17 años? ¿Pudo haber sido la razón de ser del sacrificio ofrendado a la patria por las madres alemanas, cuando con el corazón sangrante despedían a sus más queridos hijos, para jamás volverlos a ver? ¿Debió suceder todo esto para que ahora un montón de miserables se apoderase de la patria?

Cuanto más me empeñaba, en aquella hora, por encontrar una explicación para el fenómeno operado, tanto más me ruborizaban la vergüenza y la indignación. ¿Qué significaba para mí todo el tormento físico en comparación de la tragedia nacional?

Los que siguieron fueron días de horrible incertidumbre y noches peores todavía –sabía que todo estaba perdido. Confiar en la generosidad del enemigo podía ser solamente cosa de locos o bien de embusteros o criminales. Durante aquellas vigilias germinó en mí el odio contra los promotores del desastre.

Guillermo II había sido el primero que, como emperador alemán, tendiera la mano conciliadora a los dirigentes del marxismo, sin darse cuenta de que los villanos no saben del honor. Mientras en su diestra tenían la mano del Emperador con la izquierda buscaban el puñal.

Con los judíos no caben compromisos; para tratar con ellos no hay sino un "sí" o un "no" rotundos.

¡Había decidido dedicarme a la política!




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CAPÍTULO OCTAVO
La iniciación de mi actividad política

A fines de noviembre de 1918 me trasladé a Munich para incorporarme de nuevo al batallón de reserva de mi regimiento, que ahora estaba sometido al "Consejo de soldados". Allí el ambiente me fue tan repugnante que opté por retirarme cuanto antes. En compañía de un leal camarada de guerra, Schmiedt Ernst, fui a Trauenstein y permanecí allí hasta la disolución del campamento.

En marzo de 1919 volvimos a Munich.

La situación en esta ciudad se había hecho insostenible y tendía irresistiblemente a la prosecución del movimiento revolucionario. La muerte de Eisner precipitó los acontecimientos y acabó por establecerse una pasajera dictadura soviética, mejor dicho una hegemonía judaica, tal como la habían soñado, en sus orígenes, los promotores de la revolución

Durante esta época infinidad de planes pasaron por mi mente.

En el curso de la nueva dictadura muy pronto mi actuación me valió la mala voluntad del Consejo Central. En efecto, en la mañana del 27 de abril de 1919 debí ser apresado, pero los tres sujetos encargados de cumplir la orden no tuvieron suficiente valor ante mi carabina preparada, y se marcharon como habían venido.

Pocos días después de la liberación de Munich fui destinado a la comisión investigadora de los sucesos revolucionarios del regimiento 2 de infantería.

Esta fue mi primera actuación de carácter más o menos político.

Algunas semanas más tarde, recibí la orden de tomar parte en un curso para los componentes de la institución armada. En este curso el soldado debía adquirir ciertos fundamentos inherentes a la concepción ciudadana. Para mí tuvo esta organización la importancia de brindarme la oportunidad de conocer a algunos camaradas que pensaban como yo y con los cuales pude cambiar detenidamente ideas sobre la situación reinante. Todos sin excepción participábamos del firme convencimiento de que no serían los partidos del crimen novembrino, es decir, el partido del Centro y el socialdemócrata los que salvarían a Alemania de la ruina inminente; por otra parte sabíamos también que las llamadas asociaciones "burgo-nacionales" jamás serían capaces de reparar, aún animadas de la mejor voluntad, lo ya sucedido.

De ahí que en nuestro pequeño círculo surgiese la idea de formar un nuevo partido. Los principios que entonces nos inspiraron fueron los mismos que más tarde iban a aplicarse prácticamente en la organización del "Partido Obrero Alemán". El nombre del movimiento que se iba a crear debía ofrecer desde un principio la posibilidad de acercamiento a la gran masa, pues faltando esta condición, toda labor resultaría infructuosa y sin objeto. Así es como nos vino a la mente el nombre de "partido social-revolucionario" y esto porque las tendencias de la nueva organización significaban realmente una revolución social.

La causa fundamental radicaba sin embargo en lo siguiente:

Si bien ya en otros tiempos me había ocupado del estudio de problemas económicos, mi interés por estos quedó circunscrito sólo a los límites que corresponden al análisis de la cuestión social en sí. Poco después se amplió este marco gracias al examen que hice de la política aliancista del Reich que, en buena parte, era el resultado de una errónea apreciación de la económica nacional, así como de la falta de un cálculo claro sobre las posibles condiciones básicas de la subsistencia del pueblo alemán en el futuro. Todas estas ideas descansaban sobre el criterio de que en todo caso el capital no era más que el resultado del trabajo y que por eso éste se hallaba sometido, como el trabajo mismo, a las fluctuaciones de todos aquellos factores que fomentan o dificultan la actividad humana. Pensábase que justamente en esto estribaba la importancia nacional del capital el cual, a su vez, dependía tan enteramente de la grandeza, de la autonomía y del poder del Estado, es decir, de la nación, que esa sola subordinación del capital a un Estado soberano y libre, obligaría al capital a actuar por su parte a favor de esa soberanía, poder, capacidad, etc., de la nación.

Bajo estas condiciones era relativamente sencilla y fácil la misión del Estado con respecto al capital: se debía cuidar únicamente de que éste se mantuviera al servicio del Estado y no pretendiese convertirse en el amo de la nación. Este modo de pensar podía circunscribirse entre dos límites; por una parte fomentar una economía nacional, vital y autónoma y por otra garantizar los derechos sociales del obrero.

Al principio no había podido yo distinguir con la claridad deseada la diferencia existente entre el capital propiamente dicho, resultado del trabajo productivo, y aquel capital cuya existencia y naturaleza descansan exclusivamente en la especulación. Me hacía falta, pues, una sugestión inicial que aún no había llegado hasta mí.

Esta sugestión la recibí al fin y muy amplia, gracias a uno de los varios conferenciantes que actuaron en el ya mencionado curso del regimiento 2 de infantería: Gottfried Feder.

Después de escuchar la primera conferencia de Feder, quedé convencido de haber encontrado la clave de una de las premisas esenciales para la fundación de un nuevo partido.

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En mi concepto, el mérito de Feder consistía en haber sabido precisar rotundamente el carácter tanto especulativo como económico del capital bancario y el de la Bolsa, y de haber, a su vez puesto en descubierto la eterna condición de su razón de ser: el interés porcentual. Las exposiciones de Feder eran tan ajustadas a la verdad en los problemas fundamentales, que sus críticos impugnaban menos la exactitud teórica de la idea, que la posibilidad de su aplicación teórica.

No es tarea del teorizante establecer el grado posible de realización de una idea, sino saber exponer esta misma idea; es decir que el teorizante tiene que preocuparse menos del camino a seguir que de la finalidad perseguida. Lo decisivo es, pues, la exactitud de una idea en principio y no la dificultad que ofrezca su realización. El teorizante de un movimiento ideológico puntualiza la finalidad de éste; el político aspira a realizarla. El primero se subordina en su modo de pensar a la verdad eterna, en tanto que el segundo somete su manera de obrar a la realidad práctica. En la primera conferencia de Gottfried Feder sobre la "abolición de la esclavitud del interés" me di cuenta inmediatamente de que se trataba de una verdad teórica de trascendental importancia para el futuro del pueblo alemán. La separación radical entre el capital bursátil y la economía nacional, ofrecía la posibilidad de oponerse a la internacionalización de la economía alemana, sin comprometer al mismo tiempo, en la lucha contra el capital, la base de una autónoma conservación nacional. Yo presentía demasiado claro el desarrollo de Alemania, para no saber que la lucha más intensa no debía ya dirigirse contra los pueblos enemigos, sino contra el capital internacional. En las palabras de Feder descubrí un lema grandioso para esa lucha del porvenir. El curso de acontecimientos ulteriores debió encargarse de probarnos cuán cierta fue nuestra previsión de aquel tiempo. Los iluminados entre nuestros políticos burgueses ya han dejado de burlarse de nosotros; ellos mismos ven hoy –siempre que no se trate de deliberados falseadores de la verdad- que el capitalismo internacional de la Bolsa no sólo fue el mayor instigador de la guerra, sino que también ahora, en la post-guerra, no cesa en su empeño de hacer de la paz un infierno.

Para mí y para todos los verdaderos nacionalsocialistas no existe más que una doctrina: la de nacionalidad y patria.

El objetivo por el cual tenemos que luchar es el de asegurar la existencia y el incremento de nuestra raza y de nuestro pueblo; el sustento de sus hijos y la conservación de la pureza de su sangre; la libertad y la independencia de la patria, para que nuestro pueblo pueda llegar a cumplir la misión que el Supremo Creador le tiene reservada.

Nuevamente comencé a asimilar conocimientos y llegué a penetrar el contenido de la obra del judío Karl Marx en el curso de su vida. Su libro "El Capital" empezó a hacérseme comprensible y asimismo, la lucha de la socialdemocracia contra la economía nacional, lucha que no persigue otro objetivo que preparar el terreno para la hegemonía del capitalismo internacional.

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Aún en otro sentido fueron estos cursos de gran trascendencia para mí.

Cierto día tomé parte en la discusión, refutando a uno de los concurrentes que se creyó obligado a argumentar largamente a favor de los judíos. La gran mayoría de los miembros presentes del curso aprobó mi punto de vista. El resultado fue que días después se me destinó a un regimiento de guarnición de Munich con el carácter de "oficial instructor".

La disciplina de la tropa en aquel tiempo dejaba aún mucho que desear. Se dejaban sentir todavía las consecuencias de la época de desmoralización del "Consejo de soldados". Sólo paulatina y cuidadosamente se podía volver a inculcar disciplina militar y subordinación, en lugar de "voluntaria" obediencia –como graciosamente se solía llamar en la época de pocilga de Kurt Eisner, La tropa debía aprender a pensar y sentir nacional y patrióticamente. Tal era la orientación en mi nuevo campo de actividad. Comencé mi labor con entusiasmo y cariño.

Y tuve éxito: en el curso de mis conferencias, pude volver a inducir por el camino de su pueblo y de su patria, a muchos cientos, quizá miles de camaradas. "Nacionalicé" la tropa y así me fue dado consolidar en general el espíritu de disciplina. También aquí tuve un grupo de camaradas adictos a mis ideas que más tarde debieron ayudarme a cimentar las bases del nuevo movimiento.




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CAPÍTULO NOVENO
El partido obrero alemán

Cierto día recibí de mi superior la orden de investigar la realidad del funcionamiento de una organización de apariencia política que, bajo el nombre de "Partido Obrero Alemán", tenía el propósito de celebrar una asamblea en aquellos días inmediatos y en la cual iba a hablar Gottfried Feder. Se me dijo que yo debía constituirme allí, para después dar un informe acerca de aquella organización.

Más que explicable era la curiosidad que en el ejército se sentía entonces por todo lo relacionado con los partidos políticos. La revolución le había concedido al soldado el derecho a actuar en política, derecho del cual se servían en mayor escala precisamente los menos expertos. Tan pronto como el partido del Centro y la Socialdemocracia llegaron a darse cuenta, con profundo pesar suyo por cierto, de que las simpatías del soldado, alejándose de los partidos revolucionarios, comenzaban a inclinarse hacia el movimiento de restauración nacional, surgió para ellos la conveniencia de abrogar ese derecho y prohibirle a la tropa toda actividad política.

La burguesía, realmente afectada de debilidad senil, creía en serio que el ejército volvería a ser lo que fue, esto es, un baluarte de la capacidad defensiva alemana, en tanto que el partido del Centro y el marxismo pensaban que era preciso romper al ejército el peligroso diente del "veneno nacional". Empero, un ejército falto de espíritu nacional, queda eternamente reducido a la condición de una fuerza de policía que no representa una tropa capaz de enfrentarse con el enemigo.

Me decidí pues a visitar la ya mencionada asamblea del "Partido Obrero Alemán", que hasta entonces me era totalmente desconocido.

Cuando Feder concluyó su conferencia en la asamblea, yo ya había observado bastante y me disponía a marcharme, pero en esto me indujo a quedarme el anuncio de que habría tribuna libre. Al principio la discusión parecía sin importancia, hasta que de pronto un "profesor" tomó la palabra para criticar los fundamentos de la tesis de Feder, acabando –después de una enérgica réplica de Feder- por situarse en el "terreno de las realidades" y recomendar encarecidamente al nuevo partido, como punto capital de su programa, la lucha de Baviera para su "separación" de Prusia. Con desvergonzado aplomo afirmaba aquel hombre que en tales circunstancias la parte germana de Austria se adheriría inmediatamente a Baviera; que las condiciones de paz impuestas por los Aliados serían mejores y otros absurdos más. No pude por menos de tomar también la palabra para dejarle oír al "sesudo" profesor mi opinión sobre este punto, con el resultado de que antes de que yo concluyese de hablar, mi interlocutor abandonó el local como perro escaldado que huye del agua fría.

No había aún transcurrido una semana cuando con gran sorpresa mía, recibí una tarjeta en que se me anunciaba haber sido admitido en el partido obrero alemán y que para dar mi respuesta se me instaba a concurrir el miércoles próximo a una reunión del comité del partido.

Ciertamente me sentí bastante asombrado de ese procedimiento de "ganar" prosélitos y no supe si tal cosa debía causarme enfado o provocarme hilaridad. Jamás se me había ocurrido incorporarme a un partido ya formado, puesto que yo mismo anhelaba fundar uno propio.

Estuve a punto de comunicarles por escrito mi negativa, pero triunfó en mí la curiosidad y así me decidí a presentarme el día indicado para exponer personalmente mis razones.

Y llegó el miércoles. El local donde debía realizarse la anunciada reunión era el paupérrimo restaurante "Das Alte Rosenbad", situado en la Herrnstrasse. Bajo la media luz que proyectaba una vieja lámpara de gas se hallaban sentados en torno a una mesa cuatro hombres jóvenes. Quedé sorprendidos cuando se me informó de que el "presidente del partido para todo el Reich" vendría en seguida y que por este motivo se me insinuaba retardar mi exposición. Al fin llegó el esperado presidente; era el mismo que presidió la asamblea en ocasión de la conferencia de Feder.

Entretanto mi curiosidad había vuelto a subir de punto y esperaba impaciente el desenvolvimiento de la reunión. Previamente me fueron dados a conocer los nombres de los concurrentes; el presidente de la "organización del Reich" era un señor Harrer, el de la organización local de Munich, Antón Drexler. Luego se procedió a la lectura del protocolo de la última sesión y se le ratificó la confianza al secretario. Después pasóse a discutir la aceptación de nuevos miembros, es decir, que debía deliberarse sobre el caso de la "pesca" de mi persona. Comencé por orientarme sobre los detalles de la organización del partido, pero fuera de la enumeración de algunos postulados no había nada: ningún programa, ni un volante de propaganda, en fin, nada impreso; carecíase de tarjetas de identificación para los miembros del partido y por último hasta de un pobre sello. En realidad, sólo se contaba con fe y buena voluntad. Desde aquel momento desapareció para mí todo motivo de hilaridad y tomé la cosa en serio.

Lo que aquellos hombres sentían lo sentía también yo: era el ansia hacia un nuevo movimiento que fuese algo más de lo que era un partido tal como entonces indicaba, en el sentido corriente esta palabra. Me hallaba seguramente frente a la más grave cuestión de mi vida: decarar mi adhesión o resolverme por la negativa.

Aquella risible institución, con sus contados socios, me parecía tener por los menos la ventaja de no estar petrificada como cualquier otra "organización" y de ofrecerle al individuo la posibilidad de desenvolver una actividad personal efectiva. Aquí se podía laborar y comprendí que cuanto más pequeño era el movimiento tanto más fácil resultaba encaminarlo bien. Además, en este círculo se podía precisar el carácter, la finalidad y el método, cosa en principio, impracticable tratándose de los partidos grandes.

Juntamente con mis reflexiones creció en mí la convicción de que podía precisamente de un pequeño movimiento como aquél podía surgir un día la obra de la restauración nacional –pero jamás de los partidos parlamentarios, aferrados a viejas concepciones o de los otros que participaban de las granjerías del nuevo régimen de gobierno. Porque lo que aquí debía proclamarse era una nueva ideología y no un nuevo lema electoral.

Me hice pues miembro del Partido Obrero Alemán y obtuve un carnet provisional marcado con el número 7.




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CAPÍTULO DECIMO
Las causas del desastre

La fundación del Reich [1] pareció aureolada por la grandiosidad de un acontecimiento que exaltó a la nación entera. Después de una seria incomparable de victorias y como premio al heroísmo inmortal surgió al fin –para los hijos y los nietos- la realidad de un Reich.

¡Que apogeo comenzó entonces!

La independencia exterior aseguraba el pan cotidiano en el interior. La nación había alcanzado ingentes bienes materiales y la dignidad del Estado y con él, la del pueblo todo, se hallaba resguardada y garantizada por un ejército.

Tan profunda es ahora la caída que afecta al Reich y al pueblo alemán [2], que todo el mundo –como dominado por el vértigo, da en el primer momento la impresión de haber perdido los sentidos y el entendimiento. Apenas si es posible rememorar lo que fue el alto nivel de antes, tan brumosos de ensueño y casi irreales parecen ahora la grandeza y el esplendor de aquellos tiempos, comparados con la miseria de hoy.

Sólo así se explica también que, cegados por lo que fue aquel apogeo, se hubiesen olvidado de buscar los síntomas del formidable desastre que ya antes debieron haber existido latentes en alguna forma.

Es indudable que esos síntomas existieron realmente. Sin embargo, muy pocos trataron de deducir una cierta enseñanza de ese estado de cosas.

Por cierto que suele verse y descubrirse más fácilmente el síntoma externo de una enfermedad que la causa interna de la misma. De ahí que aún hoy la mayoría de nosotros vea principalmente la causa del desastre alemán en la crisis económica general y sus consecuencias que afectan personalmente a casi todos; razón ésta de peso para que cada uno se haga idea de la magnitud de la catástrofe. La gran masa sabe aquilatar todavía mucho menos la trascendencia político-cultural y moral del desastre. Y aquí es donde para muchos se anulan por completo la sensibilidad y la razón.

Que esto ocurra en la gran masa es al fin comprensible, pero que también los círculos intelectuales consideren el desastre alemán primordialmente como una "catástrofe económica" y que, en consecuencia, esperen de la economía el saneamiento nacional, es una de las causas que ha impedido hasta el presente la realidad de un resurgimiento. Sólo cuando se llegue a comprender que, también en este caso, a la economía le corresponde únicamente un papel secundario, en tanto que factores políticos y de orden moral y racial tienen que considerarse como primordiales, podrá penetrarse el origen de la calamidad actual y con ello encontrar los medios y la orientación conducentes al saneamiento de la nación.

La explicación más sencilla y por lo mismo la mayormente difundida consiste en afirmar que la guerra perdida constituye la razón de toda la desgracia reinante.

Frente a esta aseveración se debe establecer lo siguiente:

Si bien es cierto que el haber perdido la guerra fue de terrible trascendencia para el futuro de nuestra patria, ese hecho por sí solo no es una causa, sin a su vez la consecuencia de una serie de causas.

Que el desgraciado fin de esa lucha sangrienta debió conducir a resultados desastrosos, era cosa perfectamente clara para todo espíritu perspicaz y exento de malevolencia. Lamentablemente hubieron hombres a quienes pareció faltarles esa perspicacia en el momento dado y otros que, contrariando su propia convicción, pusieron esta verdad en duda y la negaron. Estos últimos fueron en su mayoría aquellos que al ver cumplido su secreto anhelo debieron darse cuenta bruscamente de que ellos mismos habían contribuido a aquello que en aquel momento era la catástrofe. Ellos pues y no la perdida guerra son los culpables del desastre. En efecto, el haber perdido la guerra no fue más que el resultado de los manejos de aquellas gentes y no, como quieren afirmar ahora, la consecuencia de un comando "deficiente". Tampoco el ejército enemigo estaba compuesto de cobardes; el adversario sabía también morir heroicamente. En número, fue superior al ejército alemán desde el primer día de la guerra y para su pertrechamiento técnico, tenía a su disposición los arsenales del orbe entero. Por consiguiente, es innegable el hecho de que las victorias alemanas obtenidas en el curso de cuatro años de lucha contra todo un mundo, se debieron, aparte del espíritu heroico y de la portentosa organización del ejército alemán, exclusivamente a la probada capacidad de los jefes directores. Lo formidable de la organización y del comando del ejército alemán no tiene precedentes en la Historia.

El que este ejército sufriera un desastre no fue la causa de nuestra actual desgracia.

¿O es que las guerras perdidas deben ocasionar fatalmente la ruina de los pueblos que las pierden?

Brevemente se podría responder que esto es posible siempre que la derrota militar testifique la corrupción moral de un pueblo, su cobardía, su falta de carácter, en fin, su condición de indignidad. No siendo así, la derrota militar impulsará más bien a un futuro de mayor resurgimiento, en lugar de ser la lápida de la existencia nacional.

Numerosos son los ejemplos que la Historia ofrece confirmando la verdad de este aserto.

La derrota militar del pueblo alemán no fue sensiblemente una catástrofe inmerecida, sino la realidad de un castigo justificado por la ley de la eterna compensación. ¿Acaso no se hicieron en muchos círculos, en forma desvergonzada, manifestaciones de regocijo por la desgracia de la patria? ¿Y no es cierto también que hubo gente que hasta se preció de haber logrado que el ejército combatiente se doblegase? Para colmo de todo, hubo quien llegó a atribuirse a sí mismo la culpabilidad de la guerra, contrariando su propia convicción y su mejor conocimiento de causa.

¡No, rotundamente no! La manera cómo el pueblo alemán recibió su derrota, permite juzgar muy claramente que la verdadera causa de nuestro desastre radicaba en otro estado de cosas y no en la pérdida netamente militar de algunas posiciones o el fracaso de una ofensiva; porque si realmente el ejército combatiente hubiese cedido y hubiese ocasionado con esto la desgracia de la patria, el pueblo alemán habría recibido la derrota de modo muy diferente. Entonces el infortunio que vino lo habríamos soportado apretando los dientes, o bien quejándonos dominados por el dolor. El furor y cólera habrían llenado los corazones contra el adversario convertido en vencedor por el azar de la suerte o por la voluntad del Destino. En tales circunstancias no se habría reído ni bailado; nadie se habría atrevido a ponderar la cobardía ni a glorificar la derrota; nadie se habría mofado de las tropas combatientes ni deshonrado sus banderas y cocardas.

El desastre militar no fue en realidad otra cosa que el resultado de una serie de síntomas morbosos que ya en los tiempos de la anteguerra afligieron a la nación alemana. Esta fue la primera consecuencia catastrófica, visible para todos, de un envenenamiento moral y de un menoscabo del instinto de la propia conservación y de las condiciones inherentes a ella. Todo esto había comenzado a minar, ya desde años atrás, los fundamentos de la Nación y del Reich.

Fue necesaria toda la increíble ficción del judaísmo y de su organización de lucha marxista, para tratar de hacer pesar la culpabilidad de la derrota justamente sobre el hombre que con energía y voluntad sobrehumanas se empeñara en contener la catástrofe, que ya él viera venir, a fin de ahorrarle a la Patria horas de humillación y de vergüenza. Al señalar a Ludendorff como responsable de la pérdida de la guerra, se arrebató el arma del derecho moral de manos del único acusador peligroso que hubiera podido erguirse contra los traidores a la patria.

Casi es posible considerar como designio favorable para el pueblo alemán el que la época de su estado patológico latente hubiese sido bruscamente sellada con una tan terrible catástrofe; pues, en el caso contrario, la nación habría sucumbido, sin duda, lenta, pero, por lo mismo, más fatalmente. La dolencia se hubiese hecho crónica, mientras que un estado agudo como se presentó al producirse el desastre, hízose por lo menos claramente visible a los ojos de muchos. No fue por casualidad por lo que el hombre dominó más fácilmente la peste que la tuberculosis. La una viene en olas violentas de muerte, arrasando la humanidad; la otra en cambio se desliza lentamente; una induce al terror, la otra a una creciente indiferencia. Consecuencia lógica fue que el hombre afronte la primera con todo el máximo de sus energías, en tanto que se empeña en combatir la tuberculosis valiéndose solamente de medios débiles. Así el hombre doblegó a la peste, mientras que la tuberculosis lo domina a él. El fenómeno es el mismo al tratarse de enfermedades que afectar al organismo de un pueblo.

Verdad es que en los largos años de paz anteriores a la guerra se revelaron ciertas anomalías. Habían muchos síntomas de decadencia que debieron incitar a serias reflexiones.

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A causa del extraordinario crecimiento de la población alemana antes de la guerra, el problema de la subsistencia se hizo cada vez más grave, ocupando el primer plano de toda orientación y de toda actividad política y económica. Desgraciadamente no fue posible decidirse por la única solución eficaz que existía sino que creyóse alcanzar la finalidad anhelada por medios más sencillos. El haber renunciado a la idea de adquirir nuevos territorios y optado por la descabellada idea de conquistar económicamente el mundo, debió conducir, a la postre, a un grado de industrialización desmedido y perjudicial.

La primera consecuencia de significación trascendental provocada por este estado de cosas fue el debilitamiento de la clase agricultora. En la misma proporción que se reducía aquella clase del pueblo, aumentaba la masa del proletariado en las ciudades, hasta quedar roto el equilibrio.

Consiguientemente, púsose también en evidencia el brusco contraste entre el pobre y el rico. La ostentación y la miseria vivían tan cerca una de otra, que las consecuencias fueron y debieron ser lógicamente muy funestas. La pobreza y el paro creciente comenzaron su siniestro juego, sembrando el descontento y la exacerbación entre las gentes. El resultado parecía ser la división política de clases y, pese al apogeo económico, de día en día fue mayor y más profundo el decaimiento moral.

Pero más grave que todo esto eran otros efectos que la preponderancia económica de la nación había traído consigo.

En razón directa al hecho de que la economía había llegado a convertirse en el árbitro del Estado, el factor dinero era el dios a quien todo el mundo tenía que servir doblegándose. Había empezado una terrible desmoralización, terrible porque precisamente se presentó en una época en la cual la nación necesitaba más que nunca de un espíritu heroico para afrontar la hora crítica que parecía avecinarse. Alemania debía estar dispuesta a defender un día con la espada, la tentativa que hacía de asegurar a su pueblo el pan cotidiano por medio de una "pacífica actividad económica".

La hegemonía del dinero estaba sensiblemente sancionada por aquella autoridad que era la más llamada a oponerse a ello: S.M. el Kaiser actuó infortunadamente al inducir en especial a la nobleza a que formase parte del círculo de los nuevos capitalistas. Ciertamente que en disculpa suya debe reconocerse que lamentablemente Bismarck mismo no se percató del peligro que existía en ese sentido. Pero era un hecho que, con esto, el espíritu idealista fue prácticamente supeditado al poder del dinero y era claro también que las cosas una vez así encaminadas deberían en poco tiempo anteponer la nobleza de la finanza a la nobleza de la sangre.

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La internacionalización de la economía alemana había sido iniciada ya antes de la guerra mediante el sistema de las sociedades por acciones. Menos mal que una parte de la industria alemana trató a todo trance de librarse de correr igual suerte; pero al fin tuvo que ceder también ante el ataque concentrado del capitalismo avariento que contaba con la ayuda de su más fiel asociado: el movimiento marxista.

La persistente guerra que se hacía a la industria siderúrgica de Alemania marcó el comienzo real de la internacionalización de la economía alemana tan anhelada por el marxismo que pudo colmarse con el triunfo marxista en la revolución de noviembre de 1918. Justamente ahora que escribo estas páginas, es también cosa lograda el ataque general dirigido contra la empresa de los Ferrocarriles del Reich que pasa a manos de la finanza internacional. Con esto ha alcanzado la socialdemocracia "internacional" otro de sus importantes objetivos.

El extremo a que había llegado esa "economización" de la nación alemana, lo evidencia a todas luces el hecho de que pasada la guerra, uno de los dirigentes más caracterizados de la industria y del comercio alemanes declaró que únicamente la economía como tal, sería capaz de restablecer la posición de Alemania. Esta opinión emitida ante todo el mundo por un Stinnes ocasionó la más increíble confusión, porque con asombrosa rapidez fue tomada como lema por todos los improvisados y charlatanes "hombres de Estado" que el destino había lanzado sobre Alemania desde el estallido de la revolución.

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La educación alemana de la ante-guerra adolecía de muchos defectos. Tenía una orientación particularista concretada al aprendizaje puramente "teórico", dándole una importancia menor a la "práctica". Aún menos valor se le adjudicaba a la formación del carácter del individuo y mucho menos todavía a la tarea de fomentar el sentimiento de la satisfacción en la responsabilidad; finalmente, era nula la importancia dada a la educación de la voluntad y del espíritu de decisión. Los frutos de este sistema educacional no representaban realmente mentalidades fuertes, sino más bien dóciles "eruditos", como por lo general se nos consideraba a los alemanes antes de la guerra juzgándosenos según ese criterio. Al alemán se le quería porque era elemento utilizable, en cambio se le respetaba poco, debido justamente a que no poseía la suficiente entereza de carácter. No sin razón perdió, pues, el alemán, más fácilmente que cualquier súbdito de otros pueblos su nacionalidad y su patria. ¿No lo dice todo el gracioso proverbio alemán "En la mano el sombrero, se pasa por el mundo entero"?

Precisamente nefasta resultó esa docilidad al determinar también la forma única bajo la cual podía uno presentarse ante el monarca. Esa forma exigía: no contradecir jamás, sino convenir con todo lo que S.M. se dignase manifestar. Aquí es donde justamente debía revelarse la dignidad del hombre libre, pues de lo contrario la institución monárquica encontraría un día su tumba en ese servilismo. Todos los hombres rectos –y estos son sin duda los más valiosos del Estado- debieron sentir repulsión frente a un criterio tan absurdo. Porque para ellos la Historia es la historia y la Verdad es la verdad, aunque se trate de monarcas.

Es tan rara para los pueblos la suerte de reunir en una misma persona a un gran monarca y a un gran hombre, que deben darse por satisfechos cuando el destino inexorable les evita por lo menos lo peor. De esto se infiere que el valor y la significación de la idea monárquica no radican en la persona del monarca mismo, salvo en el caso de que la Providencia quiera coronar a un héroe genial como Federico el Grande o a un espíritu sabio como Guillermo I. Esto sucede una vez cada siglo y escasamente con mayor frecuencia. Por lo demás, la idea respalda a la persona, haciendo descansar la razón de ser de esa forma de gobierno en la institución misma. Pero con ello, el propio monarca queda incluido en el círculo de los servidores del Estado y no es más que una rueda en ese mecanismo al que también él está subordinado.

Otra de las consecuencias de nuestra errada educación de la anteguerra fue el temor a la responsabilidad y la consiguiente falta de entereza para abordar problemas vitales. Bien es verdad que el punto de partida de este defecto radica entre nosotros, en gran parte, en la institución parlamentaria.

En los círculos periodísticos se suele llamar a la Prensa el "gran poder" en el Estado. Evidentemente su significación es extraordinaria y jamás podrá ser bastante apreciada. Es, pues, la prensa, el factor que continúa obrando en el proceso educativo del adulto. En términos generales, tres son los grupos en que se podría dividir el público lector de periódicos.

1º Los crédulos que admiten todo lo que leen.

2º Aquéllos que ya no creen en nada.

3º Los espíritus críticos, que analizan lo leído y saben juzgar.

Numéricamente, el primer grupo es el más considerable; abarca la gran masa del pueblo y representa, por lo tanto, la clase menos intelectual de la nación. Pertenecen también a este grupo esa especie de haraganes que serían capaces de pensar pero que por pura negligencia aceptan todo lo que ya han elaborado los demás.

El segundo es numéricamente mucho más pequeño que el anterior; está compuesto en parte de elementos que, en un principio, participaban del primer grupo y que después de funestas y amargas decepciones, optaron por cambiar diametralmente de criterio, acabando por no creer en nada de lo que leyesen. Estas gentes son muy difíciles de tratar, porque hasta frente a la verdad misma, se mostrarán siempre escépticas, resultando así elementos anulados para todo trabajo positivo.

El tercer grupo, finalmente, es el más pequeño de todos y está constituido por lectores verdaderamente inteligentes, acostumbrados a pensar con independencia por naturaleza y educación. Leen la prensa trabajando constantemente con la imaginación y animados de espíritu crítico con respecto al autor. Estos lectores gozan del aprecio de los periodistas, bien es cierto, con explicable reserva.

Naturalmente que para los componentes de este último grupo no entraña peligro alguno ni tienen trascendencia los absurdos que pueden consignarse en las columnas de un periódico. Hoy, que la cédula electoral de la masa decide situaciones, el centro de gravedad descansa precisamente en el grupo más numeroso, y éste es el primero: un hato de ingenuos y de crédulos.

Una de las tareas primordiales del Estado y de la nación es evitar que este sector del pueblo caiga bajo la influencia de pésimos educadores, ignorantes o incluso mal intencionados. El Estado tiene por lo tanto la obligación de controlar su educación y oponerse al abuso. La prensa, ante todo, debe ser objeto de una estricta vigilancia, porque la influencia que ejerce sobre esas gentes es la más eficaz y penetrante de todas, ya que no obra transitoriamente, sino en forma permanente. En lo sistemático y en la eterna repetición de su prédica estriba el secreto de la enorme importancia que tiene. Jamás debe el Estado dejarse sugestionar por la cháchara de la llamada "libertad de prensa". Rigurosamente y sin contemplaciones el Estado tiene que asegurarse de este poderoso medio de la educación popular y ponerlo al servicio de la nación.

¿Y cuáles eran las primicias que ofrecía a sus lectores la prensa alemana de la anteguerra? ¿No era aquel acaso el peor veneno que uno pueda imaginarse?¿Se recuerda aún, cuan exagerado fue el pacifismo que se inyectó en el corazón de nuestro pueblo, precisamente en una época en que el resto del mundo se preparaba ya lenta, pero decididamente a estrangular a Alemania?¿No se ridiculizaba la moral y las costumbres, tachándolas de anticuadas, hasta lograr que nuestro pueblo se "modernizara" también?¿No fue la prensa la que en constante agresión, minaba los fundamentos de la autoridad estatal hasta el punto de que bastó un simple golpe para derrumbarlo todo? Finalmente, ¿no fue esa misma prensa la que desacreditó al ejército mediante una crítica sistemática, saboteando el servicio militar obligatorio e instigando a negar créditos para el ramo de guerra, etc?

La labor de la llamada prensa liberal fue obra de los sepultureros de la nación alemana y del Reich. Nada diremos de las gacetas marxistas consagradas a la mentira; para ellas la falsedad es una necesidad vital, como para el gato los ratones. Su misión se concreta a dislocar el poder racial y nacional del pueblo, para prepararlo a llevar el yugo de la esclavitud del capitalismo internacional y de sus gerentes, los judíos.

Pero, ¿qué hizo el Estado ante semejante envenenamiento colectivo de la nación? Nada, absolutamente nada. Unos ridículos decretos y algunas penas impuestas por infamias en extremo violentas. ¡He ahí todo!

La lucha de represión de los gobiernos alemanes de entonces contra aquella prensa –en su mayor parte de origen judío- que corrompía paulatinamente al pueblo, no respondía a una línea recta de conducta ni estaba respaldada por la entereza necesaria, aparte de que, sobre todo, carecía de una finalidad precisa. Se obraba sin plan ninguno, apresando a veces, durante semanas e incluso meses tan sólo alguna "víbora" periodística que había mordido ya demasiado; pero el nido mismo de los reptiles permanecía intacto.

El judío era sin embargo demasiado perspicaz para permitir que toda su prensa agrediese simultáneamente. Una parte de ella debía respaldar a la otra. En efecto, mientras los periódicos judío-marxistas se lanzaban groseramente contra todo lo que podía ser sagrado para el hombre y combatían del modo más infame al Estado y al Gobierno, instigando, en los grandes sectores del pueblo, a unos contra otros, las gacetas judías burgo-demócratas sabían cubrir la apariencia de una famosa objetividad. Esa prensa cuidaba de no emplear expresiones crudas o frases destempladas; rechazaba toda acción de violencia, apelando siempre a la lucha con armas "espirituales", una lucha que, por sarcasmo, eran justamente los menos "espirituales" los que la proclamaban.

Pero, precisamente para nuestra medianía intelectual escribe el judío su llamada "prensa de la inteligencia". Periódicos como la "Frankfurter Zeitung" y el "Berliner Tageblatt" están destinados a ese público lector; su tono se halla convenientemente regulado para ese público y sobre él ejercen su influencia. Con frases sonoras y giros pomposos saben adormecer a sus lectores ie imbuirles la creencia de que su labor de prensa es realmente de índole científica o hasta si se quiere en servicio de la moral. De este modo pudo el veneno infiltrarse insensiblemente en la sangre de nuestro pueblo y obrar sin que el Estado hubiese sido capaz de dominar el mal. Las irrisorias medidas de represión adoptadas, no hicieron otra cosa que dejar traslucir la inminente decadencia del Imperio. No hay que olvidar que una institución que ya no tiene la decisión firme de defender por todos los medios su estabilidad, ha claudicado prácticamente.

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Un ejemplo más, que pone de relieve la insuficiencia y la debilidad que caracterizaron el Gobierno alemán de la anteguerra, al tratarse de problemas vitales de la nación, es que paralelamente a la infección que sufría el pueblo, en un sentido político y moral, lo minaba desde años atrás una no menos siniestra corriente de envenenamiento orgánico.

La sífilis comenzó a propagarse en gran escala, especialmente en las ciudades populosas, mientras que la tuberculosis, por su parte, hacia su cosecha mortal en todo el país. A pesar de que en ambos casos las consecuencias eran graves para la nación, no se adoptaron medidas radicales. En particular, frente al peligro de la sífilis, la actitud del gobierno y del parlamento no puede calificarse sino como una completa capitulación. También en este caso sólo podía ser eficaz la lucha contra las causas generadoras de la enfermedad y la simple acción contra sus manifestaciones.

La causa principal de la propagación de la sífilis hay que buscarla en la prostitución del amor, cuyos resultados, aunque no condujesen a ese terrible flagelo, entrañarán siempre un grave peligro para la nación, puesto que bastan sus estragos morales para encauzar paulatina, pero irremediablemente a un pueblo hacia la ruina. Es innegable el hecho de que la población de nuestras grandes ciudades está prostituyendo más y más su vida sexual y entregándose así a la sífilis en proporción cada vez mayor. Los resultados más claramente notorios de esta infección colectiva, pueden encontrarse, por un lado, en los manicomios y por el otro, desgraciadamente –en la infancia.La disculpa, de que tampoco otros países se hallen en mejores condiciones, mal podía modificar el hecho de la propia decadencia. Y en este caso precisamente es donde cabe preguntar: ¿Qué país será el primero, y tal vez el único, que llegue a dominar el peligro, y qué naciones en cambio serán sus victimas fatales? Tampoco este problema significa otra cosa que la piedra de toque del valor de la raza, y como el problema atañe en primer término a la descendencia, está incluido entre aquellas verdades según las cuales se dice con terrible razón que los pecados de los padres se vengan hasta la décima generación. Una verdad que se refiere exclusivamente a los crímenes contra la sangre y contra la raza.Los pecados contra la sangre y la raza constituyen el pecado original de este mundo y el ocaso de una humanidad vencida.Deplorable en extremo era la situación de la Alemania de la anteguerra frente a la gravedad de este problema. ¿Qué se hizo para contener la infección de nuestra juventud en las grandes ciudades? ¿Qué se hizo para contrarrestar eficazmente la prostitución y la corrupción de la vida sexual? ¿ Y qué se hizo, en fin, ante la creciente propagación sifilítica en el pueblo, resultante de ese estado de cosas?La respuesta fluye fácil con sólo puntualizar lo que debió haberse hecho.En todos los casos, donde se trata de llenar necesidades o cometidos aparentemente imposibles, se impone concentrar la atención completa de un pueblo hacia el problema en cuestión, presentándolo tal como si de su solución dependiese el ser o el no ser. Sólo así podrá un pueblo hacerse capaz y apto para la realización de esfuerzos y de hechos verdaderamente eminentes. Este principio tiene también su validez para el individuo en particular, siempre que aspire a grandes cometidos.La prostitución es un oprobio para la humanidad y no se la puede destruir mediante prédicas morales o por la sola virtud de sentimientos piadosos. Su limitación y finalmente su desaparición suponen, como cuestión previa, descartar una serie de condiciones preliminares, siendo la primera de todas la de facilitar la posibilidad del matrimonio, de acuerdo con la naturaleza humana, a una edad menos tardía que en la actualidad. El grado a que ha llegado el desvarío y la incomprensión en muchas gentes de nuestros tiempos, nos prueba el hecho, no raro, de madres de la "buena sociedad" que, según dicen, sentiríanse satisfechas si sus hijas tuviesen por esposos a hombres que ya se "rompieron los cuernos", etc. La descendencia será entonces el resultado palpable de esas "racionales" uniones conyugales. Si aún se tiene en cuenta que además la natalidad queda restringida a un mínimun coartando el fenómeno de la selección natural y, como por otra parte, debe cuidarse la vida incluso del más miserable ser humano, sólo queda por interrogar, ¿para qué subsiste la institución del matrimonio y con qué finalidad?Así degeneran los pueblos civilizados precipitándose poco a poco en la ruina.Tampoco el matrimonio puede ser considerado como un fin en sí mismo, sino que debe servir a un objetivo más elevado, cual es la multiplicación y la conservación de la especie y de la raza. Esta es su razón de ser y su misión primordial.La importancia enorme que entraña esta cuestión debería comprenderse sobre todo en una época en que la llamada república "socialista", por su incapacidad para solucionar el problema de la vivienda, impide sencillamente la realización de infinidad de matrimonios y da con ello pábulo a la prostitución. Otra de las causas que obstaculiza el matrimonio en edad oportuna, radica en nuestro absurdo sistema de la distribución de sueldos, sin considerar el factor familia y la subsistencia de ésta.Quiere esto decir, resumiendo lo anterior, que sólo será posible abordar con verdadera eficacia la lucha contra la prostitución, el día en que, mediante una fundamental reforma de las condiciones sociales, se haga factible el matrimonio a una edad menor de lo que en la actualidad ocurre. En esto consiste lo esencial de la solución del problema.En segundo término incumbe a la educación y a la enseñanza la tarea de desarraigar una serie de defectos que hoy casi no se toman en cuenta.La educación, por ejemplo, debe tender a que el tiempo libre de que dispone el educando sea empleado en un provechoso entrenamiento físico. A esa edad no tiene él derecho alguno a barloventear por calles ni cinemas, sino que debe dedicarse, aparte de sus cotidianas labores, a fortalecer su joven organismo para que, cuando un día ingrese en la lucha por la existencia, la realidad de la vida no lo encuentre desprevenido. Encaminar y realizar, orientar y dirigir: esa es la tarea de la educación para la juventud y su rol no consiste exclusivamente en insuflar sabiduría. Es también su cometido anular la concepción errónea de que el ejercicio físico es cuestión personal de cada uno. No existe la libertad de pecar a costa de la progenie y con ello, de la raza.Paralelamente al proceso de la educación del cuerpo, debe iniciarse la lucha contra el emponzoñamiento del alma. El conjunto de nuestra vida de relación semeja en la actualidad un vivero de ideas y de estimulantes sexuales. Basta analizar el contenido de los programas de nuestros cinemas, varietés y teatros para llegar a la irrefutable conclusión de que todo esto no es precisamente el alimento espiritual que conviene a la juventud. Nuestra vida de relación tienen que ser liberada del perfume estupefaciente, así como del pudor fingido, indigno del hombre.Solo después de la ejecución de estas medidas, puede contarse con la posibilidad de una acción médico-profiláctica de resultado eficaz. Pero tampoco aquí puede tratarse de procedimientos a medias, sino de las más radicales decisiones. Es un contrasentido el dar a enfermos incurables la posibilidad constante, por decirlo así, de contagiar a los sanos. ¿Qué sentimiento de humanidad es ese según el cual por no hacer daño a uno solo se deja que otros cien sucumban...? El imperativo de hacer imposible a los seres defectuosos la procreación de una descendencia también defectuosa, es un imperativo de la más clara razón y significa, en su aplicación sistemática, la más humana acción de la humanidad. Ahorrará sufrimientos a millones de seres inocentes y determinará finalmente para el porvenir un mejoramiento progresivo. Se deberá proceder sin piedad, si el caso lo requiere, al aislamiento de enfermos incurables, bárbara medida para el infeliz afectado, pero una bendición para sus contemporáneos y para la posteridad.*

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Del mismo modo que hace sesenta años habría sido inconcebible un descalabro político de la magnitud del actual, no menos inconcebible hubiera sido el derrumbamiento cultural que empezó a revelarse a partir de 1900 en concepciones futuristas y cubistas. Sesenta años atrás hubiese resultado sencillamente imposible una exposición de las llamadas "expresiones dadaístas" y sus organizadores habrían ido a parar a una casa de orates, en tanto que hoy, llegan incluso a presidir instituciones artísticas.

Anomalías semejantes llegaron a observarse en Alemania casi en todos los dominios del arte y de la cultura. Daba la triste medida de nuestra decadencia interna el hecho de que no era posible permitir que la juventud visitase la mayoría de estos pseudo-centros artísticos, lo cual quedaba pública y descaradamente establecido al utilizarse la conocida placa de prevención: "Entrada prohibida para menores".

Considérese que se tienen que observar medidas de precaución precisamente en aquellos lugares que debían estar destinados sobre todo a la ilustración y educación de la juventud y no a la diversión de círculos viejos y pervertidos. ¿Qué hubiera exclamado Schiller ante tal estado de cosas y con qué indignación hubiese Goethe vuelto las espaldas?

¿Pero qué son Schiller, Goethe, o Shakespeare en comparación con esos nuevos "genios" del arte alemán actual? Figuras anticuadas y en desuso, figuras superadas, en suma. La característica de esta época, es pues, la siguiente: no se conforma con traer impurezas, sino que por añadidura vilipendia también todo lo realmente grande del pasado. Ya al terminar el siglo XIX, casi en todos los dominios del Arte, principalmente en los ramos del teatro y de la literatura, se produjeron ya muy pocas obras de importancia y se solía más bien degradar lo bueno de tiempos pasados, presentándolo como mediocre y superado.

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Aún debe mencionarse otro aspecto crítico: A fines del siglo pasado nuestras ciudades fueron perdiendo cada vez más el carácter de emporios de cultura para descender a la categoría de simples conglomerados humanos. La escasa conexión existente entre el proletariado actual de nuestras grandes urbes y el lugar mismo donde éste vive, evidencia que en tal caso no se trata efectivamente más que de un punto ocasional de residencia del individuo. Proviene esto del frecuente cambio de lugar debido a las condiciones sociales, cambio que no le da al obrero el tiempo necesario para crear una relación más estrecha con el medio donde habita; por otro lado, sin embargo hay que buscar también la razón de ese estado de cosas en el hecho de que las ciudades actuales son insignificantes y pobres en todo lo que a la cultura general se refiere. Esas ciudades no son otra cosa que un hacinamiento de enormes bloques de viviendas de alquiler, y nadie podrá sentir cariño por una ciudad que no ofrece un mayor atractivo que otra similar, carente de toda nota propia y en la cual se prescindió de todo cuanto representa arte.

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El análisis de la vida religiosa en Alemania antes de la guerra, da la medida del disgregamiento general que reinaba. Hacía tiempo que también en este aspecto grandes sectores de la opinión nacional carecían de una convicción unitaria e ideológicamente eficiente. No juega un rol tan negativo el que se desliga oficialmente de su religión, como aquel otro que es totalmente indiferente. Mientras nuestras dos confesiones cristianas (la católica y la evangélica) mantienen misiones en Asia y Africa, con el objeto de ganar nuevos prosélitos, esto es, empeñados en una actividad de modestos resultados frente a los progresos que realiza allá el mahometismo, pierden en Europa mismo millones y millones de adeptos convencidos, los cuales se hacen en absoluto indiferentes a la vida religiosa, o van por su propio camino. Sobre todo desde el punto de vista moral, son muy poco favorables las consecuencias.

Merece remarcarse también la lucha cada vez más violenta contra los fundamentos dogmáticos de las respectivas confesiones, fundamentos sin los cuales sería inconcebible la conservación práctica de una fe religiosa en este mundo humano. La gran masa de un pueblo no se compone de filósofos y es principalmente para las masas para quienes la fe constituye la única base de una ideología moral. Los diversos sustitutos no han probado su eficiencia ni su conveniencia, para que se hubiera podido ver en ellos una provechosa compensación de las creencias religiosas existentes. Para que la doctrina religiosa y la fe puedan realmente abarcar las grandes capas sociales, es necesario que la autoridad absoluta que fluye del fondo de esa fe, sea el fundamento de su eficiencia. Lo que para la vida general significan las costumbres, sin las cuales sólo cientos de miles de hombres de nivel intelectual superior vivirían racionalmente, mientras otros millones no - lo representan les leyes para el Estado y los dogmas para las religiones.

Sólo mediante los dogmas, la concepción puramente espiritual, vacilante y de interpretación infinitamente variable, llega a precisarse y adquirir una forma concreta, sin la cual jamás podría convertirse en fe. Lo contrario significaría que la idea no es susceptible de ser jamás exaltada por encima de una concepción metafísica, o mejor, por encima de una opinión filosófica. Por eso la acometida dirigida contra los dogmas se asemeja mucho a la lucha contra los fundamentos legales del Estado; y del mismo modo que esta lucha acabaría en una anarquía estatal completa, la acción antidogmática tendría por resultado un nihilismo religioso, carente de todo valor.

Para el político, la apreciación del valor de una religión debe regirse menos por las deficiencias quizá innatas en ella, que por la bondad cualitativa de un substituto doctrinal visiblemente mejor. Pero mientras no se haya encontrado un tal substituto, sólo los locos y los criminales podrían atreverse a demoler lo existente.

Las peores anomalías, sin embargo, provienen del abuso de la convicción religiosa con fines políticos. Si la vida religiosa en Alemania antes de la guerra, había adquirido para muchos un sabor desagradable, no se debía esto a otra cosa más que al abuso cometido con el cristianismo por un partido político llamado "cristiano" y por el descaro con que se trató de identificar la religión católica con un partido también político.

Esta funesta suplantación procuró mandatos parlamentarios a una serie de inútiles, en tanto que a la Iglesia no le trajo consigo sino daños.

El resultado de semejantes anomalías tenía que soportarlo la nación entera, pues, las consecuencias emergentes del debilitamiento de la vida religiosa vinieron a producirse precisamente en una época en que ya todo había empezado a ceder y vacilar, amenazando con el derrumbamiento de los tradicionales fundamentos de la moral y de las buenas costumbres.

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También en el campo de la actividad política veía el espíritu observador anomalías que, si no eran eliminadas o corregidas a tiempo, podían y debían considerarse fatalmente como signos de una inminente decadencia del Imperio. La falta de orientación de la política alemana tanto interna como externa, no escapaba a la penetración de nadie que deliberadamente hubiese querido darse cuenta de la situación. En los círculos oficiales de gobierno se notaba frente a las revelaciones de un Houston Steward Chamberlain la misma indiferencia que hoy se observa.

Ya en tiempos anteriores a la guerra muchos se habían dado cuenta de que justamente aquella institución que debía encarnar la vitalidad del Reich – el Parlamento, el Reichstag- era la más vulnerable de todas.

Una de las muchas afirmaciones faltas de reflexión que hoy se suelen oír con frecuencia, es aquella de que el parlamentarismo en Alemania había fracasado " a partir de la revolución de 1918". Muy fácilmente se despierta así la impresión de que antes de esa época era otro el rol del parlamento.

Siempre fue mediocre todo lo subordinado a la influencia del parlamento de entonces, sea cual fuese el aspecto que se considere. Mediocre y deficiente era la política aliancista del Reich. Y mediocre también la política que se hacia frente a Polonia; optóse por las provocaciones, sin abordar jamás en serio el problema mismo. El resultado no fue ni favorable al germanismo ni conciliatorio con Polonia, pero sí significó la enemistad con Rusia. Mediocre fue igualmente la solución que se dio a la cuestión de Alsacia y Lorena. En lugar de triturar de una vez para todas la cabeza de la hidra francesa y de conceder, por otra parte, igualdad de derechos a los alsacianos, no se hizo ni lo uno ni lo otro. Aunque tampoco hubiera sido posible lograr nada, puesto que en las filas de los grandes partidos militaban también los mayores traidores de la patria; Watterlé, por ejemplo, en el partido del Centro.

Todo esto había sido todavía soportable si semejante estado de mediocridad general no hubiese acabado también por hacer víctima suya a aquella entidad de la cual dependía en último término la existencia del Reich: el ejército.

El crimen que con esto cometió el llamado "parlamento alemán" basta y sobra para hacer pesar para siempre sobre él la maldición del pueblo Alemán.

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Mientras el judaísmo, mediante su prensa marxista y demócrata, difundía por el mundo la mentira del "militarismo alemán", tratando de culpar a Alemania por todos los medios, los partidos marxistas y demócratas por su parte se oponían sistemáticamente al plan de una amplia instrucción militar del pueblo alemán. El monstruoso crimen que con ello se cometió, saltaba a primera vista para todo aquél que sólo hubiese pensado que en el caso de una guerra, la nación entera debía ponerse bajo las armas y que por la misma causa –la infamia de esos ilustres personajes de la llamada "representación nacional"- millones de alemanes serían lanzados contra el enemigo en condiciones de insuficiente e incluso mala preparación militar.

Si tratándose de las fuerzas de tierra se instruía un número de reclutas demasiado reducido, igual deficiencia se notaba con respecto de las fuerzas navales, haciendo poco menos que nula la institución destinada a la defensa nacional. Ya en la orientación adoptada para el programa de organización naval, el Almirantazgo renunció a la posibilidad de la acción ofensiva, colocándose así desde un principio en el plano de la defensiva. Quería decir, pues, que con esto se renunciaba automáticamente a la posibilidad del éxito definitivo que radica y que radicará siempre en la acción ofensiva.

Si en la batalla de Skagerrak las unidades alemanas hubiesen tenido el mismo desplazamiento, igual cantidad de artillería y la misma velocidad que las naves inglesas, la flota británica habría hallado su tumba bajo el huracán de las granadas alemanas de calibre 38 que eran de mayor precisión y eficacia que las del adversario. Y lo que, pese a estas deficiencias, alcanzó sin embargo como gloria inmarcesible la armada alemana, no hay que atribuirlo sino a la buena calidad del marino alemán y también a la capacidad y al incomparable heroísmo de los oficiales y de sus subordinados.

Quién medite sobre todo el sacrificio que significó para la nación el punible descuido de gentes totalmente faltas de responsabilidad; quién reflexione sobre las vidas inmoladas en vano y la suerte de los mutilados, así como también en la vergüenza única y la infinita miseria de que ahora somos víctimas; quién sepa, en fin, que todo eso vino sólo para abrir el camino hacia las carteras ministeriales a unos ambiciosos sin escrúpulos, cazadores de puestos públicos; quién recapacite sobre todo esto comprenderá que a tales seres humanos no se les puede dar ciertamente otro calificativo que el de canallas y criminales.

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Había también muchos aspectos ventajosos frente a las deficiencias mencionadas y frente a otras más de la vida alemana de la época anterior a la guerra. Analizando imparcialmente las circunstancias, se debe llegar a la conclusión de que la mayoría de nuestros defectos eran también en gran parte propios de otros países y pueblos, los cuales con frecuencia nos superaban enormemente en este respecto, pero sin poseer nuestras cualidades realmente buenas.

Entre las fuentes incontaminadas de la nación debemos puntualizar tres instituciones que eran ejemplares y hasta se pueden decir únicas en su género.

En primer término, la constitución misma del Estado y la caracterización que ella había alcanzado en la Alemania contemporánea. Por cierto que en esto debe prescindirse de la personalidad de algunos monarcas, afectados de todas las debilidades humanas. Varios de esos monarcas preferían rodearse de aduladores más que de espíritus rectos y se dejaban aconsejar por aquellos.

De valor indiscutible era sin duda la estabilidad del Estado en su conjunto, bajo la forma monárquica de gobierno, así como el hecho de que hasta los últimos cargos públicos quedaban a cubierto de la especulación de políticos ambiciosos. Luego la dignidad de la institución estatal en sí y la autoridad resultante de ella aparte de la relevante posición del cuerpo administrativo del Reich y ante todo la del ejército por estar sobre el plano de los compromisos políticos de partido. A esto se añadía aún la ventaja de que el poder del Estado estaba encarnado en la persona del monarca, constituyendo así el símbolo de una responsabilidad que éste asumía en escala superior a la del conglomerado casual de una mayoría parlamentaria. Sobre todo debióse a esto la idoneidad proverbial de la administración pública alemana. Por último, lo que en materia de arte y de ciencia fomentaron los monarcas alemanes, en particular durante el siglo XIX, ha quedado como digno de ejemplo y la época actual no puede en ningún caso ser comparada con la de entonces en ese orden.

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Sin embargo es al ejército a quien corresponde el rol de factor cualitativo por excelencia en la época en que la desmoralización se iniciaba y comenzaba a cundir en el organismo nacional. Lo que el pueblo alemán le debe al ejército se resume en una sola palabra: todo.

El ejército inculcó el sentimiento de la responsabilidad absoluta y fomentó también el espíritu de decisión.

Contrariamente a lo que ocurría en la vida corriente, saturada de codicia y de materialismo, el ejército educó al pueblo hacia el ideal y hacia la devoción por la patria y por su grandeza. El ejército fue una escuela de educación del pueblo, unido frente a la división de clases y quizá su único defecto fue el de haber instituido el sistema del servicio voluntario de un año; defecto decimos, porque debido a ese sistema se dañaba el principio de la igualdad absoluta, colocando al individuo de mayor preparación intelectual fuera del marco común, lo contrario de lo cual es lo que precisamente habría sido lo provechoso. Ante la carencia del sentido real de la vida que dominaba en nuestras clases elevadas y su alejamiento de su mismo pueblo, habría sido el ejército precisamente el único capaz de influir benéficamente, evitando, por lo menos dentro de sus filas, todo aislamiento de la clase llamada intelectual.

Al ejército del antiguo Imperio hay que reconocerle como su más alto mérito el que en una época en que predominaba el criterio de la "mayoría general de cabezas", supo imponer cabezas sobre la mayoría. Frente al principio judío-demócrata de la ciega idolatría por el número, el ejército matuvo inconmovible el principio de la fe en la personalidad. De este modo formó eso que tanta falta hace en los tiempos actuales: hombres. Al fango de un apoltronamiento y afeminamiento generales regresaban anualmente de las filas del ejército 350.000 jóvenes pletóricos de energías, que en un período de instrucción militar de dos años habían adquirido una acerada constitución física. El joven que durante ese tiempo había practicado la obediencia podía entonces aprender a mandar. Ya en el ademán se reconocía al hombre que había sido soldado.

Esa fue la alta escuela de la nación alemana y no en vano se concentraba sobre ella el odio mortal de aquellos que, por envidia y ambición, anhelaban y necesitaban para sus fines, la impotencia del Reich y la ausencia de la capacidad defensiva de sus ciudadanos.

Junto a la forma constitutiva del Estado y a la ponderada calidad del ejército, la incomparable organización administrativa del antiguo Reich integraba el conjunto de las tres instituciones ejemplares del Imperio.

Alemania era el país mejor organizado y mejor administrado del mundo. Al funcionario alemán podía tachársele fácilmente de rutinarismo burocrático, más, no por eso en los demás países las circunstancias eran diferentes; por el contrario, eran quizá peores. Lo que esos Estados no poseían era la admirable estabilidad del mecanismo administrativo y la incorruptible honradez y lealtad de los funcionarios con que contaba el Reich.

Sobre su constitución estatal, su ejército y su organización administrativa descansaba la fuerza y el poderío admirables del antiguo Imperio.

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Si se considera que frente a las deficiencias que existieron en Alemania antes de la guerra, habían también poderosos aspectos favorables, llegaremos a la conclusión de que la causa inicial del desastre de 1918 debe buscarse en otro terreno diferente, y en efecto este es el caso.

La última y la más profunda razón que determinó la ruina del Imperio, residía en el hecho de no haber reconocido oportunamente la trascendencia que tiene el problema racial en el porvenir de los pueblos.





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[1] Por Bismark el 30 de enero de 1871.

[2] La época que siguió a la revolución marxista en 1918.






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CAPÍTULO ONCE
La nacionalidad y la raza

Hay verdades que están tan a la vista de todos que, precisamente por eso, el vulgo no las ve o por lo menos no las reconoce. Así peregrinan los hombres en el jardín de la Naturaleza y se imaginan saberlo y conocerlo todo pasando, con muy pocas excepciones, como ciegos junto a uno de los más salientes principios de la vida; el aislamiento de las especies entre sí.

Basta la observación más superficial para demostrar cómo las innumerables formas de la voluntad creadora de la Naturaleza están sometidas a la ley fundamental inmutable de la reproducción y multiplicación de cada especie restringida a sí misma. Todo animal se apareja con un congénere de su misma especie. Sólo circunstancias extraordinarias pueden alterar esa ley. Todo cruzamiento de dos seres cualitativamente desiguales da un producto de término medio entre el valor cualitativo de los padres; es decir que la cría estará en nivel superior con respecto a aquel elemento de los padres que racialmente es inferior, pero no será de igual valor cualitativo que el elemento racialmente superior de ellos.

También la historia humana ofrece innumerables ejemplos en este orden; ya que demuestra con asombrosa claridad que toda mezcla de sangre aria con la de pueblos inferiores tuvo por resultado la ruina de la raza de cultura superior. La América del Norte, cuya población se compone en su mayor parte de elementos germanos, que se mezclaron sólo en mínima escala con los pueblos de color, racialmente inferiores, representa un mundo étnico y una civilización diferentes de lo que son los pueblos de la América Central y la del Sur, países en los cuales los emigrantes, principalmente de origen latino, se mezclaron en gran escala con los elementos aborígenes. Este solo ejemplo permite claramente darse cuenta del efecto producido por la mezcla de razas. El elemento germano de la América del Norte, que racialmente conservó su pureza, se ha convertido en el señor del Continente americano y mantendrá esa posición mientras no caiga en la ignominia de mezclar su sangre.

Todo cuanto hoy admiramos –ciencia y arte, técnica e inventos- no es otra cosa que el producto de la actividad creadora de un número reducido de pueblos y quizá, en sus orígenes, de un solo pueblo. Todas las grandes culturas del pasado cayeron en la decadencia debido sencillamente a que la raza de la cual habían surgido envenenó su sangre.

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Si se dividiese la Humanidad en tres categorías de hombres: creadores, conservadores y destructores de cultura, tendríamos seguramente como representante del primer grupo sólo al elemento ario. El estableció los fundamentos y las columnas de todas las creaciones humanas; únicamente la forma exterior y el colorido dependen del carácter peculiar de cada pueblo.

Casi siempre el proceso de su desarrollo dio el siguiente cuadro:

Grupos arios, por lo general en proporción numérica verdaderamente pequeña, dominan pueblos extranjeros y desarrollan, gracias a las especiales condiciones de vida del nuevo ambiente geográfico (fertilidad, clima, etc.) así como también favorecidos por el gran número de elementos auxiliares de raza inferior disponibles para el trabajo, la capacidad intelectual y organizadora latente en ellos. En pocos milenios y hasta en siglos logran crear civilizaciones que llevan primordialmente el sello característico de sus inspiradores y que están adaptadas a las ya mencionadas condiciones del suelo y de la vida de los autóctonos sometidos. A la postre empero, los conquistadores pecan contra el principio de la conservación de la pureza de la sangre que habían respetado en un comienzo. Empiezan a mezclarse con los autóctonos y cierran con ello el capítulo de su propia existencia.

Una de las condiciones más esenciales para la formación de culturas elevadas fue siempre la existencia de elementos raciales inferiores, porque únicamente ellos podían compensar la falta de medios técnicos, sin los cuales ningún desarrollo superior sería concebible. Seguramente la primera etapa de la cultura humana se basó menos en el empleo del animal doméstico que en los servicios prestados por hombres de raza inferior.

Fue después de la esclavización de pueblos vencidos cuando comenzó a afectar también a los animales el mismo destino y no viceversa, como muchos suponen; pues, primero fue el vencido quién debió tirar del arado y sólo después de él vino el caballo. Únicamente los locos pacifistas pueden ser capaces de considerar esto como un signo de iniquidad humana, sin darse cuenta de que ese proceso evolutivo debió realizarse para llegar al final a aquel punto desde el cual los apóstoles pacifistas propagan hoy sus disparatadas concepciones.

El progreso de la Humanidad semeja el ascenso por una escalera sin fin, donde no se puede subir sin haberse servido antes de los primeros peldaños. El ario debió seguir el camino que la realidad le señalaba y no aquel otro que cabe en la fantasía de un moderno pacifista.

Se hallaba precisado con claridad el camino que el ario tenía que seguir. Como conquistador sometió a los hombres de raza inferior y reguló la ocupación práctica de estos bajo sus órdenes conforme a su voluntad y de acuerdo con sus fines. Mientras el ario mantuvo sin contemplaciones su posición señorial fue, no sólo realmente el soberano, sino también el conservador y propagador de la cultura.

La mezcla de sangre y, por consiguiente, la decadencia racial son las únicas causas de la desaparición de viejas culturas; pues, los pueblos no mueren por consecuencia de guerras perdidas sino debido a la anulación de aquella fuerza de resistencia que sólo es propia de la sangre incontaminada.

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Si se inquieren las causas profundas de la importancia predominante del arrianismo, se puede responder que esa importancia no radica precisamente en un vigoroso instinto de conservación, pero si en la forma peculiar de manifestación de ese instinto. Subjetivamente considerada, el ansia de vivir se revela con igual intensidad en todos los seres humanos y difiere sólo en la forma de su efecto real. El instinto de conservación en los animales más primitivos se limita a la lucha por la propia existencia. Ya en el hecho de la convivencia entre el macho y la hembra, por sobre el marco del simple ayuntamiento, supone una amplificación del instinto de conservación natural. Casi siempre el uno ayuda al otro a defenderse, de modo que aquí aparecen, aunque infinitamente primitivas, las primeras formas de espíritu de sacrificio. Desde el marco estrecho de la familia, nace la condición inherente a la formación de asociaciones más o menos vastas y por último la conformación de los mismos Estados.

Sólo en muy mínima escala existe esta facultad entre los seres humanos primitivos, hasta tal punto, que estos no pasan de la etapa de la formación de la familia. Cuanto mayor sea la disposición para supeditar los intereses de índole puramente personal, tanto mayor será también la capacidad que tenga el hombre para establecer vastas comunidades.

Este espíritu de sacrificio, dispuesto a arriesgar el trabajo personal y si es necesario la propia vida en servicio de los demás, está indudablemente más desarrollado en el elemento de la raza aria que en el de cualquier otra. No sólo sus cualidades enaltecen la personalidad del ario, sino también la medida en la cual está dispuesto a poner toda su capacidad al servicio de la comunidad. El instinto de conservación ha alcanzado en él su forma más noble al subordinar su propio yo a la comunidad y llegar al sacrificio de la vida misma en la hora de la prueba. El criterio fundamental del cual emana este modo de obrar lo denominan –por oposición al egoísmo- idealismo. Bajo este concepto entendemos únicamente el espíritu de sacrificio del individuo a favor de la colectividad, a favor de sus semejantes.

Justamente en épocas en las cuales el sentimiento idealista amenaza desaparecer, nos es posible constatar de una manera inmediata una disminución de aquella fuerza que forma la comunidad y proporciona así las condiciones inherentes a la cultura. Tan pronto como el egoísmo impera en un pueblo, se deshacen los vínculos del orden y los hombres imbuidos por la ambición del bienestar personal se precipitan del cielo al infierno.

La posteridad olvida a los hombres que laboraron únicamente en provecho propio y glorifica a los héroes que renunciaron a la felicidad personal.

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El antípoda del ario es el judío.

Sus cualidades intelectuales han sido ejercitadas en el curso de los milenios. El nivel cultural corriente le proporciona al individuo –sin que muchas veces él mismo se dé cuenta de ello- un cúmulo tal de conocimientos preliminares que con este bagaje queda habilitado para poder encaminarse por sí solo. Como el judío jamás poseyó una cultura propia, los fundamentos de su obra intelectual siempre fueron tomados de fuentes ajenas a su raza, de modo que el desarrollo de su intelecto, tuvo lugar en todos los tiempos dentro del ambiente cultural que le rodeaba.

Nunca se produjo el fenómeno inverso.

Porque si bien el instinto de conservación del pueblo judío no es menor, sino más bien mayor que el de otros pueblos, y aunque también sus aptitudes intelectuales despiertan la impresión de ser iguales a las de las demás razas, en cambio le falta en absoluto la condición esencial inherente al pueblo culto; el sentimiento idealista.

El espíritu de sacrificio del pueblo judío no va más allá del simple instinto de conservación del individuo. Su aparente gran sentido de solidaridad no tienen otra base que la de un instinto gregario muy primitivo, tal como puede observarse en muchos otros seres de la naturaleza. Notable en este aspecto es el hecho de que ese instinto gregario conduce al apoyo mutuo únicamente mientras un peligro común lo aconseje conveniente o indispensable. Es, pues, un error fundamental deducir que por la sola circunstancia de asociarse para la lucha o mejor dicho para la explotación de los demás, tengan los judíos un cierto espíritu idealista de sacrificio. Tampoco en esto impulsa al judío otro sentimiento que el del puro egoísmo individual.

Por eso también el Estado judío –debiendo ser el organismo viviente, destinado a la conservación y multiplicación de una raza- constituye, desde el punto de vista territorial, un Estado sin límite alguno. Porque la circunscripción territorial determinada de un Estado supone en todo caso una concepción idealista de la raza que lo constituye y ante todo supone tener una noción cabal del concepto trabajo. En la misma medida que se carece de este criterio, falla también toda tentativa de formar y hasta de conservar un Estado territorialmente limitado. En consecuencia, le falta a ese Estado la base primordial sobre la cual puede erigirse una cultura, porque la aparente cultura que posee el judío no es más que el acervo cultural de otros pueblos, ya corrompido en gran parte en manos judías.

Al juzgar el judaísmo desde el punto de vista de su relación con el problema de la cultura humana, no se debe olvidar, como una característica esencial, que jamás existió ni hoy, consiguientemente puede existir, un arte judío.

Como el pueblo judío nunca poseyó un Estado con una circunscripción territorial determinada y tampoco, en consecuencia, tuvo una cultura propia, surgió la creencia de que se trataba de un pueblo que cabía clasificarlo entre los nómadas. Este es un error tan profundo como peligros. El nómada vive indudablemente en una circunscripción territorial definida, sólo que no cultiva el suelo como campesino arraigado, sino que vive del producto de su ganado, peregrinando como pastor en sus territorios. La razón determinante de este modo de vivir hay que buscarla en la escasa fertilidad del suelo que no le permite radicarse en un lugar fijo.

No, el judío no es un nómada; pues, hasta el nómada tuvo ya una noción definida del concepto "trabajo", que habría podido servirle de base para una evolución ulterior siempre que hubiesen concurrido en él las condiciones intelectuales necesarias. El judío fue siempre un parásito en el organismo nacional de otros pueblos, y si alguna vez abandonó su campo de actividad no fue por voluntad propia, sino como un resultado de la expulsión que de tiempo en tiempo sufriera de aquellos pueblos de cuya hospitalidad había abusado. "Propagarse" es una característica típica de todos los parásitos, y es así como el judío busca siempre un nuevo campo de nutrición.

En la vida parasitaria que lleva el judío, incrustada en el cuerpo de naciones y Estados, está la razón de eso que un día indujera a Schopenhauer a exclamar que el judío es el "gran maestro de la mentira". Su vida en medio de otros pueblos puede, a la larga, subsistir, solamente si logra despertar en ellos la creencia de que, en su caso, no se trata de un pueblo, sino de una "comunidad religiosa", aunque muy singular.

Esta es por cierto su primera gran mentira.

Para poder vivir como parásito de pueblos, tiene que recurrir el judío a la mixtificación de su verdadero carácter. Ese juego resultará tanto más cabal cuanto más inteligente sea el judío que lo ponga en práctica; y hasta es posible que una gran parte del pueblo que le concede hospitalidad llegue a creer seriamente que el judío es en verdad un francés, un inglés, un alemán o un italiano con la sola diferencia de su religión.

Los primeros judíos llegaron a las tierras de Germania durante la invasión de los romanos, y como siempre en calidad de mercaderes. En el vaivén de las invasiones de los bárbaros, desaparecieron aparentemente, de suerte que se puede considerar la época de la organización de los primeros estados germánicos como el comienzo de una nueva y definitiva judaización del centro y del norte de Europa. El proceso del desarrollo que se inicia siempre que elementos judíos se ven frente a pueblos arios, donde quiera que sea, tiene en todos los casos las mismas o muy parecidas características.

Con el establecimiento de las primeras colonizaciones hace el judío súbitamente su aparición. Paulatinamente se introduce en la vida económica, no como productor, sino exclusivamente como intermediario. Su habilidad mercantil de experiencia milenaria, lo coloca en un plano de gran ventaja con relación al ario, todavía ingenuo e ilimitadamente franco. Comienza por prestar dinero. Los negocios bancarios y del comercio acaban por ser de monopolio exclusivo. El tipo del interés usurario que cobra provoca al fin resistencias, excita indignación su creciente descaro y su riqueza mueve a envidia. Su tiranía expoliadora llega a tal punto, que se producen reacciones violentas contra él; pero ninguna persecución es capaz de apartarlo de sus métodos de explotación humana, ni se puede lograr expulsarlo, porque pronto vuelve a aparecer y es el mismo de antes. Para evitar por lo menos lo peor, se comienza a proteger el suelo contra la mano avarienta del judío, dificultándosele la adquisición de terrenos.

Cuanto más aumenta el poder de las dinastías, mayor es su empeño de acercarse a ellas. Por último, no necesita más que dejarse bautizar para entrar en posesión de todas las ventajas y derechos de los hijos del país. El judío hace este negocio con bastante frecuencia para beneplácito, por una parte, de la Iglesia que celebra la ganancia de un nuevo feligrés y, por otra de Israel que se siente satisfecho del fraude consumado. Aun en tiempos de Federico el Grande a nadie se le habría ocurrido ver en los judíos otra cosa que un pueblo "extraño" y el mismo Goethe se horrorizaba ante la idea de que en el futuro la ley no prohibiese el matrimonio entre cristianos y judíos. ¡Por Dios! que Goethe no ha sido ni un reaccionario ni un ilota. Lo que expresó no fue más que la voz de la sangre y de la razón. Pese a los vergonzosos manejos de las Cortes, el pueblo se percata intuitivamente de que el judío es un cuerpo extraño en el organismo nacional y lo trata como a tal.

Pero debió cambiar este estado de cosas. En el transcurso de más de un milenio ha llegado el judío a dominar en una medida tal el idioma del pueblo que le da hospitalidad, que cree poder arriesgarse a acentuar menos que antes su semitismo y en cambio decantar más su "germanismo". Con esto se produce el caso de una de las mixtificaciones más infames que se puede imaginar. La raza no radica en el idioma, sino exclusivamente en la sangre; una verdad que nadie conoce mejor que el judío mismo, el cual justamente da poca importancia a la conservación de su idioma, en tanto que le es capital el mantenimiento de la pureza de su sangre.

La razón por la cual el judío se decide en convertirse de un momento a otro en un "alemán", surge a la vista: su aspiración única tiende a la adquisición del goce pleno de los derechos del "ciudadano".

Previamente empieza por reparar ante los ojos del pueblo el daño que hasta aquí le había inferido. Inicia su evolución como "benefactor" de la humanidad. Corto tiempo después comienza a tergiversar las cosas, presentándose como si hasta entonces hubiese sido la única víctima de las injusticias de los demás y no viceversa. Algunas gentes excesivamente tontas creen en la patraña y no pueden menos que compadecer al "pobre infeliz".

Algo más todavía: el judío se hace también intempestivamente liberal y se muestra un entusiasta del progreso necesario a la humanidad. Poco a poco llega a hacerse de ese modo el portavoz de una nueva época.

Pero lo cierto es que él continua destruyendo radicalmente los fundamentos de una economía realmente útil al pueblo. Indirectamente, adquiriendo acciones industriales, se introduce en el círculo de la producción nacional; convierte esta en un objeto de fácil especulación mercantilista, despojando a las industrias y fábricas de su base de propiedad personal. De aquí nace aquel alejamiento subjetivo entre el patrón y el trabajador que conduce más tarde a la división política de las clases sociales.

A fin de cuentas, gracias a la Bolsa, crece con extraordinaria rapidez la influencia del judío en el terreno económico. Asume el carácter de propietario por lo menos el de controlador de las fuentes nacionales de producción.

Para reforzar su posición política, el judío trata de eliminar las barreras establecidas en el orden racial y civil que todavía le molestan a cada paso. Se empeña, con la tenacidad que el es peculiar, a favor de la tolerancia religiosa y tiene en la francmasonería, que cayó completamente en sus manos, un magnífico instrumento para cohonestar y lograr la realización de sus fines. Los círculos oficiales, del mismo modo que las esferas superiores de la burguesía política y económica, se dejan coger insensiblemente en el garlito judío por medio de lazos masónicos. Pero el pueblo mismo no cae en la fina red de la francmasonería; para reducirlo sería menester valerse de recursos más torpes, pero no por eso menos eficaces.

Junto a la francmasonería está la prensa como una segunda arma al servicio del judaísmo. Con rara perseverancia y suma habilidad sabe el judío apoderarse de la prensa, mediante cuya ayuda comienza paulatinamente a cercar y a sofisticar, a manejar y a mover el conjunto de la vida pública, porque él está en condiciones de crear y de dirigir aquel poder que bajo la denominación de "opinión pública" se conoce hoy mejor que hace algunos decenios.

Mientras el judío parece desbordarse en el ansia de "luces", de "progresos", de "libertades", de "humanidad", etc., practica íntimamente un estricto exclusivismo de su raza. Si bien es cierto que a menudo fomenta el matrimonio de judías con cristianos influyentes, sabe en cambio mantener pura su descendencia masculina. Envenena la sangre de otros, en tanto que conserva incontaminada la suya propia. Rara vez el judío se casa con una cristiana, pero si el cristiano con una judía. Los bastardos de tales uniones tienen siempre del lado judío. Esta es la razón por la cual, ante todo una parte de la alta nobleza, está degenerando completamente. Esto lo sabe el judío muy bien y practica por eso sistemáticamente este modo de "desarmar" a la clase dirigente de sus adversarios de raza. Para disimular sus manejos y adormecer a sus víctimas no cesa de hablar de la igualdad de todos los hombres, sin diferencia de raza ni color. Los imbéciles se dejan persuadir.

La etapa final de este desarrollo significa la victoria de la democracia o como el judío lo interpreta: la hegemonía del parlamentarismo

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El enorme desarrollo económico conduce a una modificación de las clases sociales. Es manifiesta la proletarización del artesano, porque debido a que las pequeñas industrias manuales van desapareciendo paulatinamente se le hace cada vez más difícil la posibilidad de asegurarse un medio de vida independiente. Surge el tipo del "obrero de fábrica", cuya característica esencial es la de que prácticamente no es capaz de llegar en el ocaso de su vida a contar con una existencia propia; es un desheredado en el sentido más lato de la palabra y sus últimos días son un tormento.

Ya se presentó en otra época una situación parecida que exigía imperiosamente solución, y ésta fue encontrada. A la clase de los campesinos y artesanos había venido a sumarse la de los empleados, particularmente los del Estado. También estos eran unos desheredados en el verdadero sentido de la palabra. El Estado encontró, a la postre, un remedio contra tan insana situación instituyendo el sistema de las pensiones o sea el pago de sueldos en el retiro. Poco a poco siguieron el ejemplo del Estado las empresas particulares, de tal modo que hoy casi todos los empleados regulares de ocupación no manual, cuentan con una pensión, naturalmente, siempre que la empresa respectiva hubiese adquirido o sobrepasado un cierto grado de desarrollo. Y fue precisamente la garantía para la vejez que ofrecía el Estado a sus servidores, la que pudo fomentar en el funcionario alemán aquella desinteresada lealtad profesional que, antes de la guerra, constituyera una de las mejores cualidades de la organización administrativa en Alemania.

Obrando inteligentemente, fue posible arrancar de la miseria social a toda una clase desposeída de fortuna, para después engranarla, en el conjunto de la vida nacional.

El mismo problema, pero esta vez en proporciones mucho mayores, se le había vuelto a presentar al Estado y a la nación. Millones de gentes emigraban del campo a las grandes ciudades para ganarse el sustento diario como obreros de fábrica en las industrias de reciente creación.

Mientras la burguesía no se preocupa de problema tan trascendental y ve con indiferencia el curso de las cosas, el judío se percata de las ilimitadas perspectivas que allí se le brindan para el futuro y, organizando por un lado, con absoluta consecuencia, los métodos capitalistas de la explotación humana, se aproxima, por el otro, a las víctimas de sus manejos para luego convertirse en el leader de la "lucha contra sí mismo"; es decir, "contra sí mismo" sólo en un sentido figurado, porque el "gran maestro de la mentira", sabe presentarse siempre como un inocente atribuyendo la culpa a otros. Y como por último tienen el descaro de guiar él mismo a las masas, éstas no se dan cuenta de que podría tratarse del más infame de los fraudes de todos los tiempos.

Veamos cómo procede el judío en este caso: Se acerca al obrero y para granjearse la confianza de éste, finge conmiseración hacia él y hasta parece indignarse por su suerte de miseria y pobreza. Luego se esfuerza por estudiar todas las penurias reales o imaginarias de la vida del obrero y tiende a despertar en él el ansia hacia el mejoramiento de sus condiciones. El sentimiento de justicia social que en alguna forma existe latente en todo ario, sabe el judío aleccionarlo, de modo infinitamente hábil, hacia el odio contra los mejor situados, dándole así un sello ideológico absolutamente definido hacia la lucha contra los males sociales. Así funda el judío la doctrina marxista. Presentando esta doctrina como íntimamente ligada a una serie de justas exigencias sociales, favorece la propagación de éstas y provoca, por el contrario, la resistencia de los bien intencionados contra la realización de exigencias proclamadas en una forma y con características tales, que ya desde un principio aparecen injustas y hasta imposibles de ser cumplidas.

De acuerdo con los fines que persigue la lucha judía y que no se concretan solamente a la conquista económica del mundo, sino que buscan también la supeditación política de éste, el judío divide la organización de doctrina marxista en dos partes, que, separadas aparentemente, son en el fondo un todo indivisible: el movimiento político y el movimiento sindicalista.

El movimiento sindicalista es de propaganda y ofrece ayuda y protección al obrero –y con esto la posibilidad de alcanzar condiciones mejores de vida- en la dura lucha por la existencia que tiene que sostener debido a la ambición o a la miopía de muchos patronos. Si el obrero no quiere abandonar la representación de sus derechos vitales al ciego capricho de individuos en parte irresponsables o hasta faltos de sentimiento humano, en una época en que la comunidad organizada del pueblo, es decir, el Estado, poco o nada se preocupa de su situación, no le queda otro recurso que asumir por sí mismo la defensa de sus intereses. En la misma medida en que la llamada burguesía nacional, cegada por la pasión de intereses materiales, opone los mayores obstáculos a esa lucha social –no solo embarazando, sino saboteando inclusive todo intento dirigido a disminuir la duración de la jornada de trabajo, inhumanamente larga, la protección a la mujer, la abolición del trabajo para menores, el mejoramiento de las condiciones sanitarias en los talleres y en las viviendas, el judío, más perspicaz que el burgués, aparenta preocuparse de los oprimidos. Poco a poco se convierte en el leader del movimiento sindicalista y esto con tanta más facilidad, cuanto que él no trata seriamente de la supresión de anomalías sociales, sino que se reduce a la formación de un cuerpo de incondicionales adictos, como fuerza combativa para destruir la independencia económica de la nación

En corto tiempo logra el judío desplazar de ese campo de actividad a todo competidor. La resistencia y la penetración de los que tienen el buen sentido de hacer frente a la seductora actitud judía, resultan a la larga rotas por el terror. Enorme es el éxito de esta táctica.

El judío destruye, efectivamente los fundamentos de la economía nacional, sirviéndose de la organización sindicalista, que podría ser bienhechora para la nación.

Paralelamente avanza el desarrollo de la organización política. Opera en común con el movimiento sindicalista al hacer que éste se encargue de preparar a las masas y de inducirlas, por la fuerza, a ingresar en la actividad política, cuyo enorme aparato de organización es fomentado por la inagotable fuente financiera de la organización sindicalista que es el órgano de control de la actuación política del individuo y juega el papel de azuzador en los grandes mítines y manifestaciones. Finalmente la organización sindicalista deja de lado la cuestión económica y pone al servicio de la idea política su principal arma de lucha, que es el paro en la forma de huelga general.

Mediante la organización de una prensa, cuyo contenido está adaptado al nivel espiritual de los menos instruidos, el movimiento político sindicalista tiene finalmente en su mano una institución inductora que predispone a las esferas sociales más bajas de la nación a cometer las más temerarias acciones. Esta prensa no tiene por misión el propósito de sacar a los hombres del fango de una baja pasión para situarlos en un plano superior, sino que por el contrario, procura fomentar los más viles instintos de la masa.

Sobre todo esta prensa es la que, mediante una campaña de difamación rayana en el fanatismo, denigra todo aquello que puede considerarse como el sostén de la autonomía nacional, del nivel cultural y de la independencia económica de la nación. Fustiga con particular saña a todos los espíritus fuertes que no quieren someterse a la arrogante hegemonía del judaísmo o a aquellos que, por sus cualidades geniales, creen los judíos ver en ellos un peligro.

El desconocimiento que reina en el seno de las masas acerca de la verdadera índole del judío y la falta de penetración instintiva de nuestras clases superiores, permiten que el pueblo sea presa fácil de esa campaña de difamación judía.

Mientras las clases superiores, por cobardía innata, se apartan del hombre que resulta víctima de las calumnias y difamaciones del judío, suele la gran masa del pueblo, por estulticia o simplicidad mental, creer en estas calumnias.

Políticamente el judío acaba por sustituir la idea de la democracia por la de la dictadura del proletariado. El ejemplo más terrible en ese orden, lo ofrece Rusia, donde el judío, con un salvajismo realmente fanático, hizo perecer de hambre o bajo torturas feroces a treinta millones de personas, con el solo fin de asegurar de este modo a una caterva de judíos, literatos y bandidos de bolsa, la hegemonía sobre todo un pueblo.

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Analizando los orígenes del desastre alemán, resalta como causa principal y definitiva el desconocimiento que se tuvo del problema racial y ante todo del problema judío.

Las derrotas sufridas en el campo de batalla en agosto de 1918 habrían sido muy fáciles de sobrellevar, pues no estaban en relación con la magnitud de las victorias que nuestro pueblo había alcanzado.

Toda derrota puede ser la madre de una futura victoria. Toda guerra perdida puede convertirse en la causa de un resurgimiento ulterior; toda miseria puede ser el semillero de nuevas energías humanas y toda opresión puede engendrar también las fuerzas impulsoras de un renacimiento moral, más esto, sólo mientras la sangre se mantenga pura.

La pérdida de la pureza de la sangre destruye para siempre la felicidad interior; degrada al hombre definitivamente y son fatales sus consecuencias físicas y morales.

Todo el aparente florecimiento del antiguo Imperio no podía disimular la decadencia moral de éste y todo empeño aplicado a buscar un afianzamiento efectivo del Reich, debió fracasar ante el caso omiso que se hacía del problema más importante. Por eso en agosto de 1914 no se lanzó a la guerra un pueblo preparado para la lucha; la exaltación que se produjo fue solamente el último destello del instinto de conservación nacional frente a la creciente atonía popular bajo la influencia pacifista-marxista. Como tampoco en aquellos días trascendentales se supo definir al enemigo interior, toda resistencia exterior debió resultar inútil. La providencia no premió a la espada victoriosa, sino que obró la ley de la eterna compensación.

De esta convicción surgieron para nosotros los principios básicos y la tendencia del nuevo movimiento; persuadidos como estábamos, esos fundamentos eran los únicos capaces de detener la decadencia del pueblo alemán y, a la vez, cimentar la base granítica sobre la cual podrá un día subsistir aquel Estado que represente no un mecanismo de intereses económicos extraño a nosotros, sino un organismo propio de nuestro pueblo

Un Estado germánico en la nación alemana.





CAPÍTULO DOCE
La primera fase del desarrollo del Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista



Si al finalizar la primera parte de este libro describo la fase inicial del desarrollo de nuestro movimiento y menciono brevemente una serie de cuestiones relacionadas con esa primera etapa, no o hago animado del propósito de realizar una disertación sobre sus fines ideológicos; pues, ellos son tan magnos que sólo pueden ser tratados en un volumen especial. Por eso en la segunda parte, habré de ocuparme a fondo de sus fundamentos programáticos, procurando delinear un cuadro de eso que nosotros entendemos bajo el concepto "Estado". Con el término "nosotros", me refiero a los centenares de miles de hombres que, en el fondo, ansían lo mismo, pero sin poder precisar con palabras aquello que hondamente preocupa a su imaginación. En efecto, lo remarcable en todas las grandes reformas consiste siempre en que el campeón de la idea es uno solo, en tanto que son millones los sostenedores de la misma. Su aspiración es a menudo, ya desde siglos atrás, un ferviente deseo de cientos de miles, hasta que llega el día en que aparece el hombre que proclama ese querer colectivo y que, encarnando una nueva vida, conduce a la victoria al viejo anhelo.

El hecho de que en la actualidad millones de hombres sientan íntimamente el deseo de un cambio radical de las condiciones existentes, prueba la profunda decepción que domina en ellos. Testigos de ese hondo descontento son sin duda los indiferentes en los torneos electorales y también los muchos que se inclinan a militar en las fanáticas filas de la extrema izquierda. Y es precisamente a éstos a quienes tiene, sobre todo, que dirigirse nuestro joven movimiento.

El problema de la reconstitución del poderío político de Alemania es, desde luego, una cuestión primordial que afecta al saneamiento de nuestro instinto de conservación nacional y esto porque la experiencia demuestra que toda política exterior de acción preparatoria, así como la valorización de un Estado, dependen en menor escala de los elementos bélicos disponibles que de la capacidad de resistencia moral, ya evidenciada o simplemente supuesta, de una nación. La importancia que adquiere un país como aliado se valora por la notoria presencia de un vibrante espíritu de conservación nacional y de un heroísmo hasta el sacrificio, y no por la simple posesión material de elementos bélicos inanimados, pues, una alianza no se pacta con armas, sino con hombres. Por eso el pueblo inglés será siempre considerado en el mundo como el más valioso aliado, mientras de su gobierno y de la voluntad de acción de sus masas se pueda esperar el concurso de aquella energía y de aquella tenacidad capaces de llevar la lucha iniciada a término victorioso, valiéndose de todos los medios y sin límites de tiempo ni de sacrificios. En este caso es indiferente el potencial de guerra del momento en relación con el de otros Estados.

Un joven movimiento que se impone como finalidad la reconstrucción del Estado alemán con soberanía propia, debe por entero concentrar su actividad en la tarea de ganar la adhesión de las masas. Desde el punto de vista netamente militar, será de fácil comprensión, ante todo para un Oficial, el hecho de que una guerra exterior no puede ser factible con batallones de estudiantes, sino que además de los cerebros de un pueblo, es menester también de sus puños. Tampoco se debe perder de vista que una defensa nacional apoyada exclusivamente en los círculos llamados pensantes, conduciría a despojar a la nación de un bien irreemplazable. La joven generación intelectual alemana que en otoño de 1914 cayera en las llanuras de Flandes debió después hacer enorme falta. Había sido pues la elite de la nación y su pérdida no fue posible compensarla en el curso de toda la guerra. No solamente la lucha es irrealizable cuando los batallones que se lanzan al ataque no cuentan en sus filas con la masa obrera, sino que resulta también utópica la preparación de carácter técnico sin la espontánea cohesión interior del organismo nacional.

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Fue por eso por lo que ya en el año 1919 nos hallábamos persuadidos de que el nuevo movimiento debía lograr previamente como objetivo capital, la nacionalización de las masas. De ahí resultaron, desde el punto de vista táctico, una serie de postulados:

1º Ningún sacrificio social resultará demasiado grande, cuando se trate de ganar a las masas para la obra del resurgimiento nacional. Quiere esto decir que un movimiento que aspira a reincorporar al obrero de Alemania al seno del pueblo alemán, tampoco debe detenerse ante sacrificios económicos, mientras éstos no impliquen una amenazar para la autonomía y la conservación de la economía nacional.

2º La educación nacional de la gran masa puede llevarse a cabo únicamente en forma indirecta, mediante un mejoramiento social, ya que sólo gracias a éste, son susceptibles de crearse aquellas condiciones económicas que permitan al individuo participar del acervo cultural de la nación.

3º Jamás puede lograrse la nacionalización de las masas por la acción de procedimientos a medias o por la simple observancia de un llamado punto de vista objetivo; esa nacionalización sólo es posible por obra de un criterio intolerante y fanáticamente parcial en cuanto a la finalidad perseguida. La gran masa de un pueblo no está constituida por profesores ni diplomáticos. Quién se proponga ganar a las masas, debe conocer la llave que le abra la puerta de su corazón. Esa llave no se llama objetividad, esto es, debilidad, sino voluntad y fuerza.

4º El éxito en la labor de ganar el alma popular depende de que simultáneamente con la acción de la lucha positiva por los propios ideales, se logre anular a los enemigos de estos ideales. En todos los tiempos el pueblo considera la acción resuelta contra un adversario político como una prueba de su propio derecho, y contrariamente, ve en la abstención de aniquilar al enemigo un signo de inseguridad de ese derecho y hasta la ausencia del mismo.

La gran masa no es más que una parte de la Naturaleza y no cabe en su mentalidad comprender el mutuo apretón de manos entre hombres que afirman perseguir objetivos contrapuestos. Lo que la masa quiere es el triunfo del más fuerte y la destrucción del débil o su incondicional sometimiento.

5º La incorporación en la comunidad nacional, o simplemente en el Estado, de un grupo convertido en clase social, no se produce por el descenso de nivel de las clases superiores existentes, sino por la exaltación de las esferas inferiores. Tampoco pueden ser gestoras de este proceso las clases superiores; eso está reservado sólo a las clases inferiores que luchan por su derecho de igualdad. La burguesía actual no llegó a engranarse en el Estado por obra de la nobleza, sino gracias a su propio esfuerzo y a su propia directiva.

El mayor de los obstáculos que se opone al acercamiento del obrero de nuestros días a la comunidad nacional, no radica en la representación de sus intereses corporativos, sino en la actitud hostil, a la nación y a la patria que asumen sus dirigentes internacionales. Guiadas bajo una orientación fanáticamente nacional en cuestiones políticas y en aquéllas que afectan a los intereses del pueblo, las mismas asociaciones sindicalistas podrían -prescindiendo de las controversias locales de índole netamente económica- convertir a millones de obreros en valiosísimos elementos de la nacionalidad.

Un movimiento de opinión que aspira honradamente a reincorporar al obrero alemán al seno de su pueblo, arrancándolo de la utopía del internacionalismo, tienen antes que rebelarse vigorosamente contra el criterio que domina particularmente en las esferas de los patronos industriales y que consiste en comprender bajo el concepto de "comunidad nacional" un incondicional sometimiento, desde el punto de vista económico del obrero al patrón, aparte de que creen ver una agresión contra la comunidad en toda reclamación por justificada que sea, que el obrero haga, velando por sus vitales intereses económicos.

Indudablemente el obrero atenta contra el espíritu de una verdadera comunidad nacional en el momento en que, apoyado en su poder, plantea exigencias perturbadoras, contrarias al bien público y a la estabilidad de la economía nacional; del mismo modo, no atenta menos contra esa comunidad el patrón que por medios inhumanos y de explotación egoísta, abusa de las fuerzas nacionales de trabajo, llenándose de millones a costa del sudor del obrero.

La fuente en la cual nuestro naciente movimiento deberá reclutar a sus adeptos será, pues, en primer término, la masa obrera. La misión de nuestro movimiento en este orden consistirá en arrancar al obrero alemán de la utopía del internacionalismo, libertarle de su miseria social y redimirle del triste medio cultural en que vive, para convertirle en un valioso factor de unidad, animado de sentimientos nacionales y de una voluntad igualmente nacional en el conjunto de nuestro pueblo.

Además, el objetivo que perseguimos no es invertir la estructura del campo de opinión, en sí nacional, sino ganar el campo antinacional. Tal punto de vista es fundamentalmente esencial para la acción táctica de todo nuestro movimiento.

6º Este criterio nuestro unilateral, pero justamente por eso, claramente definido, tienen que revelarse también en la propaganda del movimiento, aparte de que es indispensable por razones de la propaganda misma.

La propaganda tienen que responder en su forma y en su fondo al nivel cultural de la masa, y la eficacia de sus métodos deberá apreciarse exclusivamente por el éxito obtenido. En una asamblea popular no es el mejor aquel orador que espiritualmente se acerca más a los auditores de la clase pensante, sino aquél que sabe conquistar el alma de la muchedumbre.

7º Jamás se alcanzará el objetivo de un movimiento político de reforma por medio de una labor de difusión meramente informativa o llegando a influenciar a los poderes dominantes, sino únicamente mediante la posesión del mando político. Pero un golpe de Estado no puede considerarse triunfante por el solo hecho de que los revolucionarios se apoderen del gobierno, sino sólo cuando de la realización de los propósitos y objetivos, que encarna una tal acción revolucionaria, surge para la nación un bienestar mayor que en el régimen anterior; cosa que por supuesto no se puede afirmar de la "revolución alemana", como se vino a llamar el golpe de bandolerismo efectuado en el otoño de 1918.

Mas, si la conquista del poder político es condición previa para llevar a la práctica propósitos de reforma, lógico es que un movimiento animado de tales propósitos se considere, desde el primer momento de su existencia, como una corriente de la masa y no como un club de "tés literarios" o como un círculo provinciano de palique político.

8º El nuevo movimiento es antiparlamentario por su carácter y por la índole de su organización; es decir que en general, así como dentro de su propia estructura, rechaza el principio de decisión por mayoría, principio que degrada al Führer a la condición de simple ejecutor de la voluntad y de la opinión de los demás. En pequeño y en grande, encarna nuestro movimiento el principio de la autoridad absoluta del Führer que, a su vez, supone una máxima noción de responsabilidad.

Constituye una de las más elevadas tareas del movimiento, hacer de este principio la norma determinante, no sólo dentro de sus propias filas, sino también en el mecanismo de todo el Estado. Quien sea Führer, tendrá que llevar junto a su ilimitada autoridad suprema, la carga de la mayor y de la más pesada de las responsabilidades.

9º Nuestro movimiento no ve su cometido en la restauración de una forma determinada de gobierno en oposición a alguna otra. Sino en el establecimiento de aquellos principios fundamentales, sin los cuales, ni monarquía ni república pueden contar con una existencia garantizada. No es su intención fundar una monarquía o consolidar una república, sino crear un Estado germánico.

10º La cuestión de la organización interna del movimiento es cuestión convencional y no de principio. No es la mejor aquella organización que interpone entre la jefatura del movimiento y sus prosélitos un aparatoso sistema intermediario, sino la que se sirve del menos complicado mecanismo; pues no debe olvidarse que la tarea de organización consiste en transmitir a un cúmulo de hombres una determinada idea -que primero surgió en la mente de uno solo- y velar a su vez por la aplicación práctica de la misma.

Para la organización interna del movimiento privaron las siguientes directivas:

a) Concentración de toda la labor primeramente en un solo punto: Munich. Formación de una comunidad de adeptos leales a toda prueba y luego, perfeccionamiento de la escuela de los futuros propagadores de la idea. Adquisición de la autoridad necesaria por medio de éxitos políticos, grandes y notables, en la sede central.

b) Formación de grupos locales en otras ciudades, inmediatamente después de haber quedado consagrada la autoridad de la jefatura centran en Munich.

c) Así como un ejército sin jefes, sea cual fuese su sistema, carece de eficacia, así también es inútil una organización política no dotada de su respectivo Führer.

Para ser el Führer se requiere capacidad, no únicamente entereza, sin olvidar no obstante que debe darse mayor importancia a la fuerza de voluntad y de acción que a la genialidad en sí. Lo ideal pues será la conjunción de las condiciones de capacidad, decisión y perseverancia.

11º El futuro de un movimiento depende del fanatismo, si se quiere, de la intolerancia con que sus adeptos sostengan su causa como la única justa y la impongan frente a otros movimientos de índole semejante.

Es un gran error creer que la potencialidad de un movimiento se acreciente por efecto de la fusión con otro movimiento análogo. Ciertamente toda expansión en este orden significa numéricamente un aumento, dando al observador superficial la impresión de haberse vigorizado también el poder del movimiento mismo; pero la verdad, es que éste se adjudica los gérmenes de un debilitamiento que no tardará en hacerse manifiesto.

La magnitud de toda organización poderosa que encarna una idea, estriba en el religioso fanatismo y en la intolerancia con que esa organización, convencida íntimamente de la justicia de su causa, se impone sobre otras corrientes de opinión. Si una idea es justa en el fondo y así armada inicia su lucha, será invencible en el mundo: toda persecución no conducirá sino a aumentar su fuerza interior.

La grandeza del Cristianismo no se debió a componendas con corrientes filosóficas más o menos semejantes de la antigüedad, sino al inquebrantable fanatismo con que proclamó y sostuvo su propia doctrina.

12º Los secuaces de nuestro movimiento no deben temer el odio ni las vociferaciones de los enemigos de nuestra nacionalidad y de nuestra ideología; por el contrario, deberán más bien ansiarlas. La mentira y la calumnia son manifestaciones propias de ese odio. Aquél que no es calumniado y denigrado por la prensa judía no es alemán de verdad, ni es verdadero nacionalsocialista.

La mejor medida para aquilatar el valor de su criterio, la sinceridad de su convicción y la entereza de su carácter, es el grado de aversión con que es combatido por el enemigo mortal de nuestro pueblo.

13º Nuestro movimiento está obligado a fomentar por todos los medios el respeto a la personalidad. No debe olvidarse que el valor de todo lo humano radica en el valor de la personalidad; que toda idea y que toda acción son el fruto de la capacidad creadora de un hombre y que, finalmente, la admiración por la grandeza de la personalidad, representa no sólo un tributo de reconocimiento para ésta, sino también un vínculo que une a los que sienten gratitud hacia ella.

La personalidad es irreemplazable.

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Nada nos había hecho sufrir más, en la primera época de la formación de nuestro movimiento, que el que nuestros nombres fuesen desconocidos y sin importancia para la opinión pública, hecho que desde luego ponía en duda la posibilidad de nuestro éxito. En efecto, la opinión pública nada sabía de nosotros, ni nadie en Munich, con excepción de nuestros pocos adeptos y los amigos de éstos, sabía de la existencia de nuestro partido ni siquiera su nombre.

Se imponía, pues, salir al fin del círculo estrecho y ganar nuevos prosélitos, procurando a todo trance la difusión del nombre de nuestro movimiento.

Una vez al mes y posteriormente cada quince días, organizábamos "asambleas". Las invitaciones se escribían a máquina y en parte también a mano. Recuerdo todavía cómo yo mismo en aquel primer tiempo, distribuí un día personalmente en las respectivas casas, ochenta de estas invitaciones, y recuerdo también cómo esperamos aquella noche la presencia de las "masas populares" que debían venir.... Con una hora de retraso, el "presidente" se decidió al fin a inaugurar la "asamblea". Otra vez, no éramos más que siete, los siete de siempre.

Gracias a pequeñas colectas de dinero en nuestro círculo de pobres diablos, logramos reunir los medios necesarios para poder anunciar una asamblea mediante un aviso del diario independiente de entonces "Münchener Beobachter". La asamblea debía realizarse en el "Hofbräuhaus Kéller" de Munich. A las 7 de la noche, se hallaban presentes 111 personas.

La asamblea quedó abierta. Un profesor de Munich pronunció el primer discurso, luego debía yo tomar la palabra por primera vez en público. Hablé durante treinta minutos y aquellos que antes había sentido instintivamente, quedó comprobado por la realidad; tenía condiciones para hablar.

Al finalizar mi discurso, el público en el estrecho recinto, estaba como electrizado y el entusiasmo tuvo su primera manifestación en el hecho de que mi llamada a la generosidad de los presentes dio por resultado una colecta de 300 marcos.

El presidente del partido de entonces, señor Harrer, era periodista de profesión y como tal, indudablemente, un hombre de amplia ilustración. Pero, en su calidad de jefe de partido, pesaba sobre él el gravísimo defecto de no saber hablar para las masas. Minucioso y exacto, como en su trabajo profesional, carecía sin embargo del vuelo espiritual necesario, quizás precisamente debido a esa falta de talento oratorio. El señor Drexler, presidente del grupo regional de Munich en aquel tiempo, era un simple obrero, asimismo incapacitado para la oratoria y que tampoco tenía nada de soldado.

No había servido en el ejército, ni durante la guerra fue combatiente, de modo que a él, débil e indeciso por naturaleza, le faltaba la única escuela capaz de forjar, de caracteres pusilánimes espíritus varoniles. Ambos no eran hombres de la talla de los que llevan en el corazón, no sólo la fe fanática en el triunfo de una causa, sino que, animados de inquebrantable energía y hasta de brutal inexorabilidad, si ello es necesario, son capaces de vencer los obstáculos que pueden embarazar el triunfo de la nueva idea. A este fin podían sólo prestarse hombres que, mental y físicamente, hubiesen adquirido aquellas virtudes militares que quizás podríamos condensar en estos términos: la agilidad del galgo, la resistencia del cuero y la dureza del acero de Krupp. Entonces era yo todavía soldado activo con casi seis años de servicio, de manera que aquel círculo debió considerarme al principio como algo entraño en su seno. En mi vocabulario no regían las palabras: "no es posible" o "será imposible", "no debe aventurarse", "es todavía muy peligroso", etc.

El caso era naturalmente peligroso. Por cierto que los defraudadores marxistas del pueblo, debieron odiar en grado superlativo un movimiento cuya definida finalidad era ganar aquel sector social que hasta aquel momento se hallaba al exclusivo servicio de los partidos internacionales de judíos marxistas y traficantes de la Bolsa. Desde luego, el solo nombre "Partido Obrero Alemán", constituía una provocación.

Durante todo el invierto de 1919-1920 fue para mí una lucha continua el empeño de consolidar la confianza en la voluntad de vencer que debía animar al joven movimiento y acrecentarlo hasta aquel fanatismo que, convertido en fe, sería después capaz de trasladar montañas.

Entre tanto, el número de los que frecuentaban nuestras asambleas había ascendido a más de 200 y el éxito fue brillante lo mismo en el aspecto exterior, que en el orden económico. Quince días más tarde, la cifra había subido a más de 400.

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Jamás podré prevenir suficientemente a nuestro joven movimiento sobre el peligro de caer en la red de los llamados "trabajadores silenciosos". Estos no sólo son cobardes, sino también incapaces y haraganes. Todo hombre que está enterado de una cosa, que se da cuenta de un peligro latente, y que ve la posibilidad de remediarlo, tiene necesariamente la obligación de asumir en público una actitud franca en contra del mal, buscando su curación, en lugar de concretarse a obrar "silenciosamente".

La mayoría de los "trabajadores silenciosos" se dan ínfulas de saber, ¡Dios sabe qué! Ninguno de ellos sabe nada, pero tratan de sofisticar al mundo entero con sus artificios; son perezosos, pero despiertan por medio de su decantado trabajo "silencioso" la impresión de que tienen una actividad enorme y diligente. En una palabra, son embusteros y traficantes políticos, que detestan el trabajo honrado de los otros.

Incluso el más simple agitador que tiene el coraje de defender su causa abierta y varonilmente ante los adversarios en la taberna, labora más que mil de esos hipócritas, mentirosos y pérfidos.

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A principios del año 1920 induje a organizar el primer mitin. El presidente del partido, señor Harrer, creía no poder apoyar mi iniciativa en cuanto al momento elegido y se decidió en consecuencia, como hombre correcto y honrado, a dejar la presidencia. Antón Drexler fue el sucesor; yo personalmente me había reservado la organización de la propaganda, poniéndome resueltamente a la obra.

Para el 4 de febrero de aquel año quedó fijada la fecha de realización de la primera gran asamblea popular de nuestro movimiento, todavía casi desconocido hasta entonces. Los preparativos los dirigí yo mismo.

El rojo fue el color elegido; era el más provocador y el que naturalmente más debía indignar e irritar a nuestros detractores, haciéndonos ante ellos inconfundibles por otra razón.

A las 07:30 de la noche debía inaugurarse la asamblea. Quince minutos antes ingresé en la sala de la "Hofbräuhaus", situada en la Plaza de Munich. Mi corazón saltaba de alegría, pues el enorme local se hallaba materialmente repleto de gente en un número mayor a 2.000 personas. Más de la mitad de la sala parecía hallarse ocupada por comunistas y elementos independientes.

Tomé la palabra a continuación del primer orador. Pocos minutos más tarde menudeaban las interrupciones; en el fondo de la sala se producían escenas violentas. Un grupo de mis fieles camaradas de la guerra y otros pocos adeptos más, se enfrentaron con los perturbadores y sólo paulatinamente pudo restablecerse el orden. Seguí hablando. Media hora después, los aplausos comenzaron a imponerse a los gritos y exclamaciones airadas, y, finalmente, cuando exponía los 25 puntos de nuestro programa, me hallaba frente a una sala atestada de individuos unidos por una nueva convicción, por una nueva fe y por una nueva voluntad. Quedó encendido el fuego cuyas llamas forjarán un día la espada que le devuelva la libertad al Sigfrido germánico y restaure la vida de la nación alemana.

Y junto al resurgimiento que veía venir, se levantaba inexorable, contra el perjurio del 9 de noviembre de 1918, la diosa de la venganza.

Lentamente fue vaciándose la sala.

El movimiento tomaba su curso.

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