lunes, 12 de mayo de 2008
La teoría Skorzeny de la guerra
La Segunda Guerra Mundial representó la reaparición del soldado irregular, que muchos historiadores militares de comienzos del siglo XX consideraban como figura legendaria del pasado. La Primera Guerra vino a demostrar que no había lugar en el combate de trincheras para el individualista de uniforme. Con la significativa excepción de Lawrence de Arabia, no hubo figuras, en aquel terrible holocausto, comparables a las de los comandos terrestres y aerotransportados de 1939-1945.
En los años iniciales de la última guerra, los aliados no estaban en condiciones de emprender combates terrestres en gran escala y surgió de nuevo el soldado irregular; la historia de los ejércitos angloamericanos de aquellos años se halla repleta de nombres como los de David Stirling, Wingate, Mac Lean, Laycock y medio centenar de jóvenes y valientes oficiales. En los amargos años que precedieron a la marea de las victorias aliadas, nacieron fuerzas irregulares por todas partes producto del tedio, de la desesperación y del alto espíritu de la juventud. De ellas, regidas por el afán de aventuras y caracterizadas por la elevada moral, muchas son hoy legendarias: el ejército particular de Popski, Phantom, los Grupos del Desierto de Largo Alcance, el S. A. S., el Servicio Especial de Lanchas, los Comandos de la Marina y del Ejército, la O. S. S., etc.
Es más, todas estas organizaciones tuvieron algo en común: fueron dirigidas por hombres que, aunque combatieron de una forma irregular y se mostraron imaginativos y nada tradicionales en sus procedimientos bélicos, eran todos oficiales regulares. Popski, Stirling, Frederick y Wingate habían servido en unidades regulares de sus ejércitos antes de la guerra y, tanto si eran conscientes como si no, sus ideas estaban dominadas y limitadas por ebjetivos militares. Así, mientras sus unidades operaban en la retaguardia enemiga, sus objetivos fueron casi exclusivamente aeródromos militares y aviones de guerra, depósitos de abastecimientos y tanques de combustible, estaciones de radar y plantas de agua pesada. Incluso los secuestros personales intentados, como los imputables a las formaciones especiales británicas en Creta y África, tenían como sujetos pasivos a miembros del ejército, como el general Kreipe o el mariscal de campo Rommel.
Otto Skorzeny trabajaba de forma diferente, ya que no era un soldado profesional antes de la guerra sino un aficionado con cualidades, forzado por las circunstancias a entrar en el ejército y crear “los batallones de cazadores” de Friedenthal por el simple hecho de que ya no podía seguir sirviendo en unidades convencionales a causa de su salud, muy quebrantada en la campaña rusa. Es importante señalar aquí que el único jefe de comandos dotado de talento de la Segunda Guerra Mundial no se presentó voluntario en estas unidades irregulares, sino que fue enrolado en ellas. Por todo ello, Skorzeny no se limitaba a actuar según las tradicionales y estrictas reglas militares, sino que permitía que su imaginación volase en cualquier rumbo, enfocándola hacia objetivos no solamente de interés castrense sino también políticos y económicos, tales como el proyecto industrial de los Urales, sugerido por Himmler casi en el preciso instante en que tomó posesión de su destino en Friedenthal.
Si se une a esta modalidad no militar el temperamento del “cabo de Bohemia” (como llamaba el mariscal de campos von Rundstedt a Hitler), que despreciaba la táctica convencional castrense en la problemática de la guerra, se obtendrá una combinación ideal que condujo invariablemente a utilizar las unidades de Skorzeny para fines distintos de los estrictamente militares.
Es necesario resaltar aquí la gran intimidad que tuvo el jefe de comandos alemán con su compatriota Adolf Hitler, debiendo recordar que aunque el mismo Churchill tuviera también esa debilidad por las unidades irregulares militares, ningún jefe de comandos británico tuvo nunca acceso directo al primer ministro británico como lo tenía Skorzeny con su Führer. No es, pues, extraño que los dos consiguieran las más notables hazañas político-militares de la guerra: el rescate del Duce italiano Benito Mussolini y el aplastamiento del complot de la familia real húngara para firmar una paz por separado con Rusia. En ambos casos, la feliz realización de las misiones encomendadas a Otto Skorzeny por Hitler evidencia la importante contribución que tuvo en la reanudación de la lucha por el Tercer Reich. Por esta razón, siempre que se analice la historia de la Segunda Guerra Mundial, habrá de tenerse en cuenta el importantísimo papel que Otto Skorzeny desempeñó en ella.
Sumando a esto la influencia que ejercieron los ochenta hombres de la unidad de Stielau a las órdenes del austriaco en la Batalla de las Ardenas, cuando un puñado de militares disfrazados de soldados norteamericanos causaron el pánico, la confusión y el caos en la retaguardia aliada, como pueden atestiguar cuantos vivieron esos momentos, se llega a la conclusión de que Skorzeny no sólo tiene una importancia histórica sino de que constituye un ejemplo para nuestro tiempo.
Con el advenimiento de las armas nucleares, la teoría militar ha conocido formas de guerra cristalizadas en conceptos rígidos, tales como la guerrilla, tan corriente en el continente americano y en el Extremo Oriente que es sin género a dudas la clase de guerra con la que se tiene que enfrentar toda gran “superpotencia” cuando está implicada en un conflicto armado con otra potencia menor en un terreno apropiado. Además de las guerrillas existen la guerra nuclear y la convencional, o una combinación de las dos, como ocurriría en el caso de Europa, donde tanto el Este como el Oeste se verían sometidos, al menos sobre el papel, a una estrategia de “respuesta flexible” y a una escalada progresiva en la utilización de armas nucleares durante los primeros días de la contienda.
El enfoque político-militar utilizado por Otto Skorzeny en la Segunda Guerra Mundial constituye una posible alternativa. La mayor parte de los mandos militares del Eje y de los aliados fueron victimas inocentes o complacientes propagadores de las arcaicas doctrinas castrenses de una época que fijaba la función de un ejército en destruir la potencia militar de su adversario. Para la mayoría de los militares, esta clase de destrucción debía realizarse en el propio campo de batalla. Skorzeny, quizás inconscientemente, no lo interpretó así. La potencia militar se puede destruir en la persona de un solo hombre, especialmente si éste es un dictador que no delega su autoridad en sus subordinados, de suerte que, si él falta no podrá seguir marchando la máquina militar por sí sola.
En el caso concreto del almirante Horthy y su hijo, Skorzeny demostró cómo un rápido y decisivo ataque a un solo individuo puede aturdir de un golpe a militares y políticos, quitándoles el tiempo preciso para tomar una decisión, en este caso el mantenimiento de Hungría al lado de Alemania en la guerra.
Hoy día, la teoría “Skorzeny” de la realización de la guerra por medio del secuestro y aun del asesinato, considerando que la muerte de un solo hombre es preferible a la de miles o millones, como podría ocurrir en una contienda atómica, ofrece una posibilidad y quizás una alternativa más piadosa y humana que el amargo y largo tipo de guerra de guerrillas o la matanza en masa de un enfrentamiento convencional o mixto convencional-nuclear. En la actualidad, en un mundo donde los militares de ambos lados del telón de acero no ven, aparentemente, más que los tres tipos de guerra señalados, uno se pregunta qué efecto tendría una contienda que comenzara con la desaparición del Comité Central del Partido Comunista y el asesinato de unos treinta jefes de los ejércitos del Pacto de Varsovia; o a la inversa, con un ataque con gas letal al Pentágono y el rapto del Presidente de los Estados Unidos en la Casa Blanca. No se necesita una imaginación muy viva para considerar el pánico que se desencadenaría en la nación implicada. Ni hay que ser un profeta para predecir el efecto que causaría en la disposición bélica de la misma.
Esta es la lección que Otto Skorzeny, el genial soldado de fortuna, nos ha legado. Una lección que. Recordando la máxima de Víctor Hugo de que “ni siquiera un ejército puede resistir la fuerza de una idea que llegue a su debido tiempo”, quizás una lección que los jefes militares de los ejércitos tengan que aprenderla pronto.
La Segunda Guerra Mundial representó la reaparición del soldado irregular, que muchos historiadores militares de comienzos del siglo XX consideraban como figura legendaria del pasado. La Primera Guerra vino a demostrar que no había lugar en el combate de trincheras para el individualista de uniforme. Con la significativa excepción de Lawrence de Arabia, no hubo figuras, en aquel terrible holocausto, comparables a las de los comandos terrestres y aerotransportados de 1939-1945.
En los años iniciales de la última guerra, los aliados no estaban en condiciones de emprender combates terrestres en gran escala y surgió de nuevo el soldado irregular; la historia de los ejércitos angloamericanos de aquellos años se halla repleta de nombres como los de David Stirling, Wingate, Mac Lean, Laycock y medio centenar de jóvenes y valientes oficiales. En los amargos años que precedieron a la marea de las victorias aliadas, nacieron fuerzas irregulares por todas partes producto del tedio, de la desesperación y del alto espíritu de la juventud. De ellas, regidas por el afán de aventuras y caracterizadas por la elevada moral, muchas son hoy legendarias: el ejército particular de Popski, Phantom, los Grupos del Desierto de Largo Alcance, el S. A. S., el Servicio Especial de Lanchas, los Comandos de la Marina y del Ejército, la O. S. S., etc.
Es más, todas estas organizaciones tuvieron algo en común: fueron dirigidas por hombres que, aunque combatieron de una forma irregular y se mostraron imaginativos y nada tradicionales en sus procedimientos bélicos, eran todos oficiales regulares. Popski, Stirling, Frederick y Wingate habían servido en unidades regulares de sus ejércitos antes de la guerra y, tanto si eran conscientes como si no, sus ideas estaban dominadas y limitadas por ebjetivos militares. Así, mientras sus unidades operaban en la retaguardia enemiga, sus objetivos fueron casi exclusivamente aeródromos militares y aviones de guerra, depósitos de abastecimientos y tanques de combustible, estaciones de radar y plantas de agua pesada. Incluso los secuestros personales intentados, como los imputables a las formaciones especiales británicas en Creta y África, tenían como sujetos pasivos a miembros del ejército, como el general Kreipe o el mariscal de campo Rommel.
Otto Skorzeny trabajaba de forma diferente, ya que no era un soldado profesional antes de la guerra sino un aficionado con cualidades, forzado por las circunstancias a entrar en el ejército y crear “los batallones de cazadores” de Friedenthal por el simple hecho de que ya no podía seguir sirviendo en unidades convencionales a causa de su salud, muy quebrantada en la campaña rusa. Es importante señalar aquí que el único jefe de comandos dotado de talento de la Segunda Guerra Mundial no se presentó voluntario en estas unidades irregulares, sino que fue enrolado en ellas. Por todo ello, Skorzeny no se limitaba a actuar según las tradicionales y estrictas reglas militares, sino que permitía que su imaginación volase en cualquier rumbo, enfocándola hacia objetivos no solamente de interés castrense sino también políticos y económicos, tales como el proyecto industrial de los Urales, sugerido por Himmler casi en el preciso instante en que tomó posesión de su destino en Friedenthal.
Si se une a esta modalidad no militar el temperamento del “cabo de Bohemia” (como llamaba el mariscal de campos von Rundstedt a Hitler), que despreciaba la táctica convencional castrense en la problemática de la guerra, se obtendrá una combinación ideal que condujo invariablemente a utilizar las unidades de Skorzeny para fines distintos de los estrictamente militares.
Es necesario resaltar aquí la gran intimidad que tuvo el jefe de comandos alemán con su compatriota Adolf Hitler, debiendo recordar que aunque el mismo Churchill tuviera también esa debilidad por las unidades irregulares militares, ningún jefe de comandos británico tuvo nunca acceso directo al primer ministro británico como lo tenía Skorzeny con su Führer. No es, pues, extraño que los dos consiguieran las más notables hazañas político-militares de la guerra: el rescate del Duce italiano Benito Mussolini y el aplastamiento del complot de la familia real húngara para firmar una paz por separado con Rusia. En ambos casos, la feliz realización de las misiones encomendadas a Otto Skorzeny por Hitler evidencia la importante contribución que tuvo en la reanudación de la lucha por el Tercer Reich. Por esta razón, siempre que se analice la historia de la Segunda Guerra Mundial, habrá de tenerse en cuenta el importantísimo papel que Otto Skorzeny desempeñó en ella.
Sumando a esto la influencia que ejercieron los ochenta hombres de la unidad de Stielau a las órdenes del austriaco en la Batalla de las Ardenas, cuando un puñado de militares disfrazados de soldados norteamericanos causaron el pánico, la confusión y el caos en la retaguardia aliada, como pueden atestiguar cuantos vivieron esos momentos, se llega a la conclusión de que Skorzeny no sólo tiene una importancia histórica sino de que constituye un ejemplo para nuestro tiempo.
Con el advenimiento de las armas nucleares, la teoría militar ha conocido formas de guerra cristalizadas en conceptos rígidos, tales como la guerrilla, tan corriente en el continente americano y en el Extremo Oriente que es sin género a dudas la clase de guerra con la que se tiene que enfrentar toda gran “superpotencia” cuando está implicada en un conflicto armado con otra potencia menor en un terreno apropiado. Además de las guerrillas existen la guerra nuclear y la convencional, o una combinación de las dos, como ocurriría en el caso de Europa, donde tanto el Este como el Oeste se verían sometidos, al menos sobre el papel, a una estrategia de “respuesta flexible” y a una escalada progresiva en la utilización de armas nucleares durante los primeros días de la contienda.
El enfoque político-militar utilizado por Otto Skorzeny en la Segunda Guerra Mundial constituye una posible alternativa. La mayor parte de los mandos militares del Eje y de los aliados fueron victimas inocentes o complacientes propagadores de las arcaicas doctrinas castrenses de una época que fijaba la función de un ejército en destruir la potencia militar de su adversario. Para la mayoría de los militares, esta clase de destrucción debía realizarse en el propio campo de batalla. Skorzeny, quizás inconscientemente, no lo interpretó así. La potencia militar se puede destruir en la persona de un solo hombre, especialmente si éste es un dictador que no delega su autoridad en sus subordinados, de suerte que, si él falta no podrá seguir marchando la máquina militar por sí sola.
En el caso concreto del almirante Horthy y su hijo, Skorzeny demostró cómo un rápido y decisivo ataque a un solo individuo puede aturdir de un golpe a militares y políticos, quitándoles el tiempo preciso para tomar una decisión, en este caso el mantenimiento de Hungría al lado de Alemania en la guerra.
Hoy día, la teoría “Skorzeny” de la realización de la guerra por medio del secuestro y aun del asesinato, considerando que la muerte de un solo hombre es preferible a la de miles o millones, como podría ocurrir en una contienda atómica, ofrece una posibilidad y quizás una alternativa más piadosa y humana que el amargo y largo tipo de guerra de guerrillas o la matanza en masa de un enfrentamiento convencional o mixto convencional-nuclear. En la actualidad, en un mundo donde los militares de ambos lados del telón de acero no ven, aparentemente, más que los tres tipos de guerra señalados, uno se pregunta qué efecto tendría una contienda que comenzara con la desaparición del Comité Central del Partido Comunista y el asesinato de unos treinta jefes de los ejércitos del Pacto de Varsovia; o a la inversa, con un ataque con gas letal al Pentágono y el rapto del Presidente de los Estados Unidos en la Casa Blanca. No se necesita una imaginación muy viva para considerar el pánico que se desencadenaría en la nación implicada. Ni hay que ser un profeta para predecir el efecto que causaría en la disposición bélica de la misma.
Esta es la lección que Otto Skorzeny, el genial soldado de fortuna, nos ha legado. Una lección que. Recordando la máxima de Víctor Hugo de que “ni siquiera un ejército puede resistir la fuerza de una idea que llegue a su debido tiempo”, quizás una lección que los jefes militares de los ejércitos tengan que aprenderla pronto.
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