domingo, 13 de abril de 2008

EL DESAFÍO DEL SIGLO XXI


Denes Martos


Estudio sobre las tendencias, políticas y posibilidades del próximo siglo


Introducción
Nuestra miopía básica
La enorme mayoría de nosotros vive su vida. Se limita a vivir su vida sin hacer demasiadas preguntas. La generalidad de las personas vive con la atención puesta en sus cosas, en sus problemas, en sus anhelos, en sus inquietudes. Y vive esa vida como si fuese la única.

En cierto sentido lo es. La vida de cada individuo biológico es singular, intransferible y, probablemente, irrepetible. Pero no es la única vida que existe, ni la única vida posible. Ni siquiera es, con mucha probabilidad, la única que vale la pena. En realidad, la vida de cada uno de nosotros es como una caja dentro de otra caja, que está contenida en otra caja, la que a su vez constituye el envoltorio de otra caja... Y, con la miopía de nuestros paradigmas cotidianos, no vemos sino los límites de la primer caja que nos contiene.

Por un lado, formamos parte de grupos humanos. Por el otro, somos parte de estructuras organizadas. Pertenecemos a una familia, a una sociedad, a una profesión, a una empresa, a un tiempo, a una época, a una civilización, a una cultura... Con su tecnología, su ciencia, sus creencias, sus mitos, sus hábitos y sus costumbres. La mayoría enorme de las personas ni siquiera tiene conciencia de que habla un idioma - lo que significa que piensa en un idioma - que, de haber nacido en otra parte, bien podría haber sido otro. Con lo que podría haber sido la misma persona pero de un modo diferente. Porque el idioma nos condiciona y es una de las tantas cajas que, de algún modo, contiene nuestra forma de pensar.

Nos levantamos, trabajamos, comemos, viajamos, nos informamos, usamos cosas, compramos cosas, pensamos, deseamos, amamos, odiamos, dormimos y, al día siguiente, empezamos todo de nuevo con una especie de presunción tácita de que nuestro pequeño Yo es el centro y motor alrededor del cual gira todo el Universo.

Oficialmente y según lo que nos han enseñado en la escuela, es cierto que ya no afirmamos que el Universo gira alrededor de la tierra. Pero seguimos creyendo que todo gira alrededor de nosotros mismos. En alguna medida, hemos dejado de ser geocéntricos. Lo que no hemos dejado de ser es egocéntricos. Y somos egocéntricos porque, en realidad, nuestro más profundo subconsciente sigue siendo geocéntrico por más tributo formal que le rindamos a Copérnico y a Giordano Bruno. Porque, aunque que sepamos y afirmemos que es la tierra la que gira alrededor del sol, en nuestro lenguaje cotidiano seguimos diciendo que el sol sale por un lado y se pone por el otro. En realidad, mientras algunas personas colocan satélites en órbita, millones de otras personas siguen pensando en las estrellas con la misma infantil candidez que tuvieron los caldeos hace más de dos milenios.

El pasado que distorsionamos.
Gran parte de esta actitud se debe a que tenemos Historia pero no somos conscientes de que formamos parte de ella. Estudiamos Historia como si la misma le hubiera sucedido a otros. Nuestros hijos recitan la lección en el colegio del mismo modo en que nosotros la recitamos en su momento y la enorme mayoría de las veces nadie se forma una idea, siquiera aproximada, acerca de qué tiene todo eso que ver con nosotros. Egipto, Grecia, Roma, el Medioevo, son como historias que le han pasado a otros. Son como cuentos de un país de hadas que narran hechos sucedidos en otro lugar, en otras partes, a otra gente. Ni nos damos cuenta de que esas historias, en muchísimos casos, encierran la biografía de nuestros antepasados.

Por otro lado, no tenemos una Historia. Tenemos varias. Tantas como corrientes de pensamiento, modas, mitos o ideologías se nos ha ocurrido inventar. Exceptuando un par de cronologías asépticas, todas las demás obras de Historia difieren entre sí. Las escritas por los católicos no concuerdan con las que escribieron los marxistas; las escritas por liberales celebran hechos que denostan los conservadores; los historiadores liberales y cosmopolitas nos presentan una Historia fundamentalmente distinta a la que escribieron los tradicionalistas. Los economistas nos hablan de una Historia diferente a la de los políticos; la de los teólogos no concuerda con la de los artistas; la de los científicos es incongruente con la de los militares. Cada secta, cada moda filosófica, cada profesión, cada ideología tiene su propia Historia acomodada convenientemente a sus necesidades, objetivos y prejuicios.

Miramos hacia nuestro pasado a través de un catalejo cuya óptica se halla tallada por los anhelos y los propósitos de nuestro presente. Usamos a la Historia para demostrar que nuestras opiniones actuales son acertadas; la utilizamos como prueba de la rectitud de nuestras intenciones; para tranquilizarnos con la certeza de que estamos ubicados en la "dirección histórica correcta". No la vemos como el origen de lo que somos. La consideramos como un argumento para justificar lo que quisiéramos llegar a ser. En si mismo, el hecho no es, en realidad, tan objetable; lo peligroso es que no nos demos cuenta de ello y lo inadmisible es que lo neguemos a la hora de tener que soportar algunas críticas.

Los mitos que construimos.
Con una visión así de nuestro devenir, terminamos muchas veces colocando el carro delante de los caballos. No usamos la experiencia que podría darnos la Historia para aprender cómo se hacen las cosas y, dado el caso, como no deberían hacerse. Procedemos a la inversa: dejamos correr nuestra fantasía para construir castillos en el aire y luego tratamos de darle a esos castillos algún fundamento histórico. Modelamos nuestro pasado para ajustarlo a nuestras pretensiones.

Así surge todo un cúmulo de mitos, leyendas y fantasías en las que creemos firmemente, ahuyentando nuestras dudas con la ilusión de que constituyen hechos "históricamente demostrados". Perdemos de vista que, con tan sólo un poco de habilidad dialéctica, con tan sólo un poco de arbitrariedad en la selección de los acontecimientos considerados, con tan sólo un poco de licencia poética, prácticamente no hay fábula que no pueda presentarse como "fundada" en hechos históricos.

Hemos construido de este modo toda una serie de mitos. Algunos de ellos totalmente irreales y otros que no son sino tremendas exageraciones de fenómenos que en realidad fueron completamente diferentes. El problema con estas construcciones arbitrarias es que no son inocentes leyendas destinadas a amenizar nuestro tedio. Nuestra mitología no es como fue la de los griegos. No es la expedición poética al reino de una fantasía poblada de personajes más o menos creíbles. No es una obra con intenciones artísticas sino un engendro con pretensión científica. No es un cuento para distender nuestro espíritu. Es un conjunto de mitos que - por la misma esencia del mito - se dirige a motorizar nuestra Voluntad de Poder.

Los fundamentos que presuponemos.
Dando por buenos a estos mitos hemos terminado por creer y aceptar que todo el cosmos se basa en ellos. El resultado es que vivimos creyendo que el mundo funciona de cierta manera cuando, en realidad, lo hace de una forma completamente distinta. Confundimos expresiones de deseos con afirmaciones de hechos.

Lo peor de todo es que, cuando aparecen los hechos que deberían hacernos dudar de la validez de nuestras fantasías, en no pocas ocasiones nos aferramos a la fantasía con desesperación y nos negamos a considerar los hechos. En el fondo, en algún recoveco de nuestro inconsciente, sabemos sin embargo que el mundo no es como desearíamos que fuese. Pero nuestra voluntad, aprisionada en el mito, responde con un encogimiento de hombros y usamos nuestra razón para construir argumentos increíblemente rebuscados a fin de salvar el mito a pesar de todo.

Con este método hemos logrado fundar toda una civilización con una cultura oficial cuya mayor parte se asienta sobre las nubes. Y tratamos de sostener este castillo en el aire con la excusa, parcialmente cierta, de que todo desarrollo se detendría si no nos pusiésemos objetivos lejanos; con el pretexto de que todo progreso cesaría si no intentásemos lo que parece imposible; con el argumento de que el "deber ser" precede al "ser". Desgraciadamente, cuando la realidad demuestra que ciertos proyectos son simplemente estúpidos, en lugar de abandonar la estupidez nos enojamos con la realidad.

Afirmamos que nuestra civilización está basada en determinada serie de principios y la mirada más superficial a los hechos demuestra que se basa en una serie completamente distinta. Nuestros fundamentos reales no se condicen con nuestras declaraciones de principios. Frecuentemente hay un abismo entre lo real y lo formal y demasiadas veces nos negamos a verlo. Creemos tener una sociedad basada en determinados valores y, a la hora de la verdad, resulta que los valores vigentes son totalmente diferentes. A veces hasta opuestos.

Las personas con las que nos relacionamos.
Así como no tenemos una noción clara de los fundamentos de nuestra civilización, tampoco tenemos una idea concreta de nuestras ataduras sociales. Realmente, en una cantidad alarmante de casos, las personas no tienen ni la más mínima noción de cómo está organizada la sociedad en la que viven. Muchos creen que las personas simplemente se juntan. Muy pocos tienen una idea, aunque más no sea somera, de lo terriblemente complicado que es el funcionamiento de una sociedad de varios millones de individuos. De lo difícil que resulta disponer las cosas de tal forma que cada cual encuentre razonablemente lo que necesita y que cada cual aporte algo para que todos tengamos luego algo que encontrar.

Vivimos creyendo que nuestras relaciones personales se dan sobre una base de espontaneidad. Millones de personas creen que la vida que llevan es "natural"; que nuestras asociaciones son "naturales"; que es "natural" que las personas se relacionen del modo en que estamos acostumbrados a verlo. Y la verdad es completamente diferente: nuestras sociedades se basan en una cantidad enorme de supuestos artificiales, estructuras artificiales, normas artificiales, convencionalismos, comportamientos adquiridos y valores inventados. En muchos casos, estamos tan atrapados por esta maraña de lazos artificiales que ya ni entendemos demasiado bien a los realmente naturales.

Estamos comenzando a perder, así, hasta a la estructura social básica de nuestra especie. En un sentido estricto ya ni formamos familias, formamos parejas. Sencillamente, nos apareamos. Y, si bien es cierto que la romanticonería popular todavía pretende que los matrimonios sean para toda la vida y hasta que la muerte nos separe, la verdad es que nadie hace demasiados esfuerzos por lograrlo. De hecho, muchos ya ni saben cuales son los esfuerzos que deberían hacer en absoluto.

Las cosas que usamos.
No entendemos muy bien cómo estamos organizados para hacer las cosas; pero también entendemos cada vez menos las cosas que hacemos y usamos.

No sabemos cómo funcionan los objetos. Nueve de cada diez propietarios de automóviles no sabrían diferenciar un pistón de una biela. Tendríamos que buscar con lupa al empleado que supiera cómo funciona el ascensor que usa todos los días para subir a su oficina. Vivimos en un mundo práctico sembrado de miles de aparatos diferentes; vivimos dependiendo ya de dichos aparatos; nos pasamos la vida juntando el dinero necesario para comprarlos; trabajamos fabricándolos. Y, en la enorme mayoría de los casos, no sabemos cómo funcionan.

Lo peor de todo es que no nos damos cuenta de lo terriblemente dependientes que nos hemos vuelto de estos objetos. Hemos organizado nuestras vidas dando por sentada su existencia y ni nos podemos imaginar el caos que se produciría si, de pronto, nos faltasen o dejasen de funcionar. La mayoría de las amas de casa piensa que sería todo un drama tener que volver a lavar la ropa a mano. Es muy posible que lo sería. Pero no sólo por la incomodidad del trabajo físico sino porque, además y muy probablemente, la mayoría de las amas de casa ni siquiera tendría el tiempo suficiente para hacerlo.

Ya estamos organizados en función del tiempo nos ahorran nuestros aparatos. Es cierto que esto no necesariamente significa que disponemos de mucho más tiempo ocioso que en épocas anteriores. Lo que sucede es que cada vez hacemos más cosas con menos personas, en menos tiempo, y hay cada vez más personas sobre el planeta. Lo que hoy hace cualquier mujer en un hogar burgués de clase media, apenas unos cincuenta o cien años atrás lo hacía la Señora de la casa con, por lo menos, dos o tres sirvientes. Lo que hoy hace una línea de producción robotizada, hace apenas diez años atrás lo hacían cincuenta o cien operarios. Nos hemos fabricado sirvientes mecánicos; operarios mecánicos; esclavos de material plástico y aluminio de los cuales, por lo general, desconocemos prácticamente todo lo que está debajo de la carcaza.

Las decisiones que dejamos tomar.
Lo que nos pasa con los objetos nos pasa también y casi en la misma medida con nuestras estructuras políticas, sociales y económicas: no sabemos muy bien cómo surgen las decisiones y cómo se distribuyen las responsabilidades. En este sentido, los titulares de los diarios son a los hechos lo mismo que las botoneras de comando a los aparatos. Sabemos aproximadamente cual es el comportamiento que se espera del usuario pero no entendemos, casi para nada, todo lo que sucede después de que el usuario se ha comportado de alguna de las limitadas formas previstas.

En cuanto a las instituciones públicas hay un modelo formal, teórico, según el cual se supone que deberían funcionar. Pero todo el mundo sabe, o por lo menos sospecha, que la realidad es totalmente otra. Nadie tiene una visión clara de cuales son los principios básicos por los cuales realmente se rige la actividad pública. Y los que tienen esa visión, o al menos alguna idea al respecto, se cuidan mucho de abrir la boca ya que decir la verdad implicaría mandar de paseo una buena cantidad de mitos institucionalizados considerados sacrosantos. El resultado es que casi nadie sabe cómo funciona realmente nuestra sociedad y, al no saberlo, tampoco se sabe qué es lo que hace falta para mantenerla funcionando o - lo que sería harto deseable - qué deberíamos hacer para que funcione un poco mejor.

En lo que se refiere a las decisiones que, directa o indirectamente, nos afectan a todos, para la enorme mayoría de la gente, las cosas simplemente suceden. Alguien, en algún lado, decide cosas que luego aparecen en los titulares. Los periodistas comentan, algunos ilustres personajes comentan, alguna gente comenta. Y después de los comentarios algunas cosas se hacen. Otras no. Otras se hacen a escondidas. La gran mayoría nunca se entera de quién tomó la decisión, o cómo la tomó, o qué consecuencias colaterales tuvo. El tema se agita por unos días y luego resurge solamente si aparece, por casualidad, algún tema parecido o conexo.

Y cuando algo degenera en un desastre, o cuando aparecen atrocidades imposibles de disimular, las responsabilidades se diluyen. Con la moral en general y con la moral pública en particular sucede que el tema adquiere envergadura solamente a la hora de acusar a los demás. Es cierto que sería estúpido cometer la ingenuidad de pretender que los corruptos se acusen a si mismos. Pero no menos cierto es que las acusaciones de corrupción se imputan a personas que, en una cantidad muy grande de casos, no han hecho más que proceder según reglas y procedimientos absolutamente usuales. Cuando no se pueden delimitar responsabilidades, es todo un sistema el que está corrupto. Por eso es que casi nunca hay culpables ni condenados.

No tenemos idea de cómo son nuestras estructuras. Más específicamente: no tenemos noción de qué tan frágiles son. Muchísima gente vive quejándose de un montón de cosas que andan mal y ni se da cuenta de cuantas cosas andan razonablemente bien. Menos aún se tiene noción de la enorme cantidad de cosas que necesitamos todos los días para llevar la vida que llevamos. Hemos perdido de vista las características y la esencia misma de nuestras relaciones estructurales. Vivimos en un mundo que, mal que bien, funciona. Pero la enorme mayoría no sabe por qué funciona ni cómo funciona. Damos por sentadas demasiadas cosas. Aceptamos como normales y naturales muchísimos hechos que, en realidad, son terriblemente complicados y dependen de factores muy críticos que ignoramos casi por completo.

Las ideas que afirmamos.
Frente a todo ello, nos autoengañamos creyendo que podremos mantener el rumbo aferrándonos a lo que llamamos nuestros principios. Pero, bien mirados, nuestros grandes principios son muchas veces simples delirios referidos a caprichosas expresiones de deseos. El mundo no funciona en base a las ficciones novelescas que cultivamos. El universo que nos rodea, y del que formamos parte, funciona por relaciones, proporciones, probabilidades, reglas, leyes, normas y pautas bastante bien establecidas. Podemos no entenderlas a todas. Seguramente ignoramos muchas más de las que conocemos. A algunas muy probablemente las conocemos demasiado poco y habrá unas cuantas que conocemos mal. Pero si hemos conseguido evolucionar en algo durante los últimos dos millones y medio de años fue porque, al menos durante mucho tiempo, hemos tratado de entender cada vez más poniendo cuidado de no confundir nuestros caprichos con las posibilidades reales de este universo. Últimamente nos hemos vuelto tan soberbios que hemos comenzado a creer que cualquiera de nuestras extravagancias entra dentro del ámbito de lo posible.

En muchos rubros no nos ha ido muy bien que digamos. Y todo parece indicar que, de persistir en esta tontería, lo único que podemos esperar es que nos vaya aún peor. El confundir nuestros deseos con nuestras posibilidades reales es, quizás, una de las características más sobresalientes en nuestra Historia de los últimos cien o doscientos años.

El fenómeno tiene, probablemente, su explicación en los grandes logros que innegablemente hemos conquistado. Perdimos gran parte de nuestra capacidad de asombro precisamente por lo asombroso de nuestros avances tecnológicos. Pero estamos algo así como ebrios de éxito y, como todos los ebrios, no dejamos estupidez sin hacer. La ebriedad nos ha hecho perder gran parte de la noción de nuestros propios límites. Y esto no es una cuestión de optimismo o pesimismo. Mucho menos es una cuestión de descreer de la posibilidad de un gran futuro con conquistas aún más asombrosas que las conseguidas hasta ahora. La cuestión es más bien repasar un poco los ámbitos en que hemos podido avanzar con tanto éxito y compararlos con aquellos otros ámbitos en dónde los avances han sido muchísimo menos espectaculares. La cuestión, como en toda cuestión de ebriedad, es no perder el equilibrio.

El futuro que nos espera.
Con nuestra persistente y casi deliberada ignorancia de la realidad; con la tozuda costumbre de aferrarnos a las expresiones de deseos declarándolas realidades; con nuestra manía de construir castillos en el aire y enojarnos luego cuando no se sostienen; tarde o temprano terminaremos metiéndonos en situaciones imposibles de mantener. Ya nos pasó con el imperio soviético y seguimos negándonos a admitir que el comunismo del Siglo XX no fue nunca otra cosa que el liberalismo del Siglo XVIII pensado hasta sus últimas consecuencias.

Por otra parte, la falta de una visión integradora de la realidad, la falta de una visión cultural comprensiva, nos está llevando a una especie de atomización cultural producida por el desgarramiento de nuestro saber en muchas direcciones distintas sin una guía orientadora que lo estructure en un todo coherente. Estamos en el mejor camino de tener mucho conocimiento sin nada de sabiduría. Exploramos lo infinitamente pequeño por un lado y lo infinitamente grande por el otro sin tener una idea demasiado clara de las correlaciones por las cuales ambos enfoques no revelan sino distintos aspectos del mismo universo.

Nos estamos volviendo más eficientes en muchas actividades. Eficiencia y excelencia son metas muy apreciadas en nuestra civilización. Pero la mayoría de nuestros intelectuales se enoja cuando se entera de que tienen un precio. Sobre todo cuando resulta que, para ser eficientes, hay que tirar a la basura un montón de teorías y mitos que no se condicen para nada con las bases mínimas requeridas por la excelencia y la eficiencia. Y lo peor de todo es que sin eficiencia y excelencia estamos casi condenados al caos porque el constante crecimiento de nuestro volumen demográfico hace que las ineficiencias se paguen con sangre. De modo que, mientras por un lado la eficiencia nos hará falta para sobrevivir, por el otro le seguimos poniendo piedras en el camino porque, para lograrla, tendríamos que dejar de lado un montón de paradigmas que la imposibilitan o - al menos - la dificultan.

Hemos generado mil formas de escapismo. Desde las drogas hasta nuestros más inocentes entretenimientos, toda la industria del esparcimiento está dirigida a hacernos olvidar - aunque más no sea por unos momentos - la realidad cotidiana. De hecho, nos pesa horrores la rutina; esa gris reiteración de actos casi automáticos que constituye la mayor parte de nuestras vidas. Nos fugamos de ese aburrimiento recurriendo a la pantalla del televisor. Y en esa pantalla esperamos ver, en imágenes, el mundo que nos niega nuestra propia realidad. Así, por televisión, corremos las carreras de las que nunca participamos; admiramos a mujeres que jamás conocimos; miramos los paisajes que no visitamos; peleamos las guerras que nunca libramos y los norteamericanos han llegado hasta a ganar en la pantalla las guerras que perdieron en la realidad.

Lo curioso es que nos refugiamos en esos mundos de fantasía justo en una época que ha abierto la frontera más inmensa de todas las fronteras que ha conocido nuestra especie. Nos refugiamos en la alucinación de las drogas justo al día siguiente de haber llegado a la luna. Es como si renunciáramos a nuestra vocación de conquista justo el día antes de lograr la posibilidad de emprender la más impresionante conquista de todas. Producimos preocupadísimos trabajos sobre el problema de la explosión demográfica y, sin solución de continuidad, protestamos airados por el costo de la investigación espacial argumentando la cantidad de escuelas que podrían haberse construido por el precio de un satélite. Nos estamos quedando sin espacio por un lado y, por el otro, denigramos todos los esfuerzos que pueden conducirnos a ganar el más fenomenal espacio que jamás nos hayamos imaginado.

La pasión por el cambio
Pero, aún con toda esta anarquía conceptual; a pesar de nuestras confusiones, dudas y conflictos, seguimos haciendo cosas, seguimos cambiando, articulando, modificando y transformando el mundo en el que vivimos. Seguimos enamorados del Progreso, así con mayúscula, que es uno de los viejos mitos heredados de los artífices de la Revolución Industrial.

El problema es que, a decir verdad, nunca terminamos de definir con precisión qué debíamos entender por "Progreso". Algunos pensaron el concepto en términos cuantitativos; otros lo hicieron en términos cualitativos y, por supuesto, no faltaron los que pusieron ambos criterios como condición para considerarlo auténtico. Últimamente, sin embargo, hasta a este concepto lo hemos conseguido simplificar: los grandes gurúes de la economía y de las teorías de la administración ya ni se preocupan por definir el Progreso. Ahora les basta con hablar de cambio.

El mensaje de todos los nuevos "filósofos" del management moderno es prácticamente unánime: El mundo cambia. Estamos inmersos en vertiginosos procesos de cambio. Quienes se resistan a él serán barridos de la escena. Quienes consigan alinearse prosperarán. Quienes sean capaces de anticiparse al cambio serán los verdaderos triunfadores del mañana. Empresas gigantescas han ido a la quiebra por no haber sabido detectar el cambio. Programas costosísimos terminaron en el cesto de papeles porque el producto diseñado se había vuelto obsoleto aún antes de salir de la línea de montaje. Productos que ningún industrial miope quiso fabricar se convirtieron en negocios de varios cientos de millones de dólares por obra y gracia de algún visionario que supo prever las necesidades que crearía el cambio. Los grandes gurúes del management predican la necesidad de aceptar la convivencia con el cambio. Nos dicen que debemos admitir el cambio no sólo porque significa Progreso sino por algo mucho más elemental: porque se ha vuelto inevitable.

Que es casi lo mismo que decir que se nos ha escapado de las manos. Si nunca definimos realmente al Progreso, menos aún estamos ahora en posición de saber adónde nos está conduciendo esta manía por el cambio permanente. Los mismos gurúes que predican la religión del cambio están desesperadamente tratando de elaborar métodos prácticos que nos permitan anticiparlo. Todas las modas administrativas de los últimos años, desde la Calidad Total, pasando por las estrategias centradas en el Cliente y terminando por los procesos de reingeniería de la empresa, se topan tarde o temprano con el mismo escollo: estamos sumergidos en una verdadera orgía de cambios pero ¿cómo haremos para saber hacia dónde nos llevan?.

En realidad, lo único que los grandes teóricos del cambio saben con certeza acerca de nuestro futuro es que será diferente. Y, si es cierto que eso es todo lo que saben, nuestro futuro promete ser bastante triste. Si lo único que sabemos del devenir de nuestra civilización es que cambiará constantemente, lo que en realidad nos ha sucedido es que hemos perdido la capacidad de construir el futuro. Y, si no tenemos una idea - aunque más no sea aproximada - del futuro que estamos construyendo, ¿qué nos hace pensar que estamos autorizados a seguir invocando al Progreso como justificación de nuestros actos; sea lo que fuere que este Progreso significa de todos modos?.

Si no podemos imaginarnos un futuro, la triste verdad es que ya no tenemos futuro. Decir que todo lo que podemos hacer es adaptarnos a un cambio inevitable es lo mismo que decir que nuestro futuro está en manos del azar, reduciendo la cuestión a tratar de adivinar qué número saldrá en el próximo giro de la ruleta del destino.

Deberíamos parar un momento y preguntarnos: ¿Es serio todo esto? ¿Podemos enfrentar el próximo milenio con esta aplastante pobreza de ideas y con esta casi increíble esterilidad creativa?

Un necesario alto en el camino
En la mitología de Roma, Janus era el guardián del portal de acceso a los cielos y el dios de los comienzos y los desenlaces. Los artistas de la época lo representaban con dos rostros: uno mirando hacia el pasado y el otro hacia el futuro. Se lo invocaba al comienzo de cada año y así fue como su nombre dió origen al del primer mes del calendario, Januarius, denominación de la cual se deriva nuestro actual Enero. Con sus dos rostros, Janus miraba hacia los tiempos idos y hacia los venideros.

Dentro de muy pocos años entraremos no sólo en un nuevo siglo sino, además, en un nuevo milenio. Quizás nos haría bien inspirarnos un poco en el antiguo dios bifronte: mirar hacia el pasado para aprender de nuestra experiencia y luego mirar con alegría hacia el futuro sabiendo que puede ser mejor si dejamos de lado muchas de las tonterías que insistimos en seguir cometiendo.

Todo lo que este estudio propone y pretende es que nos detengamos un poco a reflexionar. A pensar en serio y sin prejuicios sobre algunas cosas. En principio, deberíamos meditar en profundidad tanto sobre los remanidos clisés a los que con tan irracional pasión nos aferramos como sobre el camino que se abre ante nosotros para ser transitado durante los próximos diez siglos. Porque sería hacer ficción pura hablar del futuro sin haber entendido - o al menos tratado de entender - tanto nuestra realidad actual como la realidad de nuestro pasado. Hablar de lo que podemos hacer sin haber hecho el intento de comprender lo que somos y la forma en que hemos llegado hasta aquí sería como saltar en paracaídas con una venda en los ojos.

Por eso, la propuesta es atrevernos a aceptar la realidad de nuestro presente; atrevernos a tener otra vez un futuro y, de paso, tanto como para despejar el terreno, quizás sería bueno poner bajo la lupa a buena parte de los clisés que heredamos y que estamos aceptando sin mayor análisis. Tenemos que aprender a hacer dos cosas: mirar a las cosas de frente y a tirar lastre. Tenemos que juntar el coraje intelectual de aceptar el desafío del próximo milenio, que no es sino el desafío que nos lanzan nuestras propias posibilidades. Posibilidades que nacen de la rica experiencia que el Homo Sapiens ha adquirido a lo largo de su evolución. Pero, para hacer las cosas bien, muy posiblemente tengamos que tirar por la borda muchos paradigmas y prejuicios.

El Mundo no es como lo pintan los dogmas oficiales ni ha sido como lo describen las Historias sectarias. Lo estamos mirando a través de una pequeña ventana; la única que tiene la caja de nuestros dogmas y preconceptos. Y tarde o temprano deberemos admitir que los cristales de esa ventana distorsionan. Por eso, lo aconsejable sería abrirla de una vez por todas. Tanto como para que entre un poco de aire fresco y también para ver con mayor claridad.

Y si la ventana resulta estar atascada, alguien, en algún momento, tendrá que decidirse a romper el vidrio. Al fin y al cabo, el precio de un par de vidrios rotos es poca cosa comparado con el beneficio de recuperar un pasado real y volver a tener un futuro posible.

Capítulo I: La vida en nuestro Universo
El Cosmos
¿Somos realmente los Reyes de la Creación?. Después de Copérnico, tuvimos motivos muy fuertes para sospechar que no estábamos en el centro del Universo. Hoy, luego de haber puesto el pié en la Luna y explorado buena parte de nuestro sistema solar, sabemos que, vistos desde una óptica astronómica, más bien parecemos pasajeros de una nave espacial aproximadamente esférica y autoabastecida que, aparte de girar alrededor de una estrella de las tantas que existen de a millones en distintas galaxias, viaja a enorme velocidad por el espacio sideral en dirección desconocida.

Esta posición no demasiado relevante ha herido de algún modo nuestro orgullo. Hace tres o cuatro mil años atrás, los miembros de las civilizaciones que llamamos antiguas, afirmaban estar en el ombligo del mundo. Creían que el eje del mundo pasaba por ellos. Afirmaban ser descendientes, en línea directa, de los Dioses. Sostenían que el Hombre había sido la última y más perfecta creación de Dios. Proclamaban una relación directa con la deidad concibiéndose a si mismos como el resultado de un acto creativo, deliberado, de esa deidad.

Hemos heredado mucho de esa cosmovisión a través de la tradición bíblica. Es cierto que la ciencia ya no acepta a la Tierra como el centro del universo. Científicamente, sabemos que nuestro sol o nuestra galaxia no constituyen el centro del cosmos. Pero íntimamente, en las profundidades de lo que Jung llamó el inconsciente colectivo, allá por dónde arrancan las raíces de lo que constituye la Fe, en muchas personas todavía subsiste la convicción de que el Hombre es algo especial; algo diferente al "resto". Y esto es así aún para aquellos que no tienen, o al menos manifiestan no tener, una gran convicción religiosa.

El Centro del universo

Cuando Rafael pintó su célebre cuadro "La Escuela de Atenas", creó a un Platón con una mano apuntando hacia el cielo y su lado puso a un Aristóteles señalando hacia la tierra. De algún modo, esta obra de arte resume simbólicamente la controversia general que los seres humanos hemos sostenido desde siempre en todo lo referente al universo. Mientras para unos el Cosmos se halla más allá de nuestra capacidad estrictamente racional, para otros es perfectamente accesible disponiendo de las herramientas adecuadas.

La disputa es rastreable a todo lo largo de nuestra Historia. En Grecia, Platón y su Academia enseñaban que el origen del alma humana se halla en un lugar celestial del que proviene de algún modo todo el universo de las Ideas. Frente a él, Aristóteles y su Liceo mantenían que no hay nada fuera de la Naturaleza concreta - o Fisis - que contiene la totalidad de lo existente. Durante la Edad Media, la disputa continuó aproximadamente en el mismo tono entre nominalistas y realistas, desembocando en el Renacimiento con la controversia entre la escolástica aristotélica y los rebeldes como Giordano Bruno, Galileo y muchos otros. Siguió luego con la contienda entre idealistas y materialistas. De hecho, la discusión sigue hasta hoy día y, en cierto sentido, es posible que no termine nunca porque - en el fondo y como lo explica Jung con bastante claridad - obedece más a una predisposición psicológica que a datos objetivos reales.

Lo importante es que esta predisposición psicológica ha marcado de un modo muy profundo a toda la visión que tenemos del cosmos. En Grecia, la escuela de Platón sostenía la existencia de un sistema heliocéntrico, con nuestro Sol en el centro y una Tierra esférica girando a su alrededor. La escuela de Aristóteles desarrolló un modelo opuesto, geocéntrico, con la Tierra en el medio y las estrellas girando en torno a ella sobre distintas órbitas. Durante muchos siglos fue este modelo el que se impuso en el pensamiento de Occidente. Cuando a Copérnico se le ocurrió la posibilidad de poner en duda el modelo aristotélico y, sobre todo, cuando Galileo y Newton terminaron demostrando que ese modelo era inexacto, lo que se derrumbó no fue solamente una moda intelectual o una teoría científica: lo que cayó fue toda una Cosmovisión.

Pero no cayó sin pelear. En los cálculos de Herschel padre, publicados en 1785 y perfeccionados primero por su hijo y luego por Kapteyn en 1906, nuestro sol aparecía como el centro del Universo. Hacia fines de la Primer Guerra Mundial el modelo científicamente admitido del cosmos era el de una Vía Láctea como la que habían imaginado Kant y calculado los Herschel y Kapteyn: un gigantesco disco aplanado con el Sol en el centro. Más tarde, sin embargo, Shapley destronó al Sol de esta posición de privilegio demostrando que nuestro Sol es una pequeña y bastante anciana estrella ubicada en uno de los brazos de esa nebulosa en espiral que es la Vía Láctea siendo que el centro de nuestra galaxia se halla aproximadamente en la región de Sagitario.

Quedaba, con todo, aún el consuelo de pensar que al menos la Vía Láctea seguía siendo el centro del universo. Pero el consuelo duró sólo hasta 1952, cuando Baade demostró que la Vía Láctea no es sino una nebulosa espiral más entre la miríada de las que existen en el espacio. Destronada la Tierra por Copérnico, el Sol por Shapley y la Vía Láctea por Baade, el modelo que hoy nos plantean los científicos es el de un universo casi inabarcable por la mente humana.

El fenómeno, en si mismo, no sería demasiado importante si no acarrearía algunas consecuencias de peso. Desde el punto de vista teológico, nuestra posición astronómica es irrelevante puesto que Dios, en su infinita sabiduría podría habernos dejado caer en cualquier punto al azar de su Creación. La importancia del Centro la hemos inventado nosotros. Habría que ver qué importancia le ha dado Dios al centro de las cosas. Se haría bastante cuesta arriba demostrar que las cosas importantes se hallan siempre en el centro de algo. Al fin y al cabo, más allá de ventajas puramente utilitarias, ¿qué mérito esencial puede tener la equidistancia?.

La homogeneidad del Universo.

Pero si la posición astronómica es, en el fondo, irrelevante, no sucede lo mismo con nuestra posición cosmogónica. ¿Somos de verdad tan especiales como lo sugiere la mayoría de nuestras religiones?. ¿Tenemos - podemos tener - esa relación directa, especial y hasta personal con la deidad?. La afirmación bíblica en el sentido de que Dios hizo al Hombre a su imagen y semejanza ¿es cierta o resulta sólo un reflejo de la tremenda soberbia de los autores del Génesis?.

Mientras más avanzamos en nuestras investigaciones espaciales, más comenzamos a sospechar que esa idea proviene simplemente de nuestra propia vanidad antropocéntrica. Por de pronto, si hay algo que toda la actividad espacial ha confirmado, ese algo es la homogeneidad del universo. Que sepamos, no hay ningún dato relevante que nos permita dudar de que el universo es homogéneo pero la verdad es que no sabríamos muy bien cómo construir una explicación satisfactoria de la totalidad del modelo.

Por de pronto, todo parece estar en movimiento: la Tierra gira alrededor del Sol, que a su vez se mueve en el apex solar, que a su vez acompaña los movimientos de traslación y rotación de la Vía Láctea.... Hemos ensayado una multitud de teorías, desde los simples movimientos mecánicos imaginados por Platón y Aristóteles hasta el Big Bang primigenio según el cual nuestro Universo se hallaría en expansión debido a la explosión de un colosal núcleo de materia cósmica original, pero el sentido de todo el sistema se le escapa a la ciencia. De hecho: ¿para qué "sirve" el Universo? No lo sabemos.

Lo que sí sabemos es que, vaya nuestro planeta adonde vaya, los fenómenos se producen siempre según ciertas y determinadas leyes. Cuando el Hombre Primitivo encendió su primer fuego, la Tierra estaba en un lugar muy distinto al que está en este instante y, sin embargo, el proceso de oxidación violenta que provocó aquella llama es exactamente el mismo que hace funcionar nuestras actuales calderas y termotanques. Más aún: si enciendo un fósforo en este instante y otro tan sólo unos segundos más tarde, es quizás algo difícil de imaginar pero - merced al movimiento universal - el sitio en que encendí el primer fósforo puede llegar a quedar a millones de kilómetros de distancia del sitio en que encendí el segundo. Y, sin embargo, en cualquiera de estos sitios he podido producir exactamente el mismo fenómeno.

Esto es posible precisamente porque el universo es isótropo y homogéneo, es decir: presenta las mismas condiciones y está fabricado con los mismos materiales en toda su extensión. No sólo un fenómeno - como por ejemplo el de la luz - se produce y propaga de forma idéntica en cualquiera de sus puntos sino que, además, el análisis espectroscópico de la luz que recibimos de las estrellas, al igual que los materiales coleccionados por nuestras sondas espaciales y las expediciones tripuladas, concurre a demostrar que todo el cosmos está construido básicamente con los mismos "ladrillos" fundamentales. Podemos tomar una roca terrestre, una muestra de materia lunar, un pedazo de meteorito o el análisis de la luz emitida por una estrella y básicamente lo que hallamos es siempre nada más que distintas combinaciones de lo mismo. Analicemos lo que analicemos, siempre nos topamos con los mismos elementos: azufre, hierro, hidrógeno, potasio, helio, sodio... La Tabla de Mendeleiev tiene validez universal.

Por otra parte, la cantidad de estrellas iguales o parecidas a nuestro Sol que pueden existir en el Universo es una magnitud acerca de la cual sólo hemos estado especulando con mayor o menor fundamento. Shapley afirmaba que con nuestros telescopios podemos llegar a contabilizar algo así como 1020 soles. Descontando los soles que resultan ser muy diferentes al nuestro, según ciertos astrónomos todavía nos quedarían soles alrededor de los cuales podrían girar algo así como 100,000,000 de planetas en condiciones aproximadamente iguales a las de nuestra Tierra.

Esta cifra es, por supuesto, por demás discutible. Sirve, no obstante, para indicar una magnitud de probabilidades y para hacernos algunas preguntas inquietantes. ¿Por qué los 92 elementos de la Tabla de Mendeleiev han de estar por todas partes y la vida en un, y sólo un, lugar?. Sobre todo siendo que hay millones de otros lugares posibles. ¿Es que acaso somos realmente tan buenos como para ser únicos?

Más allá de la fantasía de vida en otros lugares del universo, la cuestión realmente trascendente es que la Tierra no es, casi con total certeza, el único lugar en dónde la vida es posible. Seamos - o no - los únicos en el cosmos, esta Tierra es con toda probabilidad sólo uno de los millones de lugares en el universo donde podemos habitar, crecer, soñar, reír, amar, construir, vivir y perpetuarnos.

Velocidad , distancia y tiempo.

Por el momento sin embargo, el desafío es la distancia y el tiempo. Nuestra civilización actual tiene pasión por el vértigo. Producimos automóviles que desarrollan cómodamente velocidades superiores a los 180 Km/hora. Nuestros aviones y misiles superan la velocidad del sonido. Formamos parte de una sociedad perdidamente enamorada de la velocidad a punto tal que para nosotros un trabajo bien hecho no sólo debe ser un trabajo correcto sino, además, un trabajo realizado en el menor tiempo posible.

Desde cierto punto de vista es explicable que tengamos un gran aprecio por la velocidad: nos ha costado mucho desarrollarla. Durante cientos de miles y acaso millones de años nuestra velocidad-límite fué la de nuestras piernas. Luego, durante una buena cantidad de miles de años más, estuvimos limitados por la velocidad de los animales que domesticamos. Tuvimos que inventar la máquina de vapor primero y el motor a explosión después para desplazarnos más rápidamente. Así y todo, recién durante la primera mitad del Siglo XX conseguimos pasar la barrera de los 15 o 20 Km. por hora.

Cuando, gracias a hombres como Otto von Lilienthal y los hermanos Wright ganamos definitivamente el dominio del aire, de pronto comenzamos a acelerar en serio. A partir de entonces tenemos una especie de constante: mientras más nos elevamos, más ganamos en velocidad. Hacia fines de la Segunda Guerra Mundial ya se habían construido los primeros aviones a retropropulsión. Poco después vencimos la barrera del sonido y alcanzamos, finalmente, las velocidades que nos permitieron escapar de la órbita terrestre y lanzar naves a la luna, hacia los planetas y al espacio interestelar. Todo ello en menos de cincuenta años.

Fue un magnífico logro y el que lo hayamos concretado es realmente una buena noticia. La mala noticia es que, desgraciadamente, no alcanza. Todavía estamos muy lejos de alcanzar velocidades parecidas a las de la luz que, en un segundo, recorre algo así como 300.000 Kilómetros. Pero, aún lográndolo, incluso a esa fantástica velocidad tardaríamos aproximadamente unos 90 mil años en recorrer la distancia que existe entre los dos puntos más lejanos de nuestra galaxia y unos 4 millones de años para ir de una galaxia a otra. Para llegar a la nebulosa más lejana que conocemos tardaríamos unos 2.000 millones de años. Y a todo esto lo peor es que, si Einstein estaba en lo cierto, no nos será posible viajar con esa rapidez porque, según su teoría, la masa de un cuerpo es una función de su velocidad y esto hace que la de la luz sea la velocidad límite en nuestro universo.

Pero podemos resistirnos a ser pesimistas. Quizás Einstein no estaba tan acertado. O quizás lo estaba pero algún día descubramos la forma de dominar el problema. Quizás algún día consideremos la actual imposibilidad teórica de superar los 300.000 Km/segundo con el mismo sarcasmo con que hoy consideramos aquellos 60 Km. por hora que, según la docta opinión de un científico inglés del Siglo XIX, supuestamente los trenes no podrían superar sin ocasionar la muerte de todos los pasajeros.

Y, mientras tanto, nada impedirá a los Hombres del próximo milenio seguir intentándolo. A veces, lo importante no es tanto la idea que nos hacemos del destino final sino la convicción que podemos tener de estar en la dirección correcta. A veces, lo que importa no es tanto la ubicación exacta del destino final sino el ir hacia dónde queremos llegar del modo en que lo propuso el poeta: haciendo el camino al andar.

La posición en el mundo vivo.

Así como la astronomía le ha quitado al Hombre su posición central en el cosmos, la biología le ha quitado los argumentos para afirmar una posición demasiado especial en la Naturaleza.

Somos una especie de animales muy raros, de eso no cabe duda. Pero mientras más investigamos, más fuerte se va haciendo la convicción de que no somos tan especiales como creímos durante mucho tiempo. Poseemos ciertos privilegios, pero, comparándonos con el resto del mundo vivo, el esplendor de la mayoría de estos privilegios va palideciendo. Como individuos biológicos, somos bastante especiales; pero no por ello dejamos de ser unos individuos biológicos básicamente no muy diferentes de todos los demás seres vivos que conocemos..

Por de pronto, los ladrillos de los cuales estamos construidos responden a las mismas reglas que rigen para cualquier ser viviente. Físicamente, somos algo así como una compleja estructura compuesta por diversas amebas especializadas; una gran máquina biológica que, en lo esencial, funciona como lo hacen todas las máquinas biológicas que conocemos. Nuestro cuerpo es una organización de células especializadas que dependen unas de otras dentro del marco de una estructura que las contiene. Es cierto: no sabemos muy bien qué es lo que hace funcionar nuestra máquina. Pero, aún así, no tenemos absolutamente ningún motivo para afirmar que la nuestra funciona merced a un principio especial y esencialmente diferente. El fenómeno de la Vida sigue siendo un misterio. Pero es un misterio que compartimos hasta con las flores de nuestro jardín.

Tampoco más allá de lo físico somos tan únicos ni tan especiales en un número muy grande de aspectos. Tenemos, por ejemplo, memoria e inteligencia. Pero varios animales también la tienen, al menos en algún grado, con lo que la cuestión se vuelve más bien cuantitativa. Puestos en la difícil situación de definir exactamente qué es lo que categóricamente nos diferencia del resto del mundo vivo, muchas veces nos escapamos hacia el ámbito de las bellas hipótesis que, invariablemente, halagan a nuestro ego y tienen siempre la enorme ventaja de ser por completo inverificables.

Por todo lo que en verdad sabemos, el fenómeno realmente especial del que participamos es el de la Vida. Y esta Vida no es exclusivamente nuestra. Existe sobre nuestro planeta, compartida por una gran cantidad y variedad de seres. Más aún, tan inherente es la Vida a nuestro Mundo, tan dentro de la "lógica" de la Naturaleza parece estar, que ya nos inquieta la pregunta de por qué habría de quedar confinada a solamente esta pequeña nave espacial que ni siquiera tiene una posición especialmente relevante en el Universo.

La vida en el Universo.

Con todo, no sabemos qué es exactamente eso que llamamos Vida. Hemos ensayado docenas de explicaciones, desde las religiosas hasta las mecanicistas. Hemos interpretado a la Vida como una gracia divina o como un proceso físico-químico. Y nadie ha probado su teoría. Últimamente la biotecnología ha estado manipulando vida, pero todavía jamás la hemos creado. A lo sumo la hemos reproducido por medios que la propia Naturaleza ha puesto a nuestro alcance.

Lo realmente curioso es que, por lo que sabemos, tampoco la Naturaleza se halla creando vida en un sentido estricto. De hecho, toda la información a nuestro alcance indica que no existe creación sino solamente reproducción, perpetuación y transformación de la vida.

Durante miles de años hemos creído que, aparte de los seres vivos que existen y que se multiplican mediante las distintas formas de reproducción conocidas, la Naturaleza también producía otros seres vivos a partir de elementos inanimados. Aristóteles apuntaba múltiples casos de "generación espontánea" de vida que hoy explicamos gracias al microscopio y a un conocimiento más preciso de los procesos de fecundación. Virgilio, en sus Geórgicas describe el nacimiento de abejas a partir de las entrañas de un toro. En el siglo XVI Ambrosio Paré relata haber observado a sapos engendrados por las piedras de una cantera. Van Helmont, el fisiólogo más destacado del siglo XVII, nos dice que para obtener ratones es suficiente con cubrir un vaso lleno de trigo con una camisa sucia. Por la misma época, un jesuita, Atanasio Kircher, explicaba que Noé incluyó en el Arca solamente a los animales que se reproducen por generación normal ya que no tenía sentido atiborrar la nave con aquellos que surgen por generación espontánea...

La biogénesis, o generación espontánea de seres vivos empieza a ponerse en duda en el siglo XVII. Francisco Redi, médico del Gran Duque de Etruria, sostuvo una disputa bastante violenta con Kircher. Vallisnieri, discípulo de Redi, establecerá luego el famoso principio de "omne vivum e vivo" o sea: todo ser vivo proviene de otro ser vivo.

La discusión duró muchas décadas, involucrando a científicos tan reconocidos como Fontenelle, Needham, Buffon, Bonnet, Réaumur, y Pouchet. Terminó recién hace poco más de un siglo, en 1878, cuando Pasteur le puso el punto final.

¿Por qué duró tanto la discusión?. ¿Por qué fue tan difícil aceptar el hecho?. Contrariamente a lo que suele afirmarse, en esto la teología no jugó un papel demasiado relevante. Es cierto que la Biblia dice que luego del séptimo día Dios descansó. Pero, si puede crear vida, podría tanto hacerlo de una sola vez y para siempre, como seguir haciéndolo todos los días.

Es evidente que la dificultad fue de otro orden. Aunque todos sabemos - o al menos creemos saber - que hay una diferencia entre lo vivo y lo inanimado, no resulta tan sencillo definir esa diferencia con exactitud. En realidad, se vuelve algo endiabladamente complejo cuando descubrimos que tanto el mundo inanimado como el mundo vivo comparten el principio de homogeneidad universal puesto que están construidos con los mismos elementos.


Si utilizamos solo nuestras herramientas científicas, y analizamos en detalle a un ser vivo y a un objeto inanimado nos encontramos con que no hay tanta diferencia después de todo. Si comparamos la composición química de la biosfera en general (o sea: el medio inanimado dentro del cual se desarrollan los seres vivos) con la de un animal y un vegetal hallaremos que la Naturaleza no selecciona elementos especiales para los seres vivos sino que tan sólo trabaja con porcentajes o concentraciones diferentes en cada caso.

Se hace fácil de ver que la diferencia entre lo animado y lo inanimado no está en la composición química. De hecho, en los seres vivos no hay ningún elemento químico que no se encuentre en otras partes del universo, con lo que es forzoso llegar a la conclusión de que, sea como sea que la Naturaleza construye la vida, lo hace usando los elementos que tiene a su alcance.

Pueden, por supuesto, notarse algunas diferencias. Pero, aún con precisiones, el ser vivo no posee ningún elemento exclusivo y diferenciador. Comparado con la biosfera posee, a lo sumo, más de esto y menos de aquello otro.

La factibilidad de vida artificial.

Pero si esto es así, ¿por qué nos ha resultado imposible construir un ser vivo en forma sintética?. Teóricamente, todo lo que tendríamos que hacer es cumplir un plan de tres etapas: (1) Hacer un inventario completo de las substancias químicas que componen un ser vivo cualquiera. (2) Obtener estas substancias mediante una síntesis a partir de los elementos químicos que las componen. (3) Poner cada cosa en su lugar.

Después de que Wöhler realizó la síntesis de la urea en 1828, prácticamente durante todo el resto del siglo XIX los científicos pensaron que nos hallábamos poco menos que a un paso de lograrlo. Sin embargo, durante el siglo XX progresivamente nos fuimos dando cuenta de que, en realidad, parecería ser que estamos cada día más lejos. En primer lugar porque el citado plan de tres etapas es infantil y, en segundo lugar, porque es incompleto.

Por de pronto, las substancias químicas intervinientes en la estructura de un organismo vivo son infinitamente más variadas y muchísimo más complejas de lo que supusieron los entusiastas científicos del siglo XIX quienes creían que bastaría con analizar las combinaciones posibles de unos diez o quince elementos para "armar" a un ser viviente. Hoy, unos cien años después, estamos todavía bastante lejos de haber hecho un inventario realmente completo de la química de los seres vivos. El segundo paso, consistente en obtener esas substancias en forma sintética, podría ser considerado algo más viable pero también aquí nos encontramos todavía con productos naturales que presentan un muy serio problema cuando se los trata de sintetizar artificialmente en el laboratorio. Y el tercer paso es prácticamente una quimera: aún cuando tuviésemos el inventario completo, aún cuando pudiésemos fabricar cada uno de los ítems por separado, aún así no obtendríamos un ser vivo con tan sólo tirar todo dentro de un tubo de ensayo. Tendríamos que construir diversas estructuras e interrelacionarlas adecuadamente, cuidando que no se nos caiga una al tratar de levantar a la otra y ni hablemos del problema representado por todas las reacciones indeseadas que deberíamos evitar durante el proceso.

Pero supongamos que algún día consigamos vencer todas estas dificultades que, por cierto, no son pocas ni sencillas. Supongamos que obtenemos la lista completa, fabricamos todos los componentes y encontramos la forma de armar el conjunto. ¿Qué nos garantiza que obtendremos realmente un organismo viviente?. La respuesta es no sólo que no tenemos ninguna garantía sino que, además, todas las probabilidades seguirán estando en contra nuestra porque el plan de acción es no sólo pueril sino incompleto: tiene presente tan sólo lo que compone al ser vivo pero se olvida de considerar cómo se construye y sobre todo cómo se comporta un ser vivo.

Nuestro plan de acción es mecanicista. Parte de la suposición de que todas las estructuras pueden ser construidas de la misma manera en que se construye una máquina, es decir: "desde afuera". Y la vida no se construye así. La vida se construye a si misma "desde adentro". Un ser humano no se construye tomando sustancias químicas para armar una célula especial con la que, a su vez, se puede armar un hígado; tomando otras sustancias químicas para armar otras células especiales con las que se puede armar un corazón; y conectando luego todo con vasos sanguíneos y nervios para hacerlo funcionar. Un ser humano se construye a partir de un óvulo fecundado, es decir: a partir de una sola célula que, al momento de constituirse, ya "sabe" lo que tiene que hacer. Es a partir de esta única, sola y singular célula que se construye poco a poco todo el organismo, con su hígado, su corazón, su sistema nervioso, su aparato circulatorio; cada uno de ellos con sus células diferenciadas y especializadas. Más aún: cuando el ser humano nace ni siquiera nace terminado. Todavía sigue autoconstruyéndose hasta alcanzar su pleno desarrollo a la edad adulta y luego, progresivamente, irá desgastándose hasta llegar a la ancianidad y morir. Los organismos vivos, según v.Bertalanffy, constituyen "sistemas abiertos" que mantienen su continuidad aún a pesar de un constante cambio en su constitución siendo que poseen lo que Portmann denominó como el "poder de autoconstrucción". Si quisiéramos llevar la similitud al mundo de la mecánica tendríamos que decir que, para armar un automóvil con el mismo método, deberíamos ser capaces de producir una pequeña bolilla de metal que tuviese capacidad para multiplicarse, diferenciarse, formar engranajes, ejes, tornillos, tuercas, partes de material plástico y de género, para terminar el proceso en un pequeño compacto de dos puertas que, por añadidura, tuviera la facultad de crecer con el correr de los años hasta convertirse en un camión con acoplado.

Pero seamos optimistas. Supongamos que hemos barrido con todas estas dificultades; supongamos que estamos en condiciones de fabricar alguna bolilla biológica semejante. ¿Estaríamos ahora seguros de poder obtener un ser vivo?. Desgraciadamente, la respuesta sigue siendo: no. La organización de una estructura, como lo saben los paleontólogos por ejemplo, todavía no es una prueba directa de la vida. Para estar seguros de que una estructura cualquiera es realmente un organismo viviente debemos verlo actuar, es decir: debemos observar su comportamiento. Cuando un paleontólogo se encuentra con un fósil, para saber si lo que tiene entre manos es parte del cadáver de un ser viviente o un pedazo de materia inerte, lo que considera no es tanto la composición química del fósil - que no le dice gran cosa - sino su estructura íntima. Si puede relacionar la estructura del fósil con la del organismo del cual formaba parte, el paleontólogo podrá tener una certeza aceptable de que está ante la parte de un ser vivo. Pero el conjunto - el fósil como parte y el organismo como un todo - adquiere sentido en absoluto sólo con un criterio de funcionalidad, es decir: cuando sabemos cómo se comportaba el organismo en cuestión.

La vida no es explicable como una suma de partes constitutivas sino exactamente a la inversa: las partes constitutivas se nos hacen explicables sólo después de conocer el conjunto. Y esto es porque el organismo vivo constituye una totalidad que no es posible disociar sin destruir. Todo ser viviente no es una consecuencia de una causa o de una serie de causas sino, esencialmente y como lo definía Kant, causa y efecto de si mismo. No son fuerzas externas las que actúan para construirlo sino que, en lo fundamental, se construye a si mismo. Por ello es que su individualidad está dada por su unidad esencial y es en función de esta unidad que se diferencian sus partes; con una diversidad que se traduce en especialización y una disparidad que vuelve convergir gracias a la complementación.

Estructura interna e influencias externas

Esto, por supuesto, no significa que el ser vivo se halle completamente aislado de causas externas. Significa tan sólo que, en lo esencial, lo que un ser vivo es, se halla determinado por causas intrínsecas y específicas. La interacción con un medio externo puede, por cierto, modificar el proceso, o influir sobre el proceso y aún destruir el proceso. Lo que no puede es cambiar el proceso en el sentido de convertirlo en otra cosa. Ciertas circunstancias externas actuando sobre el embrión de un gato, pueden dar lugar a un gato normal, un gato raquítico, un gato con sólo tres patas, un gato ciego, un gato excepcionalmente bien desarrollado o - en el peor de los casos - a un gato muerto. A lo que no pueden dar lugar es a un perro.

Lo que un organismo es está determinado por la particularidad de su estructura la cual le permitirá, a su vez, un determinado comportamiento. Una causa externa puede influir sobre esta estructura, a lo sumo, en cuanto a lo que resulta del organismo cuando, habida cuentas de sus posibilidades, responde a esta causa externa. Esa respuesta es precisamente una de las partes más notorias y visibles de su comportamiento y una variación de la estructura corresponderá a la medida en que el organismo ha conseguido establecer una adaptación funcional para optimizar dicha respuesta. Pero el grado de variabilidad de una estructura biológica determinada es limitado y para imaginarnos una gran variación tenemos que echar mano - como lo hizo Darwin - a la hipótesis de toda una enorme serie de variaciones hereditarias a lo largo de un gran número de generaciones. Es posible que el canario y el gato tengan algún antepasado común pero este antepasado, si es que existió, debe haber vivido hace varios millones de años, ubicándose muy lejos en la filogenia de ambas especies. Decididamente no fue de la noche a la mañana que, quizás por efecto de alguna influencia ambiental, este supuesto antepasado empezó a engendrar gatos por un lado y canarios por el otro.

Un buen ejemplo de la relativa independencia del ser vivo frente al medio lo ofrece el proceso de nutrición. Una de las características de los seres vivos es que la energía que gastan no la reponen de la misma manera en que lo haría una caldera o un motor a explosión. No basta con echarle combustible a la máquina. Si bien la máquina biológica también necesita combustible es, en realidad, ella misma la que se lo fabrica a partir de ciertos alimentos que constituyen la materia prima indispensable. En realidad, un caballo no se alimenta con pasto sino con el producto que su estómago fabrica a partir del pasto. Lo mismo nos sucede a nosotros con los alimentos que ingerimos.

La vida depende, pues, del medio inanimado solamente en la medida en que toma del mismo lo que necesita. Lo que sucede es que esta relación es muy delicada y debe estar dentro de parámetros bastante precisos, tanto por defecto como por exceso. Y en esto debemos ser cuidadosos porque las apariencias engañan.

Si consideramos las temperaturas que podemos medir sobre nuestro planeta nos maravillaremos de la prodigiosa capacidad de adaptación que tiene el Hombre al observar que existen seres humanos en las más diversas condiciones, desde los esquimales del polo norte hasta los tuaregs del Sahara. Pero si nos imaginamos una gama de temperaturas que abarcara desde los aproximadamente 15.000.000 °C que podemos registrar dentro de nuestro Sol hasta la marca de -273 °C del cero absoluto, nos daríamos cuenta de que una célula de nuestro cuerpo soporta solamente una franja muy estrecha de temperaturas dentro de esa escala. Lo mismo sucedería si, en lugar de la temperatura, tomáramos condiciones tales como la humedad, la alcalinidad, la gravedad, las radiaciones o la existencia de determinada variedad de alimentos. Ninguna de estas condiciones puede, aisladamente o en conjunto, cambiar lo que somos pero necesitamos de esas condiciones, muy precisas y muy estrechamente acotadas, para ser en absoluto. Llevando los valores de cualquiera de esas variables condicionales fuera de determinado límite lo único que conseguiremos es matar al individuo biológico.

Fabricar vida o establecer condiciones

Afortunadamente para nosotros y sea como fuere que se originó la primer forma de vida hace muchos millones de años, vivimos sobre un planeta sobre el cual esas condiciones se han dado exactamente dentro de los márgenes que la vida necesita para desarrollarse. Pero en ninguno de los libros de la Naturaleza está escrito que esas condiciones se hallan atadas irremisiblemente a un y sólo un lugar del Universo. No tenemos, pues, argumentos ni astronómicos, ni físicos, ni biológicos demasiado sólidos para sostener que la vida, tal como la conocemos en la Tierra, es necesariamente única. Pero esto, más allá de ficciones acerca de habitantes de otras galaxias, significa que, conociendo las condiciones que la vida necesita, podremos reconstruirlas y hacer posible esa vida aún en lugares muy alejados de este planeta.

No estamos en condiciones de fabricar vida. No sabemos demasiado bien qué es exactamente lo que hace funcionar los organismos vivos. Pero sabemos aproximadamente cómo funcionan y sabemos bastante bien en qué condiciones funcionan. Aún cuando no tengamos acceso al principio que hace funcionar a la máquina biológica, con sólo tener un conocimiento preciso acerca de las condiciones en que dicho principio puede manifestarse, tendremos a nuestro alcance la posibilidad de construir, no ya la Vida, sino las condiciones que la hacen posible. Y eso es mucho. Es más de lo que Civilización alguna ha logrado en todo lo que llevamos de Historia.

Y significa posibilidades inmensas. Significa que el límite del horizonte humano - y no un horizonte fantasioso e irreal sino un horizonte práctico y posible - está mucho más allá de lo que normalmente supone el Hombre promedio de nuestra civilización. Significa, ni más ni menos, que no estamos condenados a ser por toda la eternidad habitantes de esta pequeña y esférica nave espacial que cada día nos está quedando más chica. Significa que aún hay espacios, lugares, posibilidades y oportunidades por conquistar. Significa que todavía nos falta todo un Universo por conocer. Significa que todavía podemos seguir empujando las vallas que limitan nuestro conocimiento.

Pero, para que eso sea posible, lo primero que tenemos que aprender es a respetar las condiciones que la Vida requiere. Esto es importante señalarlo porque, en muchos aspectos, estamos procediendo exactamente a la inversa: le estamos imponiendo condiciones a la Vida y exigiéndole que se adapte a las tonterías a las que la sometemos. Estamos creando y construyendo un mundo siguiendo ideas que hemos fabricado en largas disquisiciones teóricas y los objetivos que han nacido de esas ideas no sólo no favorecen sino que muchas veces hasta atentan contra las condiciones en que la Vida es posible en absoluto. Nuestra civilización no ha sido construida para darle a la Vida las máximas posibilidades de desarrollo. Ha sido formada, con frecuencia a costa de ríos de sangre, para concretar objetivos, a veces increíblemente abstractos, producto de nuestra propia soberbia racional, y a veces increíblemente estúpidos, producto de nuestro insaciable afán de placer y de nuestra Voluntad de Poder.

No es cuestión de ser apocalípticos. Casi con certeza podemos decir que aún estamos a tiempo. Quizás no nos quede mucho tiempo para titubeos y largas discusiones; quizás hemos agotado en alguna medida nuestros márgenes de error admisible. Pero es difícil creer que nuestros errores, aún siendo muchos y graves, nos hayan colocado en la antesala del Fin del Mundo sin posibilidades de escapar a una hecatombe. Tenemos no sólo muchas vías de escape sino, también, muchas posibilidades de poner distancia entre nuestros pasados errores y sus actuales consecuencias. Hay todavía una gran carrera por correr y, por suerte, los jinetes del Apocalipsis todavía andan a caballo.

Pero ciertamente es hora de ponernos a trabajar en serio. Es hora de replantear nuestros conceptos acerca de lo posible y lo deseable. Es hora de hacernos un planteo sensato y exhaustivo acerca de cómo queremos vivir sobre este planeta, cómo organizaremos nuestra convivencia en los próximos siglos y qué clase de existencia habremos de construir. La Vida tiene maravillosas aptitudes para adaptarse, amoldarse, evolucionar y cambiar. Pero no es posible imponerle condiciones más allá de cierto límite; ni es posible tampoco hacerla objeto de una afrenta tras otra de un modo impune.

La Vida es una dama que soporta muchas cosas y tiene una gran paciencia pero, cuando se enoja de verdad, posee un método muy expeditivo de demostrar su hartazgo: toma al ofensor y, sin misericordia alguna, simplemente lo mata.

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