sábado, 1 de marzo de 2008
EL ANTI-MAQUIAVELO
por Federico el Grande de Prusia
EL ANTI-MAQUIAVELO
Ensayo de una crítica a Maquiavelo sobre el príncipe y su arte de gobernar
Prefacio: Examen del Príncipe de Maquiavelo
El Príncipe de Maquiavelo es a la ética lo que la obra de Spinoza es a la fe. Spinoza vació la fe de sus aspectos fundamentales y resecó el espíritu de la religión; Maquiavelo corrompió a la política y se dedicó a destruir los preceptos de la sana moral. Los errores del primero fueron sólo errores especulativos; los del segundo tuvieron fuerza práctica. Pero mientras los teólogos hicieron sonar campanas de alarma y lucharon contra Spinoza, refutando formalmente su obra y defendiendo a la Divinidad de sus ataques, Maquiavelo sólo ha sido molestado por moralistas. A pesar de ellos, y a pesar de su perniciosa moral, El Príncipe se encuentra con frecuencia sobre el púlpito de la política aún en nuestros días.
Me haré cargo de la defensa del humanismo contra este autor inhumano que pretende destruirlo. Me animo a oponer la Razón y la Justicia al engaño y al crimen; he colocado mis reflexiones sobre el Príncipe de Maquiavelo, capítulo por capítulo, de modo tal que el antídoto se encuentre inmediatamente próximo al veneno.
Siempre he considerado a El Príncipe como una de las obras más peligrosas que se hayan difundido por el mundo. Es un libro que cae naturalmente en las manos de los príncipes y de quienes aman la política. Con máximas que halagan a las pasiones es bien fácil corromper a un joven ambicioso cuyo corazón y juicio no están lo suficientemente formados como para distinguir con precisión el bien del mal.
Si es malo pervertir la inocencia de un individuo privado que tiene sólo escasa influencia sobre las cuestiones de este mundo, mucho peor es pervertir a un príncipe que debe gobernar a su pueblo, administrar justicia y ser un ejemplo para sus súbditos; a una persona que por su bondad, magnanimidad y compasión debe comportarse como alguien digno de ser considerado un hombre creado a la imagen y semejanza de Dios.
Las inundaciones que devastan regiones enteras, el rayo que incendia ciudades reduciéndolas a cenizas, la plaga que se lleva la población de toda una provincia; todo ello no es tan perjudicial para el mundo como la peligrosa moral y las pasiones desenfrenadas de los reyes. Las plagas celestiales duran sólo un tiempo, devastan tan sólo algunas regiones y las pérdidas, por más dolorosas que sean, pueden ser reparadas. Pero los crímenes de los reyes los sufre todo un pueblo y por un tiempo mucho mayor.
Así como los reyes tienen el poder de hacer el bien cuando ponen su voluntad en ello, también pueden hacer el mal cuando se deciden a cometerlo. La vida de las personas se vuelve deplorable cuando deben temer los abusos de la máxima autoridad; cuando los bienes materiales se hallan a merced de la codicia del príncipe; la libertad queda librada a su capricho, la tranquilidad depende de su ambición, la seguridad puede alterarse por su deslealtad, y la vida se halla amenazada por su crueldad. Pero este sería, precisamente, el triste cuadro de un Estado en el cual gobernase un príncipe siguiendo el modelo de Maquiavelo.
No debería terminar este prólogo sin dirigir algunas palabras a quienes creen que Maquiavelo escribió sobre lo que los príncipes son y no sobre lo que deberían ser. Este pensamiento agrada a muchos por la ironía que insinúa.
Quienes tienen una opinión tan desfavorable de los príncipes han estado sin duda bajo la influencia de los ejemplos brindados por algunos malos de ellos, contemporáneos de Maquiavelo y citados por él. O bien se han dejado engañar por la vida de algunos tiranos que constituyen una vergüenza para toda la humanidad. Yo les pido a estos críticos que comprendan que las tentaciones del trono son muy fuertes, que se necesita más de una virtud para resistirlas y que, por lo tanto, no es ningún milagro que, habiendo una gran cantidad de príncipes, se puedan señalar algunos malos entre los buenos. En el Imperio Romano – que contó con un Nerón, un Calígula o un Tiberio – el mundo recuerda con placer las virtudes y los consagrados nombres de Tito, Trajano, y Antonino.
Es, pues, una gran injusticia recriminarle a toda una Orden los vicios de tan sólo algunos de sus miembros.
La Historia debería preservar sólo los nombres de los buenos príncipes dejando a los otros morir para siempre, junto con su indolencia, sus injusticias y sus crímenes. Los libros de Historia serían menos voluminosos pero la humanidad se beneficiaría con ello; y el honor de vivir en la Historia, el grabar un nombre en los tiempos futuros y quizás hasta en la eternidad, sería un premio otorgado tan sólo a la virtud. El libro de Maquiavelo ya no infectaría los ámbitos de política. Las personas repudiarían las constantes contradicciones en las que Maquiavelo cae y el mundo se convencería de que la verdadera política de los reyes es la fundada exclusivamente sobre la justicia, la sensatez y la bondad, siendo esta política preferible, bajo cualquier supuesto, al sistema falaz y despreciable que Maquiavelo ha tenido la osadía de publicar.
Capítulo I: De las varias clases de principados y del modo de adquirirlos.
Cuando se investiga una cuestión en profundidad es necesario, por sobre todo, indagar su naturaleza y exponerla en la medida de lo posible. De este modo, se hará más sencillo seguir su desarrollo y sacar del mismo las conclusiones pertinentes. Antes de dedicarse a las formas de gobierno, Maquiavelo, en mi opinión, debería haber examinado su origen y establecido las razones por las cuales unos hombres libres habrían de decidirse a vivir bajo el gobierno de un Señor.
Quizás, en un libro dedicado a predicar el vicio y la tiranía no habría sido conveniente mencionar aquello que acabaría con los tiranos. Porque en ese caso, Maquiavelo se hubiera visto en la incómoda posición de verse obligado a conceder que las personas, por su propio bien y preservación, encuentran necesario tener jueces para resolver sus disputas; protectores que enfrenten a sus enemigos para defender los bienes que poseen; gobernantes para unificar el bien individual de muchos en un solo bien común. Tendría que haber señalado que desde siempre las personas han elegido a quienes consideraron más sabios, más equitativos, más desinteresados y más valientes, para que fuesen éstos quienes los gobernaran.
Es así como la principal preocupación del soberano debe ser la Justicia. Es el bienestar de su pueblo el que debe anteponer a cualquier otro beneficio.¿Qué queda, pues, de esas intenciones de usar la soberanía en beneficio propio? ¿Qué queda del egoísmo y del poder ilimitado del príncipe? El soberano, de ninguna manera es el amo absoluto de los pueblos que se encuentran bajo su gobierno. No es entre ellos más que su juez de última instancia.
Puesto que mi propósito es el de refutar las nocivas doctrinas de Maquiavelo punto por punto, no profundizaré en la cuestión aquí y me referiré a ella a medida que el contexto de cada capítulo me ofrezca la oportunidad de hacerlo.
No obstante, este origen de los regentes hace que el proceder de quienes se apoderan injustamente de un país sea tanto más cruel ya que no se trata tan sólo de las violencias que cometen. Es que pisotean la primera de las leyes que tienen las personas que se unen para ser protegidas por un gobierno siendo que esta ley se instituye precisamente para protegerlas de los tiranos usurpadores.
Existen solamente tres modos legítimos de convertirse en el gobernante de un país: la sucesión hereditaria, la elección por el pueblo allí en dónde está establecido el derecho electoral, y la conquista de territorios enemigos cuando la misma es el resultado de una guerra librada legítimamente. Este es el fundamento sobre el cual se basan las observaciones que siguen a continuación.
Capítulo II: De los principados hereditarios
Las personas tienen por todo lo antiguo un cierto respeto que hasta se parece a la superstición, y cuando el derecho de herencia complementa ese poder del respeto, no existe yugo pesado que se soporte con mayor facilidad. En consecuencia estoy muy lejos de disputarle a Maquiavelo un punto que todos le concederán: las monarquías hereditarias son las más fáciles de gobernar.
Agregaré tan sólo que un príncipe hereditario se fortalecerá en su posición por la íntima conexión existente entre él y las familias más poderosas de su Estado, de las cuales la mayoría le debe su posición y su autoridad a la casa del príncipe. El destino de estas familias está tan indisolublemente unido al del príncipe que no pueden abandonarlo a su suerte sin percibir que, de hacerlo, su propia caída sería la consecuencia cierta y necesaria.
En nuestros días, los numerosas y poderosos ejércitos que los príncipes mantienen en pie, tanto en la paz como en la guerra, contribuyen mucho a la seguridad del Estado. Estas fuerzas ponen límites a la ambición de los príncipes vecinos. Son espadas desenvainadas que mantienen a las otras en su vaina.
Pero no basta con que el príncipe sea, como dice Maquiavelo, di ordinaria industria, es decir: no alcanza con que posea capacidad suficiente para hacer tan sólo lo común y ordinario. Yo exigiría que esté dedicado a hacer feliz a su pueblo. Personas dichosas no piensan en revueltas; el temor de las personas felices a perder a un príncipe que es al mismo tiempo su benefactor es mucho mayor que el temor que puede tener el príncipe de ver disminuido su poder. Los holandeses nunca se hubieran alzado contra España si la tiranía de los españoles no hubiera caído en tan descomunales excesos que los holandeses consideraron que su desgracia futura ya no podía ser mayor que la presente.
El reino de Nápoles y el de Sicilia pasaron más de una vez de manos de los españoles a las manos del Emperador y de las del Emperador a las de los españoles. La conquista fue siempre muy fácil porque el gobierno de ambos fue muy severo y las personas siempre creyeron poder hallar a un libertador en el nuevo gobernante.
¡Qué diferencia entre estos napolitanos y los lorenenes! Cuando estos últimos fueron obligados a aceptar otro Señorío, toda Lorena estalló en lágrimas. Lamentaron perder a los descendientes de aquellos príncipes que durante largos siglos habían tenido la posesión de aquellas tierras y entre quienes hubo muchos que, por su benevolencia, se hicieron tan apreciados que merecerían servir de modelo a todos los reyes. El recuerdo del Duque Leopoldo era aún tan reverenciada en Lorena que, cuando su viuda fue obligada a abandonar Lunéville, todo el mundo se echó de rodillas ante ella a tal punto que los caballos tuvieron que ser detenidos en varias oportunidades. Sólo se escucharon lamentos y sólo se vieron lágrimas.
Capítulo III: De los principados mixtos.
En el Siglo XV, en el que Maquiavelo vivió, todavía imperaba la barbarie. En aquella época, antes que la benignidad, la equidad, la clemencia y todas las virtudes, se prefería la triste fama del conquistador y aquellos hechos impresionantes que imponen cierto respeto. Actualmente, lo que yo veo es que, a la inversa, una disposición humana y generosas resulta antepuesta a todas las cualidades del dominador en la preferencia de las personas. Ya no somos tan tontos como para estimular con elogios las crueles pasiones que causaron destrucciones en todo el mundo.
Me gustaría saber qué impulsa un hombre a hacerse imponentemente grande. ¿Y con qué argumento puede tomar la decisión de edificar su poder sobre la miseria y la destrucción de otras personas? ¿Cómo puede creer que se hará famoso sembrando tan sólo desgracias? Las nuevas conquistas de un soberano no hacen más prósperos a los Estados que éste ya poseía. El pueblo no se beneficia de ello y el soberano se equivoca si cree que la conquista lo hará más feliz. ¿Cuántos príncipes han hecho conquistar por sus generales tierras que nunca llegaron a ver? En cierta forma estas conquistas son tan sólo imaginarias. Implican hacer desgraciados a numerosos seres humanos para satisfacer la obstinación de una única persona que muchas veces ni merecería ser conocida.
Pero supongamos un caso en el que este conquistador sometiese a todo el mundo a su dominio. ¿Sería capaz de gobernarlo? Por más gran príncipe que fuese, no dejaría de ser una persona tan limitada como cualquier ser humano. Apenas si podría recordar el nombre de todas sus tierras y su grandeza mundana sólo serviría para poner al descubierto su pequeñez real.
El error de Maquiavelo en cuanto al brillo de la fama de un dominador habrá podido ser algo común en su época; pero su malicia por cierto que no lo fue. No hay nada más despreciable que algunos de los medios que propone para conservar las conquistas.
Si se los examina con cuidado, no hay uno solo entre ellos que sea justo o equitativo. En relación con ciertos Estados conquistados, Maquiavelo nos dice que : “Para poseerlos con seguridad basta haber extinguido la descendencia del príncipe que reinaba en ellos.” ¿Podrá alguien leer reglas como ésta sin estremecerse de repulsión? Esto significa pisotear todo lo que hay de sagrado en este mundo y abrirle al egoísmo la puerta hacia todos los vicios. Cuando un ambicioso usurpador se apodera por la fuerza de los Estados de un príncipe: ¿adquiere por ello el derecho a asesinarlo o a envenenarlo? Además, este mismo conquistador, comportándose de esa manera, no hará más que instaurar en el mundo una costumbre que sólo puede significar su propia ruina. Algún otro, más ambicioso y astuto que él, lo castigará con el derecho a la revancha, tomará sus tierras por asalto y lo ejecutará con la misma crueldad con la que él ajustició a sus antepasados. La época de Maquiavelo nos brinda demasiados ejemplos de ello. ¿Acaso es tan difícil verlo? El Papa Alejandro VI vivió en peligro de ser depuesto por sus vicios; su abominable bastardo, César Borgia, murió en la miseria, despojado de todas sus tierras; Galeazzo Sforza fue asesinado en plena iglesia de Milan; Ludovico Sforza, el usurpador, murió en Francia en una jaula de hierro; los príncipes de York y Lancaster se destruyeron mutuamente; los emperadores griegos se asesinaron entre si, uno tras otro, hasta que por último los turcos se aprovecharon de sus vicios y destruyeron el escaso poder que les quedaba. Si hoy y entre cristianos estos escándalos son menos frecuentes es porque los principios de la sana moral están empezando a ser más generales. Los seres humanos poseen un raciocinio más cultivado; en consecuencia, son menos salvajes; y quizás debemos agradecer esto a los hombres instruidos que limpiaron a Europa de bárbaros.
La otra regla propuesta por Maquiavelo es que el conquistador establezca su residencia en el nuevo Estado. Esto de ninguna manera es cruel y hasta parece bastante bueno en cierta medida. Sin embargo, hay que considerar que la mayoría de los países de los grandes príncipes está dispuesta de tal forma que éstos no pueden abandonar caprichosamente sus capitales sin resentir el cuerpo de todo el Estado. Constituyen el Primer Motor de este cuerpo, por lo que no pueden abandonar su centro sin que se debiliten las partes más periféricas.
La tercera regla política “... consiste en enviar algunas colonias a uno o dos parajes, que sean como la llave del nuevo Estado...”, tanto como para garantizar su fidelidad. Nuestro autor fundamenta esto en la costumbre de los romanos; pero no considera que los romanos, junto a los colonizadores, también enviaban sus legiones, sin las cuales pronto hubieran perdido los territorios conquistados. Tampoco considera que Roma – además de colonizadores y legiones – también supo hacerse de aliados. En los felices días de la república, los romanos fueron los rufianes más ingeniosos que jamás asolaron la tierra. Supieron conservar con habilidad lo que habían adquirido con violencia. Pero, finalmente, también este pueblo sufrió el destino de todos los dominadores y terminó siendo dominado a su vez.
Veamos si estas colonias – en virtud de las cuales Maquiavelo le permite cometer a su príncipe tantas injusticias – son tan útiles como dice. O bien se envían colonias fuertes al país recientemente conquistado, o bien se envían débiles. Si las colonias son fuertes, se despoblará muy notoriamente el Estado propio, lo cual debilitará el poder disponible. Si se envían colonias débiles, difícilmente servirán para conservar las nuevas conquistas; con lo cual se habrá causado la infelicidad de los desplazados sin ganar gran cosa a cambio.
Por consiguiente, sería mucho mejor enviar tropas a las tierras recientemente conquistadas. Estas tropas, controladas por orden y disciplina, no podrán oprimir a los súbditos ni incomodarán a las ciudades en las que sean acuarteladas.
Esta política es mejor, pero no podía ser conocida en la época de Maquiavelo. En aquellos tiempos los príncipes no mantenían grandes ejércitos. Los ejércitos, en su mayoría, no eran sino forajidos agrupados que vivían del saqueo y de la violencia. Por aquella época no se sabía lo que era mantener en pié, en tiempos de paz, un ejército permanente; no se tenía el concepto de las obligaciones del soldado, de los cuarteles y de muchas otras instituciones mediante las cuales se garantiza en épocas de paz la seguridad del Estado frente a la amenaza de sus vecinos e incluso frente al riesgo que representan los propios soldados profesionales.
“El príncipe que adquiere una provincia, cuyo idioma y cuyas costumbres no son los de su Estado principal, debe hacerse allí también el jefe y el protector de los príncipes vecinos que sean menos poderosos, e ingeniarse para debilitar a los de mayor poderío (…) El príncipe nuevo (...)podrá abatir fácilmente a los que son, poderosos, a fin de continuar siendo en todo el árbitro”. Esta es la cuarta regla de Maquiavelo. Así procedió Clodoveo y algunos otros príncipes, que no fueron menos crueles que él, lo han imitado en esto. ¡Pero qué gran diferencia habría entre estos tiranos y un hombre justo que fuese un mediador entre todos esos pequeños príncipes para resolver sus reyertas con benevolencia; un hombre que se ganase la confianza de todos ellos por su probidad, por su total imparcialidad y por su completo desinterés personal en las disputas y querellas en las que se enzarzan! Antes que opresor de sus vecinos un hombre así sería considerado más bien un padre para todos ellos y su poder los protegería en lugar de destruirlos.
Además, es un hecho cierto que los príncipes que tratan de elevar a otros príncipes por medio de la violencia terminan derribándose a si mismos. El presente siglo nos ha ofrecido ejemplos de ello. Uno es el de Carlos XII que elevó a Stanislaus al trono de Polonia y el otro es más reciente.
De todo lo que antecede mi conclusión es que un dominador injusto jamás merece gloria alguna. El asesinato será siempre algo repugnante para el género humano; el príncipe que cometa injusticias y violencias contra sus nuevos súbditos hará que todos se alejen de él en lugar de acercársele. No es posible excusar el crimen y todos los que intenten justificarlo tendrán que utilizar los mismos falsos argumentos que los empleados por Maquiavelo. El emplear el arte del discurso contra del bien de la humanidad es equivalente a herirse con la espada que nos es dada sólo para defendernos.
Capítulo IV: Por qué, ocupado el reino de Darío por Alejandro, no se rebeló contra sus sucesores después de su muerte.
Para juzgar la idiosincrasia de las naciones, hay que compararlas entre si. Maquiavelo lo hace en este capítulo: establece un paralelo entre los turcos y los franceses; muy diferentes en hábitos, costumbres y opiniones. Examina las razones que hicieron difícil la conquista – pero luego fácil el mantenimiento de la hegemonía – del Imperio turco. Pasa revista luego a lo que podría contribuir para conquistar a Francia sin inconvenientes; y por qué el mantenerla conduciría a desórdenes permanentes que amenazarían en forma constante al conquistador.
El autor considera estas cosas desde un único punto de vista. Analiza exclusivamente la estructura de gobierno y parece creer que el poder del Imperio persa y del turco se fundaba exclusivamente en la esclavitud y en la elevación de un único hombre como gobernante. Es de la opinión que un poder irrestricto, bien defendido, es el medio más seguro que tiene un príncipe para gobernar con tranquilidad y para resistir con energía a sus enemigos.
Por la época de Maquiavelo en Francia todavía se consideraba a los grandes Señores y a los pequeños nobles como pequeños soberanos que de alguna forma participaban del poder del príncipe; algo que daba lugar a divisiones, fortalecía el partidismo y daba lugar a frecuentes revueltas. Sin embargo, no sé si el Gran Sultán no correrá más peligro de ser destronado que el rey de Francia. La diferencia está en que el emperador turco generalmente termina estrangulado por los jenízaros mientras que los reyes de Francia que perecieron fueron asesinados por fanáticos. Sin embargo, en este capítulo Maquiavelo habla más de cambios generales en la estructura del Estado que de casos particulares. De hecho, descubre los resortes que mueven una maquinaria compleja y bien armada pero me parece que no ha examinado las motivaciones más nobles.
Las diferencias climáticas, la alimentación y el nivel de educación de las personas, establecen una desigualdad total entre su modo de vivir y de pensar. De allí es que un monje italiano parezca ser una persona completamente diferente de un magistrado chino. El temperamento de un inglés inteligente pero hipocondríaco es completamente diferente del de un español orgulloso y alegre. Y los franceses se parecen tan poco a los holandeses como la espontaneidad del grito de un mono se puede llegar a parecer a la parsimonia de una tortuga.
Se ha observado desde tiempos inmemoriales que la característica del temperamento oriental es la constancia. Sus antiguas costumbres y su religión – tan diferente de la europea – todavía los siguen obligando de algún modo a no promover, en perjuicio de sus autoridades, las empresas de aquellos que llaman infieles y a evitar con cuidado todo aquello que podría contaminar su religión o subvertir su forma de gobierno. Esto es lo que entre ellos hace a la seguridad del trono, antes que a la del monarca, ya que éste resulta destronado con frecuencia pero el imperio permanece intacto.
El temperamento de la población francesa, que es muy diferente de la musulmana, ha sido la causa – si no exclusiva, al menos parcial – de las frecuentes revoluciones en este reino. La imprudencia y la inconstancia son las verdaderas marcas distintivas (el carácter) de esta simpática nación. Los franceses son inquietos, afables, y muy inclinados a cansarse de todo; su amor por el cambio se ha manifestado hasta en las cosas más serias. Parece ser que los cardenales que sucesivamente gobernaron este Imperio – y a quienes los franceses odiaron tanto como amaron – se valieron de la regla de Maquiavelo que aconseja derrocar a los poderosos y, conociendo la idiosincrasia de la nación, desviaron las frecuentes tormentas causadas por la frivolidad de los súbditos y que amenazaron a los reyes en forma incesante.
La política del cardenal Richelieu no tuvo más objetivo final que el de rebajar a los grandes nobles y elevar el poder del rey, convirtiendo esto en el principio rector de todos los sectores del Estado. Tuvo tanto éxito en ello que hoy en Francia no quedan ni vestigios del prestigio y del poder, a veces abusivo, de los Señores y de los nobles.
El cardenal Mazarino siguió los pasos de Richelieu. La oposición trató de resistir pero el cardenal triunfó. Despojó al Parlamento de sus prerrogativas y de tal modo que al día de hoy esta institución es apenas una sombra a la que a veces se le ocurre creer que sigue siendo un cuerpo; un error del cual, por lo general, recibe motivos para arrepentirse.
La misma filosofía política que condujo a los ministros del rey a establecer un poder absoluto en Francia también les enseñó el truco de mantener ocupadas la frivolidad y la inconstancia de la nación para hacerlas menos peligrosas. Pequeñeces y entretenimientos cambiaron el temperamento de los franceses y lo desviaron hacia otras cosas. Los mismos hombres que durante tanto tiempo enfrentaron al gran César, los que con tanta frecuencia se sacudieron el yugo de los emperadores que se apoyaron en las tropas extranjeras ingresadas al país por la época de la dinastía de los Valois; los mismos que se coaligaron contra Enrique IV, que causaron disturbios durante el período de su minoría de edad – esos mismos franceses, digo, no están ahora ocupados más que en seguir la corriente de la moda y cambiar con mucho esmero sus gustos cotidianos. Se burlan hoy de lo que ayer admiraron, manifiestan esta inconstancia y frivolidad en todas sus acciones, cambian continuamente de amantes, de residencia, de diversiones y hasta de veleidades. Y pueden hacerlo porque ejércitos poderosos y un número muy grande de fortalezas le aseguran a los soberanos la posesión de esta monarquía para siempre ya que hoy tienen tan poco que temer de las guerras internas como de las empresas de sus vecinos.
Capítulo V: De qué manera deben gobernarse los Estados que, antes de ocupados por un nuevo príncipe, se regían por leyes propias.
De acuerdo con la opinión de Maquiavelo, no hay mejor forma de preservar un Estado recién conquistado que destruyéndolo. Esta sería la manera más segura de no tener que temer una revuelta. Hace algunos años en Londres, un inglés cometió la estupidez de suicidarse. Sobre la mesa se encontró una nota en dónde el hombre justificaba su acción diciendo que, de esta forma, nunca más volvería a enfermarse. Es el mismo caso del príncipe que arruina a un Estado para no perderlo. De ningún modo invocaré al humanitarismo para rebatir a Maquiavelo porque, en su caso, esto equivaldría a cometer un sacrilegio contra la virtud. Es posible refutarlo con sus propias armas: con el egoísmo; con ese egoísmo que es el alma de su libro y la deidad de su arte político.
Maquiavelo nos dice que un príncipe debe destruir al país libre recientemente conquistado para poder conservarlo con tanta mayor seguridad. Pero me pregunto: ¿para qué se emprendió la conquista en primer lugar? Se me dirá que fue para aumentar su poder y para hacerlo más temible. Pues precisamente eso es lo que quería oír para demostrar que – de acuerdo con los propios principios propuestos por Maquiavelo – lo que se logra es exactamente lo opuesto. Porque la conquista le ha costado mucho y destruyéndola lo único que logra es aniquilar al país que podría haberlo compensado de las pérdidas. Habrá de serme concedido que un país asolado, despojado de sus habitantes, no puede hacer poderoso a un príncipe. Creo que un monarca que poseyese los vastos desiertos de Libia y de Barca no sería temible por ello; como que tampoco creo que un millón de panteras, leones y cocodrilos valen lo mismo que un millón de súbditos, ricas ciudades, puertos navegables repletos de barcos, ciudadanos industriosos, tropas y todo lo que se supone que tiene un país bien poblado. Todo el mundo está de acuerdo en que la fuerza de un Estado no consiste en la extensión de sus fronteras sino en el número de sus habitantes. Compárese a Holanda con Rusia. En Holanda sólo verán islas pantanosas y estériles surgiendo del regazo del océano: una pequeña república de no más de 48 millas de largo por 40 de ancho. Pero este pequeño cuerpo está lleno de nervios. Una innumerable cantidad de personas vive en él y este industrioso pueblo es muy poderoso y muy rico. Se sacudió el yugo de la dominación española que en ese momento era la monarquía más formidable de Europa. El comercio de esta república se extiende hasta los confines de la tierra y no le va demasiado en zaga al de los reyes. En tiempos de guerra puede mantener a un ejército de cincuenta mil hombres, sin contar a una numerosa y bien mantenida flota.
Dirijamos ahora la mirada hacia Rusia. Tendremos ante los ojos a un país inmenso. Es un mundo similar al del planeta cuando recién emergía del caos. Este país linda, por un lado, con la gran Tartaria y las Indias; por el otro con el Mar Negro y Hungría. Sus fronteras se extienden hasta Polonia, Lituania y Curlandia; Suecia es su límite hacia el Noroeste. Rusia se extiende por trescientas millas alemanas a lo ancho y por más de seiscientas a lo largo. El país es fértil en granos y provee todos los productos alimenticios necesarios para la vida, mayormente alrededor de Moscú y hacia la pequeña Tartaria. No obstante, a pesar de todas estas ventajas, contiene a lo sumo tan sólo quince millones de personas.
Esta nación, cuya influencia sólo está comenzando a aparecer en Europa, difícilmente sea más poderosa que Holanda en cuanto a tropas de tierra o mar, y lo es mucho menos en riquezas y recursos.
La fuerza de un Estado no consiste en la extensión de un país, ni en la posesión de una vasta desolación, o un inmenso desierto de cualquier clase de terreno, sino en la riqueza y en la cantidad de sus habitantes. Por consiguiente, el interés del príncipe es poblar al país, hacerlo florecer, y de ninguna manera le conviene devastarlo ni destruirlo. Si la maldad de Maquiavelo provoca rechazo, su razonamiento da lástima. Hubiera hecho mucho mejor en aprender a razonar correctamente que en ponerse a enseñar su fabulosa política a los demás.
“Un príncipe debe establecer su residencia en el Estado recientemente conquistado”. Ésta es la tercera regla del autor. Resulta más moderada que las otras pero ya he mencionado en el capítulo tercero las dificultades que se le oponen.
Me parece que un príncipe que ha conquistado a una república – después de haber tenido una causa justa para hacerle la guerra – podría devolverle su libertad conformándose con haberla castigado. Pocas pensarán de este modo. Pero quienes están en desacuerdo podrían preservar la posesión de esa república estableciendo fuertes guarniciones en los principales sitios de su nueva conquista y dejándole al pueblo el goce de toda su libertad.
¡Somos tan irracionales! Queremos conquistarlo todo como si tuviésemos tiempo para poseerlo todo; como si el tiempo establecido de nuestra duración no tuviese fin. Pero nuestro tiempo pasa en forma demasiado rápida y con frecuencia, cuando creemos estar trabajando para nosotros mismos, en realidad lo estamos haciendo tan sólo para unos indignos y desagradecidos herederos.
Capítulo VI: De los principados que se adquieren por el valor personal y con las armas propias.
Si los hombres no tuviesen pasiones sería encomiable que Maquiavelo tratase de adjudicarles algunas. Sería un nuevo Prometeo robándose el fuego celestial para darle vida a unos autómatas. Pero la realidad es muy distinta; ningún hombre carece de pasiones. Cuando son moderadas forman el alma de la sociedad; pero cuando se les sueltan las riendas, causan su desgobierno.
De todos los impulsos que tratan de enseñorearse de nuestra alma, no hay ninguno más desastroso para quienes sienten su efecto, ni más contrario a la sensibilidad, ni más dañino a la paz del mundo, que la ambición desenfrenada y el irresistible afán por una falsa gloria.
Un individuo privado que tiene la desgracia de haber nacido con estos impulsos termina siendo más miserable que ridículo. Vivirá ignorando el presente y existirá sólo en función de un futuro imaginado, con lo que nada actual conseguirá satisfacerle porque la amargura de la ambición se mezclará siempre con la dulzura del placer.
Un príncipe ambicioso es más desdichado que un individuo privado porque su desvarío, siendo proporcional a su posición, es más ambiguo, más caprichoso y más insaciable. Si la pasión de las personas privadas se alimenta de honores y grandezas, la de los príncipes se nutre de provincias y monarquías; y, puesto que es más fácil obtener cargos y servicios que reinos enteros, las personas privadas pueden llegar a satisfacer su ambición antes que los príncipes.
Maquiavelo les propone los ejemplos de Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y Hierón el Siracusano. Uno podría fácilmente ampliar este catálogo con todos los fundadores de sectas específicas, como Mahoma en Asia Menor, Manco Capac en América, Odin en el Norte, tantos otros líderes de sectas por todo el mundo.
La mala fe con la que el autor utiliza estos ejemplos merece ser destacada. Maquiavelo habla solamente del lado agradable de la ambición – cuando lo tiene en absoluto – y menciona tan sólo a los ambiciosos que han tenido suerte, manteniendo un cuidadoso silencio sobre quienes resultaron víctimas de sus pasiones. Esto no es más que tratar de engañar al mundo y hay que reconocer que, en este capítulo, Maquiavelo se presenta como un apologista del vicio.
¿Por qué habla Maquiavelo del primer legislador de los judíos, del primer monarca de Atenas, del conquistador de los Medos, del fundador de Roma – todos exitosos – y no agrega el ejemplo de los líderes que fracasaron para mostrar que, si bien la ambición eleva a algunos, hunde a la mayoría en la desgracia? ¿Qué hay de Juan de Leyde, el líder de los anabaptistas, que terminó torturado, quemado y colgado en una jaula de hierro en Münster? ¿Cromwell consiguió ser feliz? ¿Acaso su hijo no fue destronado? ¿Acaso no vio como el cuerpo exhumado de su padre fue llevado al patíbulo y escarnecido? ¿No existieron acaso por lo menos tres o cuatro judíos que se proclamaron Mesías y terminaron ejecutados? Y el último de ellos ¿acaso no terminó como sirviente de cocina musulmán del Gran Sultán? Pipino el Breve depuso al su rey con la aprobación del Papa; pero, cuando el Papa quiso ver destronado a Pipino, ¿acaso no murió éste asesinado? ¿Acaso no se pueden contar mas de treinta líderes de sectas y más de mil ambiciosos de toda clase que terminaron muriendo de muerte violenta?
También me parece que Maquiavelo fue mas bien poco prudente al colocar a Moisés junto a Rómulo, Ciro y Teseo. Moisés estaba inspirado por Dios. De no haberlo estado, habría sido tan sólo un simple embaucador que utilizó a Dios a la manera en que los poetas utilizan a la deidad cuando no consiguen salir airosos de una cuestión que no entienden. Si Moisés es considerado como lo que fue: una herramienta de la Providencia, entonces no tiene nada en común con los demás legisladores que fueron sólo humanos. Pero, si se lo considera como otro simple mortal, resulta imposible compararlo con Ciro, Teseo o Hércules. Moisés se limitó a llevar a su pueblo por el desierto, recorriendo en cuarenta años un trayecto que bien podría haber cubierto en seis semanas; no construyó ninguna gran ciudad; no fundó ningún imperio; no promovió el comercio; no protegió a las artes; no puso a su nación en un estado floreciente. En él hay que rezarle a la Providencia; en los demás hay que examinar el ingenio desplegado.
Reconozco, en general y sin reservas, que se requiere mucho genio, coraje y habilidad para ponerse a la altura de un Teseo, un Ciro o un Mahoma. De lo que no estoy tan seguro es de que el atributo de “virtuoso” sea apropiado para todos ellos. Coraje y habilidad es algo que comparten tanto héroes como salteadores de caminos; la diferencia está en que el usurpador es un ladrón que se hace famoso mientras que el ladrón ordinario permanece siendo un miserable desconocido. Las violencias del primero se ensalzan con laureles y halagos; al otro sólo se lo premia con la soga de la horca.
Es cierto que cada vez que se quiere instaurar algo nuevo en este mundo aparecen miles de obstáculos y que un profeta al frente de un ejército hará más prosélitos que luchando tan sólo con argumentos. La verdad es que la religión cristiana, mientras se apoyó exclusivamente sobre sus argumentos, fue tanto débil como oprimida y que se extendió por Europa sólo después de derramar mucha sangre. Pero también es cierto que determinadas opiniones e innovaciones han sido puestas en marcha con escaso esfuerzo.
Sucede que, quien quiera sojuzgar a sus semejantes siempre tendrá que ser sanguinario y embaucador. Hubo fanáticos que pretendieron estar inspirados por el Espíritu Santo tan sólo para asesinar a quienes consideraron que el Espíritu Santo había condenado. Estos sujetos, que se burlaron tanto de Dios como de los hombres, fueron muy valientes: en los tiempos de Zoroastro se los hubiera considerado semidioses.
Si un Rolando o un Juan de Leyden hubiesen vivido en la época en que los hombres eran todavía unos bárbaros, se los hubiera considerado semejantes a un Alcides o a un Osiris. Hoy en día, sin embargo, ni Alcides ni Osiris llegarían demasiado lejos en este mundo.
Me queda por hacer algunas reflexiones sobre Hierón de Siracusa, al cual Maquiavelo propone como modelo a seguir para quienes desean imponerse con la ayuda de sus amigos y las tropas de éstos.
Hierón se deshizo tanto de sus amigos como de los soldados que lo habían ayudado en la ejecución de sus planes, tras lo cual encontró nuevos amigos y nuevas tropas. Yo afirmo, contrariamente a Maquiavelo y a los ingratos, que esta política de Hierón es pésima y que es mucho más prudente confiar en tropas que tienen un valor conocido y demostrado, y tener amigos cuya lealtad también ha sido comprobada, que confiar en desconocidos de los cuales no se puede estar seguro.
Debo destacar, sin embargo, que debe prestarse atención a las diferentes interpretaciones que Maquiavelo le adjudica a las palabras. No hay que dejarse engañar cuando dice que, sin la ocasión, la virtud se muere. De acuerdo con él, esto significa que, sin la existencia de circunstancias favorables, los estafadores y los corruptos no pueden hacer uso de sus talentos. El vicio es la única llave que puede aclarar y explicar los pasajes oscuros de este autor. Los italianos llaman “la virtú” al arte de medir los tiempos de la música; en Maquiavelo es la deslealtad la que lleva este nombre.
En general y para terminar este capítulo, me parece que la única ocasión en que un individuo privado puede acceder a l dignidad del trono es cuando ha nacido en una monarquía electiva o cuando libera su patria.
Sobieski en Polonia, Gustavo Wasa en Suecia, Antonino en Roma, son héroes de estas dos clases. César Borgia es el modelo de los maquiavélicos. El mío es Marco Aurelio.
Capítulo VII: De los principados nuevos que se adquieren por la fortuna y con las armas ajenas.
Compárese el príncipe de Fenelon con el de Maquiavelo. En el primero se verá el carácter de un hombre honesto: bondad, justicia, equidad y todas las virtudes. Parece ser uno de esos espíritus puros a cuya sabiduría, como suele decirse, le ha sido encomendada la supervisión del gobierno del mundo entero. En el otro se pueden encontrar artimañas, deslealtades y todos los vicios. En una palabra: es un monstruo que hasta el infierno mismo lamentaría producir.
Cuando se lee al Telémaco de Fenelón parecería ser que nuestra naturaleza se aproxima a lo angelical; y cuando se lee El Príncipe de Maquiavelo parecería estar más bien cerca de lo demoníaco.
César Borgia, el duque de Valentino, es el modelo sobre el cual el autor construye su príncipe. Es tan desvergonzado que lo propone como ejemplo para quienes desean elevarse en este mundo apoyándose en sus amigos o en sus armas.
Por consiguiente es imprescindible saber quién fue César Borgia a fin de formarse una idea del héroe y del autor que lo ensalza. Borgia hizo asesinar a su hermano, su rival en el matrimonio y en el amor, en lo de su propia hermana; hizo masacrar a la guardia suiza del Papa para vengarse de algunos suizos que habían ofendido a su madre; despojó a varios cardenales de sus fortunas para satisfacer su codicia; le quitó la Romagna a su legítimo titular, el duque de Urbino; hizo ejecutar al sanguinario d’Orco que era su propio esbirro; en Sinigaglia asesinó, por medio de una traición repugnante, a varios príncipes porque le pareció que éstos se oponían a su interés personal; hizo ahogar a una noble dama veneciana luego de abusar de ella. ¿Cuántas crueldades no se habrán cometido por sus órdenes? ¿Quién podría contar todos sus crímenes? Éste es el hombre al que Maquiavelo prefiere por sobre todos los grandes genios de su tiempo y por sobre los héroes de la Antigüedad, encontrando que su vida y sus acciones ofrecen un buen ejemplo de alguien favorecido por la fortuna.
Pero debo tratar a Maquiavelo con más detalle para que quienes piensan como él ya no encuentren más pretextos. César Borgia fundó su grandeza sobre la decadencia de los príncipes italianos. “Si quiero hacerme de los bienes de mis vecinos, primero debo debilitarlos; pero para debilitarlos primero debo enfrentarlos entre si”. Ésa es la lógica de los rufianes.
Borgia deseaba asegurarse un respaldo. En consecuencia, fue necesario que el Papa Alejandro VI consintiera en anular el matrimonio de Luis XII para que éste le brindase ayuda a su hijo. De esta manera, muchas veces quienes deberían haberle brindado al mundo un ejemplo digno de imitar utilizaron las prerrogativas del cielo para encubrir su propio egoísmo personal. Si el matrimonio de Luis XII era de la clase que admitía una anulación, el Papa debió haberlo anulado antes, ya que tenía el poder para ello; y si el matrimonio no admitía una anulación, la cabeza de la Iglesia de Roma no debió haber permitido que nadie lo obligara a hacerlo.
El proyecto de Borgia también requería cómplices. Por consiguiente, se dedicó a corromper mediante dádivas a la facción de Urbino; pero no nos ensañaremos con los vicios de Borgia y le disimularemos sus sobornos aunque más no sea porque éstos al menos tienen una falsa similitud con ciertas obras de caridad. Borgia quería deshacerse de algunos príncipes de las casas de Urbino, Viteltozo, Oliveto Fermo, etc. y Maquiavelo dice que tuvo sagacidad suficiente como para hacerlos ir a Sinigaglia dónde los hizo asesinar luego de traicionarlos.
Aprovecharse de la buena fe y de la lealtad de las personas; usar los artimañas más infames; perjurar y asesinar: he aquí las acciones que el maestro de la rufianería llama sagacidad. Me pregunto si será prudente mostrar cómo se llega a ser mentiroso. Cuando alguien es abiertamente desleal y perjuro ¿qué puede ofrecer para garantizarse la lealtad de los demás? Dad el ejemplo de la traición y deberéis temer el ser traicionados; dad el ejemplo del asesinato y deberéis tener temor de las manos de vuestros discípulos. Borgia ubicó al sanguinario d’Orco como su lugarteniente en la Romagna para sofocar algunos desórdenes menores y castigó bárbaramente vicios que fueron muy inferiores a los suyos propios. El más violento de los usurpadores, el más falso de los perjuros, el más cruel de los asesinos, el más pernicioso de los envenenadores, condena a las penas más escalofriantes a algunos truhanes, a algunas cabezas huecas que no hicieron más que imitar, en pequeña escala y según sus capacidades, el carácter de su Señor. Aquél rey de Polonia, cuya muerte causó tantos desórdenes en Europa, fue mucho más justo y noble para con sus súbditos sajones.
Las leyes sajonas exigían la cabeza de todo adúltero. No voy a discutir el origen de esta bárbara ley que parece ajustarse mejor a los celos italianos que a la paciencia alemana. Un desdichado trasgresor a esta ley resultó condenado y el rey Augusto debía firmar la sentencia de muerte. Pero Augusto era sensible al amor y poseía sentido humanitario; perdonó al trasgresor y derogó la ley que, en secreto, él mismo estaba violando.
La justicia de este rey nos muestra a un hombre sensible y humano. César Borgia castigó sólo como un salvaje tirano. Sobre parte de su principado puso al cruel d’Orco y luego, cuando éste había cumplido con las intenciones de su amo con toda perfección, para congraciarse con el pueblo lo hizo cortar en pedazos. El yugo de la tiranía nunca es más pesado que cuando el tirano viste el disfraz de inocente y la opresión tiene lugar a la sombra de la legalidad.
Borgia, haciendo sus previsiones hasta más allá de la muerte del su padre, el Papa, comenzó a exterminar a todos los que había despojado de sus bienes para que el nuevo Papa no pudiese usarlos contra él. Véase como un crimen lleva al otro: para cubrir los gastos es necesario poseer dinero; para poseer dinero es necesario desvalijar a quienes lo poseen; y para gozar de los bienes con seguridad hay que exterminar a los desvalijados. Razonamientos dignos de un bandolero!
A fin de envenenar a algunos cardenales, Borgia los invita a cenar con su padre. Pero tanto padre como hijo, por error, terminan tomando ellos mismos los brebajes envenenados. Alejandro VI muere por ello; Borgia sobrevive para llevar una vida desdichada. Una digna remuneración para envenenadores y asesinos.
Esta es la prudencia, la habilidad y la “virtud” que Maquiavelo nunca se cansa de promover. Ni Bossuet, ni Fleschier, ni Plinio, hubieran podido ensalzar a sus héroes más de lo que Maquiavelo glorifica a César Borgia. Si sus panegíricos fuesen tan sólo una oda o una figura retórica, se podría admirar su ingenio aún despreciando la elección del personaje. Sólo que es todo lo contrario. Es un tratado sobre el arte de gobernar escrito con la intención de servir a la posteridad; es una obra muy seria en la cual Maquiavelo comete el descaro de alabar al monstruo más despreciable que el infierno haya jamás vomitado sobre la tierra. Algo que equivale a exponerse irresponsablemente al desprecio de toda la humanidad.
Capítulo VIII: De los que llegaron a príncipes por medio de maldades.
Utilizaré aquí sólo las propias palabras de Maquiavelo para rebatirlo. ¿Qué más atroz podría decir de él que aquí es dónde suministra consejos a quienes desean llegar por medio del crimen a los más altos honores? Es el título de este capítulo.
Si Maquiavelo se hubiese propuesto enseñar las reglas del crimen en una escuela de forajidos, o bien la deslealtad en una universidad de traidores, no sería ningún milagro que dictara estas materias. Es tan sólo que se dirige a todos los seres humanos y, entre ellos, se dedica especialmente a quienes deberían ser los más virtuosos porque han sido designados para gobernar a las demás. ¿Qué puede ser más perjudicial y más desvergonzado que darles, precisamente a estas personas, cátedra de deslealtad y asesinato? Sería mejor para el bien de la humanidad que los ejemplos que Maquiavelo se complace en enumerar, como los de Agátocles y Oliverot de Fermo, fuesen ignorados por todo el mundo.
A una persona que ya posee una íntima inclinación hacia la maldad, las biografías de Agátocles y de Oliverot de Fermo sólo le sirven para que descubra y desarrolle la semilla de su tendencia dominante, sin conocerla realmente. ¿Cuántos jóvenes, por la lectura de novelas, no han descarriado por completo su razón al punto de no ver ni pensar de otro modo que Gandalin o Medor? En la forma de pensar hay algo similar a lo que existe en una peste ya que siempre la razón del uno contagia a la del otro.
Aquél ser extraordinario, aquél rey en quien todas las altas virtudes se transformaron en vicios – en una palabra Carlos XII de Suecia – llevaba desde su mas tierna infancia la biografía de Alejandro el Grande consigo, y muchas personas que conocieron muy bien a este Alejandro del Norte aseguran que Quinto Curtio asoló a Polonia. Estanislao era el heredero legítimo, sucesor de Abdolonimo, y la batalla de Arbella fue la causa de la derrota de Pultawa.
¿Me será permitido ir de un ejemplo tan eminente al más insignificante? Me parece que, cuando se discute la Historia del espíritu humano y desaparecen las diferencias de condición y de Estado, los reyes se revelan tan sólo como seres humanos y que todos los hombres son de almas iguales. Y también que algunos acontecimientos no pueden explicarse como respuestas a impresiones sensoriales, o como meros ajustes a condiciones que pesan sobre el espíritu humano.
Toda Inglaterra vio lo que sucedió en Londres hace algunos años atrás: se representó una comedia más bien pobre, con el título de The Robbers (Los Asaltantes), en la cual se mostraban algunas de las triquiñuelas de los ladrones. A la salida del teatro muchas personas se dieron cuenta de que les faltaban los anillos, sus cajas de rapé y sus relojes. El autor de la comedia se hizo de discípulos tan rápidamente que éstos hasta practicaron sus lecciones en la sala misma. Tan pernicioso es promover malos ejemplos desde la autoridad de un escenario.
Hubiera sido de desear que Maquiavelo pusiese por ejemplos sólo a personas como Alejandro el Grande pero, en lugar de ello, ofrece a Agátocles y a de Fermo como modelos del ingenio y del éxito. Según su opinión, éstos consiguieron sostenerse en sus pequeños Estados porque supieron ser crueles en el momento adecuado. Según Maquiavelo, ser bárbaro con ingenio y ejercer la tiranía bajo ciertas condiciones requiere ejecutar de un solo golpe todas las violencias y todos los crímenes que se consideren útiles al interés propio. Su recomendación es: haced asesinar a todos aquellos de quienes sospecháis y que, por ello, son vuestros enemigos; pero no hagáis durar vuestra venganza por mucho tiempo.
Maquiavelo aprueba acciones similares a las Vísperas Sicilianas y masacres como las de San Bartolomé, en dónde se cometieron crueldades que hicieron estremecer a toda la humanidad. No le confiere importancia alguna a estos crímenes, a condición de que sean cometidos de tal forma que causen terror en el momento en que todavía son recientes. Nos ofrece como explicación que la imagen que el pueblo se forma de ellos desaparece más fácilmente que la de otros crímenes cometidos en forma secuencial y duradera. Como si no fuese igual de condenable asesinar a mil personas en un solo día que hacerlas asesinar una tras otra durante un largo período de tiempo.
Sin embargo, no es suficiente refutar la despreciable moral de Maquiavelo; también es necesario revelar su engaño ya que no procede con honestidad.
En primer lugar, es falso que Agátocles haya gozado en paz el fruto de sus crímenes. Estuvo casi constantemente complicado en guerras contra los cartagineses. Hasta se vio obligado a abandonar a su ejército en África que, tras su partida, masacró a sus hijos y él mismo terminó muriendo por un cáliz envenenado que le hizo tomar su nieto. Oliverot de Fermo murió por la traición de los Borgia un año después de ascender al poder. De este modo, un criminal castigó al otro y, con su odio personal, sólo se adelantó a lo que el odio generalizado contra de Fermo ya había gestado.
Aún cuando el crimen pudiese ser cometido con impunidad, aún cuando el tirano no tuviese que temer un triste fin, aún así seguiría siendo desgraciado porque todo el mundo lo consideraría una vergüenza para el género humano. Nunca podrá acallar el testimonio íntimo de su conciencia que siempre hablará en su contra y ése será el verdadero, insoportable atormentador que llevará en su pecho. La verdad es que no está en la esencia de la naturaleza de nuestro ser el que un criminal sea feliz. Léase tan sólo la biografía de un Dionisio, un Tiberio, un Nerón, un Luis XI o la de Juan Bosilowitz y se hallará que todas estas malas personas tuvieron el más desgraciado de los destinos. Una persona cruel tiene el temperamento de un misántropo atacado por negros humores. Si no es liberado desde su infancia de esta desafortunada condición, bajo ninguna circunstancia podrá evitar volverse tan furioso como insensato.
De modo que, aún si no existiese la justicia en el mundo y un Dios en el cielo, aún así los hombres deberían ser virtuosos porque sólo la virtud puede unirlos ya que es imprescindible para su conservación y el crimen, a su vez, sólo puede volverlos desgraciados y promover su propia desdicha.
Capítulo IX: Del principado civil
No hay impulso más inseparable de nuestro ser que el que nos impele hacia la libertad. Desde los pueblos que se hallan más organizados hasta los más bárbaros, todos se hallan imbuidos de él sin distinción porque, así como nacemos sin cadenas, también anhelamos poder vivir sin imposiciones. Este espíritu de independencia y de orgullo es la causa por la cual han surgido tantos grandes hombres en el mundo y el móvil por el cual se han instituido los gobiernos republicanos que establecen una especie de igualdad entre las personas y las llevan más cerca de un estado natural.
Maquiavelo ofrece en este capítulo buenas reglas políticas válidas desde el libre consentimiento de los principales hombres de una república hasta la más alta concentración de poder. Y éste es casi el único caso en que permite ser un hombre honesto aunque, desafortunadamente, este caso no se da casi nunca.
Un espíritu republicano es celoso de su libertad en el más alto grado. Todo lo que podría oponérsele lo pone en guardia y se escandaliza hasta por la mera idea de un gobernante. En Europa se conocen casos de pueblos que se sacudieron el yugo de sus tiranos; pero no se conoce ningún pueblo libre que se haya sometido voluntariamente a la esclavitud.
A lo largo del tiempo muchas repúblicas han caído bajo un poder ilimitado y hasta parece que ésta sería una desgracia que las aguarda a todas, puesto que ¿cómo podría una república resistir eternamente a todos los que quieren menoscabar su libertad? ¿Cómo podrá mantener a raya la ambición que los principales notables alimentan en su seno? ¿Cómo podrá vigilar en el largo plazo las tentaciones, los secretos movimientos de sus vecinos y la corruptibilidad de sus miembros mientras el egoísmo siga siendo una fuerza irresistible entre los hombres? ¿Cómo puede alentar la esperanza de concluir siempre con éxito las guerras que tendrá que librar? ¿Cómo podrá prevenir las crisis que acarrea la misma libertad; aquellos momentos en que con frecuencia todo depende de una sola carta; aquellas imprecisas situaciones aleatorias que favorecen a los sobornados y a los temerarios?
Si las tropas de estas repúblicas son conducidas por generales pusilánimes y cobardes, se expondrán al robo de sus enemigos; y si estos hombres son valientes y audaces, se volverán peligrosos en tiempos de paz luego de haber sido útiles en tiempos de guerra. Casi todas las repúblicas ascendieron de las profundidades de la servidumbre hasta las alturas de la libertad y casi todas volvieron a caer de esta libertad otra vez en la esclavitud.
Los mismos atenienses que en tiempos de Demóstenes enfrentaron a Filipo de Macedonia se arrastraron después ante Alejandro. Los mismos romanos que detestaron a la realeza después de la expulsión de los reyes, apenas transcurridos algunos siglos soportaron pacientemente todas las crueldades de sus emperadores. Y los mismos ingleses que decapitaron a Carlos I por haberse arrogado algunos derechos menores inclinaron luego su rígido entusiasmo ante la tiranía arrogante y astuta de su Protector. Por consiguiente no fueron éstas repúblicas que por libre elección se dieron un gobernante, sino que fueron hombres de audaz iniciativa los que, asistidos por algunas condiciones favorables, las sojuzgaron en contra de su voluntad.
Así como las personas nacen, viven por un tiempo y mueren a causa de enfermedades o por avanzada edad, del mismo modo las repúblicas se forman, florecen por algunos siglos y perecen finalmente por la audacia de algún ciudadano o por las armas de sus enemigos. Todo tiene un tiempo determinado. Hasta los imperios y las monarquías más grandes duran sólo cierto tiempo. Todas las repúblicas perciben que este tiempo sobrevendrá algún día y consideran a cada familia excesivamente poderosa como la raíz de la enfermedad que terminará siéndoles mortal.
A quienes viven en una república y son realmente libres nunca se los podrá convencer de darse un Señor, ni aún cuando éste fuese el mejor del mundo. Estas personas siempre contestarán: “Es mejor someterse a las leyes que al capricho de una sola persona. Las leyes son justas por su propia naturaleza. Son el remedio a nuestras enfermedades y estos remedios, en manos de alguien que puede ejercer tan sólo su propia voluntad, se convierten con demasiada facilidad en veneno. En una palabra, la libertad es un bien que se recibe al nacer. ¿Por qué – preguntarán los republicanos – habremos de permitir que se nos robe este bien? Así como es un crimen alzarse contra un príncipe legitimado por las leyes, del mismo modo es también un crimen querer imponerle un yugo a una república.”
Capítulo X: Cómo deben medirse las fuerzas de los principados
Desde que Maquiavelo escribió su libro sobre el arte de gobernar de un príncipe el mundo ha cambiado de un modo tan extremo que sería prácticamente irreconocible para un contemporáneo del autor. Si algún hábil general de Luis XII apareciese en nuestros días, se encontraría completamente desorientado. Vería que hoy se hace la guerra con innumerables soldados, todos los cuales son mantenidos tanto durante la paz como durante la guerra, mientras que, en sus tiempos, para los más grandes golpes y las mayores campañas bastaba un puñado de hombres y los soldados eran dados de baja una vez concluida la guerra.
En el lugar de armaduras, lanzas y cañones sobre ruedas, encontraría reglamentos militares, fusiles con bayonetas, nuevas maneras de acampar, concentrarse, y especialmente el arte de la logística de las tropas, un arte que es por lo menos tan necesaria como el batir al enemigo. Pero ¿qué no diría Maquiavelo mismo si pudiese ver la nueva forma del cuerpo político de Europa, con tantos grandes príncipes que se hoy se destacan en el mundo y que en aquellos tiempos tenían escasa importancia? ¿Qué diría si viese cómo el poder de los reyes se halla fortalecido desde la base; la forma en que los príncipes hoy suelen negociar entre ellos; cómo el equilibrio europeo ha sido establecido mediante la interrelación de todas las grandes casas, y cómo se mantiene a raya la ambición de los demás asegurando así la paz del mundo?
Todas estas cosas han producido un cambio tan profundo y general que las mayoría de las reglas de Maquiavelo ya resultan inaplicables a nuestra política actual. Eso se ve especialmente en este capítulo y he de dar algunos ejemplos de ello.
Maquiavelo afirma que un príncipe cuyo país es extenso y rico en dinero y tropas puede soportar con su propias fuerzas, sin la asistencia de ningún aliado, los ataques de sus enemigos.
En esto, no soy de su opinión y, más aún, afirmo que un príncipe, por más temible que sea, no podría resistir solo el ataque de muchos enemigos poderosos y estará de hecho obligado a recurrir a la asistencia de algunos aliados. Si el más formidable, el más poderoso príncipe de Europa, si Luis XIV llegó a ese punto en la guerra por la sucesión española y si casi no pudo resistir la unión de tantos reyes y príncipes que deseaban reprimirlo, cuanto menos podría un príncipe más débil que él mantenerse sin aliados poderosos, a no ser que estuviese dispuesto a arriesgar mucho.
Se dice y se repite sin mucha reflexión que los tratados son inútiles puesto que casi nunca se respetan todos los puntos de un tratado y que en esto los príncipes no son más hoy más escrupulosos de lo que fueron en cualquier otra época. A quienes piensan así les contesto que no tengo duda alguna de que podrán encontrar, tanto en la antigüedad como hoy, príncipes que no han cumplido puntillosamente con sus compromisos. Pero esto no cambia el hecho de que siempre ha sido muy útil concertar tratados. Mientras más aliados tengáis, menos enemigos tendréis y, aún cuando no os ayuden, al menos podréis lograr que por algún tiempo permanezcan neutrales.
Maquiavelo habla luego acerca de los principini, o pequeños príncipes quienes, teniendo sólo Estados pequeños, no pueden poner a un ejército sobre el campo de batalla. El autor insiste mucho en que deben fortificar a su capital a fin de poder encerrarse en ella con su pueblo en tiempos de guerra. Los príncipes de los que habla Maquiavelo son en realidad andróginos: mitad soberanos y mitad individuos privados. Desempeñan el papel de Grandes Señores sobre un escenario demasiado pequeño.
Pueden jugar al Gran Señor sólo con sus sirvientes. Me parece que el mejor consejo que se les podría haber dado hubiera sido el de limitar la exagerada opinión que tenían de su magnitud, la extrema veneración que tenían por sus viejos e ilustres antepasados, y el irreal entusiasmo que demostraban tener por sus armas. El buen juicio sabe que es mejor aparecer ante el mundo como tan sólo un Señor que gobierna sin estridencias; mantener a lo sumo solamente una guardia suficiente como para mantener a raya a los ladrones fuera del castillo, a menos que éstos estuviesen tan hambrientos como para buscar ellos también refugio allí. Para estos pequeños príncipes lo mejor hubiera sido dejar de lado los baluartes, los murallas y todo lo que pudiese darle a sus residencias la apariencia de una ciudad poderosamente fortificada.
Las razones son las siguientes: la mayoría de los pequeños príncipes están arruinados por gastos excesivos, desproporcionados en relación a sus ingresos, debido a que están intoxicados con una vana ilusión sobre su auténtico tamaño y poder. Preparan su propia ruina para mantener el honor de sus casas y su jactancia los lleva por el camino de la miseria. El hijo más joven del más joven descendiente de una rama secundaria se cree que es algo así como un Luis XIV sólo porque se ha construido su propio Versailles, se ha conseguido una amante y mantiene a sus ejércitos.
Existe actualmente cierto príncipe, pariente lejano de una gran familia noble, quien, en un estallido de fatuidad, mantiene a su servicio un ejército del tamaño equivalente al del servicio doméstico de un gran rey y que le cuesta una fortuna en oro ya que se halla compuesto por individuos cuidadosamente seleccionados de tantos pueblos diferentes que haría falta un microscopio para individualizar a cada uno de ellos. Así y todo, este ejército es tan pequeño que quizás sería lo suficientemente fuerte como para ganar una batalla en el teatro de Verona. Cuando digo que los pequeños príncipes no hacen bien en fortificar sus residencias, la razón de ello es bien simple: no están en condiciones de hacerlo.
Si están rodeados solamente de príncipes tan débiles como ellos mismos pueden tener motivos para fortificar sus pequeñas plazas. Pero, en ese caso, dos bastiones y doscientos soldados harán por ellos y sus vecinos lo mismo que verdaderas fortalezas y cien mil hombres hacen por los grandes reyes.
Pero si estos Señores se encuentran en la situación en la que estaban los barones de Francia e Inglaterra, o bien si son Señores del Imperio, en esos casos creo que las tropas y las fortalezas podrán arruinarlos pero no hacerlos realmente más poderosos. El esplendor del Estado es peligroso cuando le falta el poder que lo respalda. Con frecuencia se destruye una dinastía cuando se pretende exagerar demasiado su grandeza; más de un príncipe descarriado ha sufrido esta triste experiencia. No se puede llamar afán de honores el mantener a todo un ejército cuando una guardia sería suficiente; o el mantener una guardia cuando un par de sirvientes alcanzarían. Eso ya es fatuidad, y la fatuidad lleva pronto a la pobreza.
¿Para qué querrían fortalezas? No están en situación de ser sitiados por sus iguales porque vecinos más poderosos que todos ellos intervendrían inmediatamente en la disputa y ofrecerían una mediación que ninguno podría rehusar. De modo que par de plumas cargadas con tinta pueden apaciguar todas sus pequeñas querellas sin necesidad de ningún derramamiento de sangre.
¿Para qué les servirían sus fortalezas? Aún cuando estuviesen en condiciones de soportar una campaña tan larga como la de Troya contra sus pequeños enemigos, no durarían ni lo que Jericó frente a los ejércitos de un monarca poderoso. Si, aparte de esto, se librase una gran guerra en su vecindad no tendrían la opción de permanecer neutrales ya que alguno de los contendientes los terminaría masacrando. Y, si adhiriesen al partido de alguno de los príncipes en guerra, sus capitales se convertirían en los patios de armas de este príncipe.
El cuadro que Maquiavelo nos ofrece de las ciudades imperiales alemanas es muy diferente de lo que son en la actualidad. Un petardo y, a falta de éste, una órden del Emperador bastaría para convertirlo en el Señor de cualquiera de estas ciudades. Están todas mal fortificadas; la mayoría de ellas tiene muros antiguos sobre los cuales aquí y allá se levantan grandes torres y sus fosos se encuentran casi completamente tapados por tierras desmoronadas. Tienen escasas tropas y las pocas que mantienen están mal disciplinadas; sus oficiales son mayormente ancianos que ya no sirven para el servicio activo.
Algunas de las ciudades imperiales poseen una artillería bastante buena pero eso no sería suficiente para enfrentar al Emperador quien tiene el hábito de hacerles sentir su debilidad con bastante frecuencia. En una palabra: el hacer la guerra, librar batallas, atacar y defender fortalezas, es sólo y únicamente algo para los grandes soberanos. Quienes tratan de imitarlos sin tener el poder suficiente para ello se parecen a aquél que imitaba el sonido del trueno y creía ser Júpiter.
Capítulo XI: De los principados eclesiásticos.
En la Historia griega y romana no hallo sacerdotes que se hayan vuelto príncipes gobernantes. De todos los pueblos de los que nos ha quedado algún conocimiento, sólo entre los judíos hay una serie de sumos sacerdotes gobernantes y no es ningún milagro que, en un pueblo que sobrepasa a todas las naciones bárbaras en materia de superstición e ignorancia, quienes estaban a la cabeza de la religión finalmente se hiciesen cargo del tratamiento de las cuestiones de Estado.
En todos los demás pueblos, los líderes religiosos no se entrometieron en asuntos ajenos a su oficio. Hicieron sacrificios, percibieron ingresos y tuvieron algunas prerrogativas, pero rara vez asesoraron y nunca gobernaron. Y que entre los antiguos no se produjesen guerras religiosas tiene su explicación, en mi opinión, en el hecho de que los sacerdotes ni tenían doctrinas que dividiesen al pueblo, ni gozaban tampoco de un prestigio del que pudiesen aprovecharse.
Cuando, por la caída del Imperio Romano, Europa quedó sin conducción y presa de bárbaros y bandoleros, se subdividió en pequeños feudos; muchos obispos se convirtieron en príncipes y el obispo de Roma les dio el ejemplo. Parece ser que bajo estos gobiernos eclesiásticos las personas tuvieron una vida razonablemente feliz, ya que príncipes electos, que llegan al poder a una edad avanzada y cuyos países, al igual que los Estados eclesiásticos, son muy reducidos, deben conducirse benevolentemente con sus súbditos, si no por religión, al menos por sabiduría política.
No obstante, es cierto que en ningún país hay más mendigos que en los Estados eclesiásticos. Es allí en dónde se puede apreciar una imagen de todas las miserias humanas. No se trata de los pobres que la liberalidad y las limosnas de los soberanos atraen hacia el principado; ni de aquellas alimañas que se adhieren a los ricos y que se arrastran siguiendo al derroche; sino de los hambrientos que se ven privados de los medios de subsistencia mínimos y de los medios para conseguirlos. Uno podría pensar que el pueblo de estos Estados vive bajo el imperio de las leyes espartanas que prohibían el uso del oro y de la plata y que sólo los príncipes se hallan eximidos del cumplimiento de esta ley.
La causa principal de ello es que estos príncipes han llegado demasiado tarde al poder; tienen sólo pocos años para disfrutarlo y para enriquecer a sus herederos además. Rara vez tienen la voluntad y nunca el tiempo para iniciar empresas útiles de largo aliento. Los grandes proyectos, el comercio, todo lo que exige un comienzo lento y trabajoso no es para ellos; se consideran transeúntes que han sido hospedados en casa ajena. Están sentados sobre un trono que no les fue legado por sus padres ni legarán a sus hijos. No pueden tener, ni la inclinación de un rey que es al mismo tiempo un padre de familia y que trabaja para los suyos, ni la de un republicano que lo sacrifica todo por su patria. Aunque hubiese uno entre ellos que pensase como un padre de su pueblo, morirá antes de haber podido hacer fructificar una tierra que sus antecesores han sembrado de espinas y de malezas.
Esta es la causa por la cual durante mucho tiempo se ha protestado contra algunos príncipes eclesiásticos que han enriquecido a sus concubinas, a sus nietos, o a sus bastardos.
La Historia de las autoridades de la Iglesia debería ofrecernos exclusivamente monumentos a la virtud. Pero, es sabido lo que se encuentra en ella; es sabido cuan corruptos han sido a veces quienes deberían haber sido tan puros.
Los irreflexivos se maravillan de que los pueblos hayan soportado con tanta paciencia la opresión de príncipes de esta clase; y que hayan sufrido de un gobernante que se inclina ante el altar lo que no hubieran padecido de otro soberano coronado de laureles.
Maquiavelo le adjudica esta sumisión del pueblo a la habilidad de un Señor que es inteligente y malévolo a la vez. Por mi parte opino que la religión ha aportado mucho para mantener a las personas bajo el yugo. Un mal Papa pudo haber sido odiado, pero su investidura fue venerada; la veneración inherente a su dignidad se extendió a su persona. A los nuevos romanos más de mil veces se les ocurrió buscar un nuevo Señor; pero retrocedieron ante las armas sagradas que el antiguo esgrimía. A veces hubo rebeldías contra los Papas, pero bajo la triple corona que gobierna a Roma no se ha producido ni la centésima parte de las revueltas que tuvieron lugar en la Roma pagana. ¡Hasta tal punto es posible modificar las costumbres de las personas!
El autor destaca lo que más ha contribuido a la soberanía de la sede romana. Cita como causa principal la hábil gestión de Alejandro VI, el mismo Papa cuyas crueldades y ambición no conocieron más justicia que su egoísmo.
Si fuese cierto que uno de los hombres más malévolos que jamás hayan portado la triple corona es el que más ha consolidado el poder papal ¿qué conclusión habría que sacar naturalmente de ello?
La apología de León X constituye el final de este capítulo. Tuvo dones pero no sé si habrá tenido virtudes. Sus excesos, su falta de fe, su deslealtad y su maravilloso intelecto son bastante conocidos. Maquiavelo no alaba en él precisamente estas cualidades; pero le adula y los príncipes de esa clase se merecen ese tipo de adulaciones. Si lo alabase por ser un príncipe espléndido y por haber restablecido las artes, tendría razón; pero es que lo alaba presentándolo como un gobernante de gran sabiduría política. Maquiavelo alaba a León X pero no quiere alabar a Luis XII que fue un padre para su pueblo.
Capítulo XII: De las diferentes clases de milicia y de los soldados mercenarios
En el Universo, todo es multifacético. El temperamento de los hombres difiere y la naturaleza respeta la misma variedad en el temperamento de los Estados, si se me permite expresarlo de esa forma. En general, entiendo por temperamento de un Estado lo dado por su situación, su tamaño, la cantidad y las costumbres de sus habitantes, su comercio, sus tradiciones, sus leyes, sus fuerzas y sus debilidades, su riqueza y sus recursos. Esta diferencia entre los gobiernos es muy notoria e incluso se hace infinita si uno la investiga hasta sus más pequeñas circunstancias; y, así como los médicos no tienen un remedio aplicable a todas las enfermedades y a todas las constituciones físicas, tampoco los políticos pueden prescribir reglas aplicables a todas las diferentes formas de gobierno.
Esta reflexión me lleva a examinar la opinión de Maquiavelo sobre las tropas extranjeras y mercenarias. El autor desecha por completo su utilidad basándose en ejemplos por medio de los cuales intenta demostrar que estas tropas fueron más perjudiciales que útiles a los Estados que las emplearon.
Es cierto y demostrado por la experiencia que las mejores tropas de un Estado son las regulares. Uno podría apoyar esta opinión con los ejemplos de la valerosa resistencia de Leónidas en las Termópilas y, en especial, con el sorprendente crecimiento del Imperio Romano y el de los árabes.
En consecuencia, esta máxima de Maquiavelo puede ser apropiada para todas las naciones lo suficientemente populosas como para disponer de una cantidad suficiente de soldados. Al igual que el autor, estoy persuadido de que el Estado está mal servido por los mercenarios y que la lealtad y el coraje de los hijos del país se duplica por los lazos que los unen.
En especial es peligroso para un Estado dejar a sus súbditos en la holgazanería y permitir que, por relajamiento, se vuelvan afeminados durante una época en que los ejercicios militares y las batallas convierten a los vecinos en belicistas.
Más de una vez se ha observado que los Estados que acaban de terminar una guerra civil resultan muy superiores a sus enemigos ya que en una guerra civil todo el mundo se convierte en soldado. En estos casos, el mérito se destaca de un modo independiente de los favores y cualquiera que merece y siente deseos de sobresalir tiene la oportunidad de hacerlo; con lo que se educa a personas que sirven para múltiples tareas y estas personas vitalizan a la nación. Es una triste pero segura manera de volverse guerrero. Un rey sabio, sin embargo, cultivará de otra manera las inclinaciones guerreras de su pueblo. Enviará sus tropas a auxiliar a sus aliados o las someterá a marchas y ejercicios frecuentes.
Sólo en un Estado amenazado por la guerra y que se encuentra casi despoblado resulta inevitablemente necesario recurrir a mercenarios extranjeros. Existen medios para atemperar los defectos de estos soldados: hay que entremezclar cuidadosamente la tropa mercenaria con la propia para evitar motines; hay que someterlos a la misma disciplina; hay que inculcarles progresivamente la misma lealtad y hay que vigilar con el mayor de los cuidados que los extranjeros no se vuelvan más fuertes que los autóctonos. Existe un rey en el Norte cuyo ejército está formado por esta clase de combinación y quien no es por ello menos poderoso ni menos formidable.
La mayoría de las tropas europeas está constituida tanto de nacionales como de mercenarios. Los campesinos y los burgueses aportan algo al mantenimiento de los soldados que han de defenderlos pero ellos mismos ya no concurren al campo de batalla. Los soldados regulares se reclutan de entre los elementos menos valiosos del pueblo; entre vagabundos que prefieren la holgazanería al trabajo, entre viciosos que esperan hallar mucho libertinaje e impunidad en la vida militar, entre jóvenes temerarios que se han rebelado contra sus padres y que se alistan por simple capricho. Todos ellos sienten tan poca solidaridad para con sus jefes y serán tan inconstantes como los extranjeros.
¡Cuán diferentes son estas tropas de aquellas romanas que conquistaron al mundo! Las deserciones, tan frecuentes en la actualidad en todos los ejércitos, eran desconocidas entre los romanos. Estos hombres que combatían por sus familias, por sus dioses lares, y por todo lo que más amaban en la vida, ni siquiera pensaban en abandonar todo ello mediante una vergonzosa deserción. Lo que todavía garantiza la seguridad de los grandes príncipes de Europa es que, en esta materia, sus pueblos son casi iguales y ninguno de ellos aventaja al otro. Sólo los suecos son simultáneamente ciudadanos, campesinos y soldados. Pero sucede que, cuando salen de campaña, no queda casi nadie para cultivar los campos por lo que, en consecuencia, no pueden librar una guerra prolongada sin perjudicarse ellos mismos más que el enemigo.
Tanto por los mercenarios. En cuanto al modo en que un gran príncipe debe hacer la guerra, estoy totalmente de acuerdo con la opinión de Maquiavelo.
Un gran príncipe debe conducir personalmente a su pueblo. Su ejército debe ser su residencia. Su interés, su deber, su honor; todo lo une a ese ejército. Así como es la autoridad máxima en materia de justicia y el designado a administrarla, del mismo modo también es el defensor de sus súbditos. Esta función es una de las más importantes de su gobierno por lo cual deberá reservarla para si mismo y no delegarla en otros.
Por sobre todo, su presencia pondrá fin a los desacuerdos entre sus generales, algo que ciertamente es tan desastroso para los ejércitos como contrario al interés del soberano. También pone al príncipe en condiciones de establecer el órden adecuado en materia de logística y provisiones sin las cuales hasta César al frente de cien mil hombres sería incapaz de obtener resultados. Así como es el príncipe quien hace librar las batallas, también parecería ser que le corresponde disponerlas y dirigirlas, comunicando por medio de su presencia valor y confianza a los soldados ya que está a su frente exclusivamente para dar el ejemplo.
Sin embargo, se dirá que no todos han nacido para ser soldados y muchos príncipes carecen del talento, la experiencia y hasta del coraje necesario para comandar un ejército. Esto es cierto, lo reconozco. Pero ¿acaso no existen en todo ejército generales con experiencia? El príncipe sólo tendrá que seguir su consejo y la guerra transcurrirá siempre mejor que cuando los generales se encuentran bajo el mando de un ministro que no tiene experiencia militar, que por consiguiente no se encuentra en situación de tomar decisiones acertadas, y que con frecuencia hace que al general más hábil le resulte imposible demostrar su talento.
Concluiré este capítulo destacando una sentencia de Maquiavelo que me ha parecido muy extraña: “[Los venecianos] Viendo a aquel hombre,[el capitán Caramagnola] tan valiente como hábil, dejarse derrotar, al defenderles contra el duque de Milán, su soberano natural, y sabiendo, además que en tal guerra se conducía con tibieza, comprendieron que ya no podrían triunfar con él. Pero, como hubieran corrido el riesgo de perder lo adquirido, si hubiesen licenciado a dicho capitán, que se habría pasado al servicio del enemigo, y como, por otra parte, la prudencia no les permitía dejarle en su puesto, tomaron la resolución de hacerle perecer, para conservar lo ganado.”
No consigo entender ese “hacerle perecer” de otro modo que “traicionándolo”, “envenenándolo” o “asesinándolo”. De esta manera, el maestro del vicio cree que utilizando términos algo difusos puede atenuar las más infames y culposas acciones.
Los griegos tenían la costumbre de usar ciertos eufemismos al hablar de la muerte. No podían escuchar esta palabra y todo lo que de atemorizador tiene la muerte sin sentir un secreto horror. Maquiavelo parafrasea los crímenes porque su corazón debe haberse rebelado contra su raciocinio y no consigue digerir de una forma tan cruda la execrable moral que enseña.
Capítulo XIII: De los soldados auxiliares, mixtos y mercenarios
Maquiavelo exagera cuando afirma que un príncipe prudente preferirá sucumbir con tropas propias antes que triunfar con extranjeras.
Me parece que una persona en peligro de ahogarse no le prestaría oídos a quienes le gritasen que es deshonroso deberle la vida a alguien distinto de uno mismo y que es mejor hundirse que tomar la soga que otros le arrojan para salvarlo. Si uno examina en detalle esta regla de Maquiavelo quizás encuentre que se esfuerza sobremanera para infundir en los príncipes tan sólo una oculta desconfianza. Pretende que desconfíen de sus súbditos y, por sobre todo, de sus generales. Esta desconfianza ha sido con frecuencia muy desgraciada y muchos príncipes han perdido batallas por no querer compartir con sus aliados el honor de una victoria.
Es obvio que un príncipe no debe librar la guerra únicamente con tropas auxiliares. Es tan sólo que debe colocarse en la posición de poder auxiliar a otros en la misma medida en que se hace auxiliar por los demás. Ésa es la regla de la sensatez. Colócate en una situación en la que no tengas que temerle ni a tus amigos ni a tus enemigos. Y toda vez que se ha firmado una alianza, habrá que mantenerla con lealtad. Mientras el Imperio, Inglaterra y Holanda mantuvieron su alianza contra Luis XIV, mientras los príncipes Eugenio y Marlborough se mantuvieron bien relacionados, fueron victoriosos; pero en el momento en que Inglaterra abandonó a sus aliados, Luis XIV resurgió.
Las potencias que pueden arreglarse sin tropas auxiliares o mixtas harán bien en excluirlas de sus ejércitos. Pero como hay pocos príncipes en esta situación, creo que no arriesgan nada con los auxiliares mientras el número de los nacionales sea mayor.
Maquiavelo escribió sólo para pequeños príncipes, y reconozco que me es difícil encontrar en él más que ideas pequeñas. No expone nada grande ni verdadero simplemente porque no es un hombre honesto.
Quien libra la guerra sólo con soldados extranjeros, es débil; quien la libra con tropas extranjeras y propias conjuntamente, ése es muy fuerte.
Cuando tres reyes nórdicos despojaron a Carlos XII de una parte de sus Estados alemanes, la empresa fue llevada a cabo con pueblos de diferentes Señores aliados. Y en la guerra que Francia inició en 1734, tenía a españoles y saboyanos de su parte.
¿Qué queda de Maquiavelo después de tantos ejemplos? ¿Para qué sirven todas esas alegorías sobre las armas de Saul que David, cuando tuvo que luchar contra Goliat, no pudo emplear debido a su peso?
Una comparación no constituye prueba. Concedo que las tropas auxiliares a veces causan inconvenientes a los príncipes pero me pregunto si no se aceptará de buena gana algún inconveniente si a pesar del mismo se ganan ciudades y países.
En relación con los auxiliares, Maquiavelo se refiere también a los suizos que están al servicio de Francia. Es indiscutible que los franceses han ganado más de una batalla con su ayuda y que, si Francia despidiese a los suizos y los alemanes que integran su infantería, su ejército se vería debilitado.
Esto en cuanto a los errores de juicio. Pero examinemos también los errores morales. Los malos ejemplos que Maquiavelo le propone a los príncipes son algo que desecha tanto la sana moral como la sana política. Nos presenta a Herón. Éste creyó que era tan peligroso mantener como despedir a sus tropas auxiliares y, por lo tanto, las hizo cortar en pedazos. No quisiera dar por cierta la Historia de épocas tan antiguas, pero si fuese cierto lo que se cuenta de Herón II de Siracusa, no desearía recomendarle a nadie el imitarlo. Se dice que, en una batalla contra los mamertinos, habría dividido a su ejército en dos unidades. Constituidas por tropas auxiliares la primera y por autóctonas la segunda, habría dejado masacrar a los auxiliares para luego triunfar con los otros. Si el Emperador, en la última guerra de 1701, hubiese sacrificado a los ingleses de la misma manera ¿hubiera constituido eso un medio seguro de vencer a los franceses? En mi opinión es de una estupidez muy cruel, o al menos muy peligrosa, cortarse el brazo izquierdo para poder combatir mejor con el derecho.
Capítulo XIV: De las obligaciones del príncipe en lo concerniente al arte de la guerra.
Un príncipe cumple con su deber sólo a medias si se dedica únicamente a la guerra. Es obviamente falso que sólo le está permitido ser soldado. Recuérdese lo que dije en el primer capítulo de esta obra sobre el origen de los príncipes. Son jueces, son generales. El príncipe de Maquiavelo me causa la misma impresión que los dioses de Homero a los que se describe siempre como poderosos pero jamás como magnánimos. Ludovico Sforza tenía motivos para apoyarse tan sólo en la guerra, desde el momento en que por ella e injustamente había tomado todo lo que poseía.
Maquiavelo, que en otras partes resulta muy enérgico, aquí me parece muy débil. ¿Habrá algo más débil que las razones que invoca para recomendarle la actividad de la cacería a los príncipes? Opina que, de esta forma, los príncipes conocerán las situaciones y los parajes de su país. Si un rey de Francia o un emperador se propusiesen conocer a sus países de esta manera, necesitarían para sus cacerías tanto tiempo como los cuerpos celestes precisan para circunvalar las estrellas.
Séame permitido dedicarme a esta materia con algún detalle y hacer una especie de digresión con motivo de la cacería. Desde el momento en que este placer es casi una pasión generalizada entre los nobles, los grandes Señores y los reyes – especialmente en Alemania – me parece que merece alguna discusión.
La caza es uno de esos placeres sensuales que mueven mucho al cuerpo y no mejoran el espíritu.
Los cazadores me responderán inmediatamente diciendo que la caza es el más noble y el más antiguo de los placeres del hombre, y que hasta hubo héroes que fueron cazadores. Puede ser; pero de hecho critico tan sólo la caza abusiva. Lo que hoy nos entretiene durante innumerables horas fue una tarea seria y cotidiana en las épocas bárbaras.
Nuestros antepasados, al no tener nada mejor que hacer, pasaban el tiempo de cacería. Perdían en los bosques persiguiendo animales salvajes aquellas horas que no podían pasar en compañía de personas inteligentes porque carecían tanto de la habilidad como del entendimiento para hacerlo. Lo que me pregunto si ése realmente es un ejemplo digno de ser imitado. ¿La vida civilizada debe aprender de la rústica? ¿O no será más bien que las épocas esclarecidas le deben servir de modelo a las siguientes?
Si hay algo que nos otorga una ventaja por sobre los animales que perseguimos, ese algo es nuestra razón. Pero las personas que se dedican únicamente a la caza tienen la cabeza llena de caballos, perros y toda clase de animales. A veces son muy toscos y es de temer que se volverán tan inhumanos con las personas como lo son con los animales o bien, al menos, que el cruel hábito de martirizar con indiferencia los haga menos compasivos para con la desgracia de sus semejantes.
¿Es éste el placer que se presenta como tan noble?¿Es ésta una ocupación tan digna de un ser pensante?
Se me objetará que la cacería es buena para la salud; que la experiencia demuestra que los cazadores llegan a edades avanzadas; que se trata de un placer inocente, apropiado para los grandes Señores porque les permite mostrar su magnificencia, disipa sus preocupaciones y les ofrece un cuadro de guerra en épocas de paz. Nada más lejos de mi intención que el desechar un ejercicio físico moderado; sólo nótese que este ejercicio es indispensable únicamente para los intemperados. Ningún príncipe vivió más años que el cardenal de Fleury, el cardenal Ximenes, o el último Papa; y ninguno de los tres fue cazador.
Además, ¿es tan importante que el ser humano estire el hilo de una vida indiferente e inútil hasta la edad de Matusalén? Mientras más haya pensado, mientras más cosas bellas y útiles haya realizado, más habrá vivido.
Reconozco que la caza tiene algo de magnífico y que la magnificencia es algo que se le exige a los príncipes. Pero ¿ cuantas otras maneras más útiles no habrá para demostrar esa magnificencia?
Si los animales salvajes se multiplicasen en demasía, amenazando con arruinar las tierras del campesino, bastaría contratar a cazadores y pagarles para exterminarlos. Los príncipes, en realidad, sólo deberían preocuparse por capacitarse y por gobernar; por adquirir más conocimientos y aprender a relacionar más conceptos. Su profesión requiere pensar correctamente y disponer acciones coherentes con ese pensamiento.
A Maquiavelo le debo contestar en forma especial que no es necesario ser cazador para ser un gran general. Gustavo-Adolfo, Henri Turenne, Marlborough, el príncipe Eugenio, a quienes no se les negará el haber sido hombres famosos y grandes generales, no fueron cazadores con seguridad. Tampoco hemos leído que César, Alejandro o Escipión lo hayan sido.
Paseando apaciblemente se puede reflexionar más juiciosamente y obtener conclusiones más sólidas en cuando a las distintas condiciones de un país respecto de la guerra que cuando halcones, perros, ciervos, toda clase de animales y el calor de la cacería dispersan los pensamientos.
Un gran príncipe que condujo su segunda campaña en Hungría estuvo a punto de caer en manos de los turcos porque se perdió en medio de una cacería. A los ejércitos se les debería prohibir la caza en vista de que ya ha producido muchos desórdenes a lo largo de la marcha.
Concluyo, pues, diciendo que se les puede muy bien perdonar a los príncipes si salen de cacería, siempre y cuando lo hagan rara vez, para recuperarse de sus más serias y a veces muy tristes tareas. Lo repito: no es mi intención proscribir ninguno de los pasatiempos decentes; pero la dedicación a gobernar bien, a hacer florecer al país, a defenderlo y a cosechar los frutos de todas las artes es, sin duda, el mayor de los placeres. Desgraciado aquél que todavía necesita otros adicionales.
Capítulo XV: De las cosas por las que los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o censurados
Los pintores y los historiadores tienen en común el que ambos están obligados a representar a la naturaleza. Los primeros retratan los rasgos y los colores de las personas; los segundos, sus personalidades y sus acciones.
Hay pintores extraños que no han pintado más que monstruos y demonios. Maquiavelo es un pintor de esta clase. Presenta al mundo como un infierno y a todos los hombres como demonios. Se podría decir que este político ha querido difamar a todo el género humano por odio al mismo y se ha propuesto destruir la virtud para que todos los habitantes del planeta se parezcan a él.
Maquiavelo pretende que, en un mundo tan malo y corrupto, no es posible ser completamente bueno sin exponerse a perecer. Por mi parte afirmo que, a fin de no perecer, hay que ser tanto precavido como virtuoso. Si lo sois, hasta las personas más malévolas os temerán y respetarán.
Los hombres en general, y también los reyes en particular, por lo común no son ni totalmente buenos, ni totalmente malos. Pero tanto los malos, como los buenos y los intermedios se unirán todos para sostener a un príncipe poderoso, justo y hábil. Preferiría ir a la guerra contra un tirano antes que contra un buen rey; combatir a un Luis XI o a un emperador como Domiciano antes que a Trajano; porque a un buen rey todos lo servirán con dedicación mientras que los súbditos de un tirano se unirán a mi pueblo. Séame permitido ir con diez mil hombres a Italia contra un Alejandro VI y más de la mitad de los italianos estará de mi lado. Si me hubiese lanzado con cuarenta mil hombres contra un Inocencio XI toda Italia se hubiera alzado en mi contra.
En Inglaterra jamás un rey sabio y bueno fue destronado por grandes ejércitos. Pero todos sus malos reyes sucumbieron ante competidores por el trono que comenzaron sus guerras con no más de cuatro mil tropas regulares.
Por ello, no debemos que ser malos con los malos; debemos ser virtuosos y valientes con ellos. De esta forma, tanto nosotros como el pueblo nos haremos virtuosos. Los vecinos querrán imitarnos y los realmente malos tendrán razones para temblar.
Capítulo XVI: De la liberalidad y de la miseria
Dos famosos escultores, Fidias y Alcamenes, esculpieron, cada uno, una escultura de Minerva. De ambas, los atenienses debían elegir a la más bella para colocarla en lo alto de una columna. La de Alcamedes ganó el premio mientras que de la otra se dijo que estaba demasiado toscamente trabajada. Pero Fidias no se desconcertó por el juicio del vulgo y, puesto que las estatuas estaban pensadas para ser instaladas en lo alto de una columna, solicitó que se colocaran a la a la altura prevista. Después de que ambas fueron colocadas sobre columnas, la de Fidias obtuvo la mayoría de los votos.
Fidias cosechó su éxito gracias a su estudio de la óptica y las proporciones. Del mismo modo, esta regla de la relación proporcional tiene que ser respetada en el arte de la política. La diferencia de los lugares hace a la diferencia de las reglas. Quien trate de aplicar alguna en forma indiscriminada terminará siendo, él mismo, la causa de su incongruencia. Lo que se aplica perfectamente a un gran reino resultaría desastroso en un pequeño país.
El lujo que nace de la abundancia y que hace circular las riquezas por las venas de un Estado hace que un reino florezca. Un principado de esta clase fomenta la laboriosidad, aumenta las necesidades de los ricos y justamente por ello los hace más dependientes de los pobres. Si a un estadista torpe se le ocurriese tratar de erradicar el lujo de un gran imperio, lo único que lograría sería hacerlo caer en el estancamiento y en la debilidad.
En un Estado pequeño, por el contrario, el despilfarro causaría un colapso. El dinero que saldría del país en una proporción mayor a su reingreso representaría para el pequeño cuerpo un drenaje de recursos que, indefectiblemente, lo haría enfermar y caer en el agotamiento.
Por lo tanto, es una regla esencial de toda política que jamás se deben confundir los Estados pequeños con los grandes y es precisamente en esto que Maquiavelo se equivoca seriamente en el presente capítulo.
El primer error que debo destacar es que le otorga a la palabra “liberalidad” un sentido demasiado vago. No distingue adecuadamente liberalidad de despilfarro. Nos dice que un príncipe deseoso de obtener grandes logros, debe tener fama de avaro. Por el contrario, pienso que debe parecer y hasta ser generoso.
No conozco a ningún héroe que no lo haya sido. El demostrar avaricia equivale a decir: “no esperen nada de mí; remuneraré mal vuestros servicios”. Con esto no se logra más que extinguir el natural deseo que todo súbdito tiene de servir a su Señor.
Es indudable que sólo un buen administrador puede ser generoso. Sólo quien dispone racionalmente de sus bienes puede hacer el bien a los demás.
Es conocido el ejemplo de Francisco I, rey de Francia. Sus gastos excesivos fueron parcialmente la causa de su desgracia. Este rey no fue magnánimo sino despilfarrador y, al aproximarse su fin, se volvió algo avaro ya que, en lugar de administrarse correctamente, puso sus tesoros en cofres. Es que no hay que tener tesoros estancados y sin circulación. Lo que hay que tener es: fuertes ingresos y un tesoro además.
Quien no sabe hacer más que acaparar y enterrar dinero, sea rey o persona privada, no ha entendido de qué se trata. En Florencia, la casa de los Medici pudo mantenerse en el poder sólo porque el gran Cosmo, el padre de la patria, un simple comerciante, fue hábil y magnánimo. Un avaro es de espíritu pequeño y creo que el cardenal de Retz tiene razón cuando dice que en las grandes empresas no hay que mirar el dinero. Un príncipe, por lo tanto, debe asegurarse de tenerlo en abundancia para cuando llegue el momento. Deberá promover el comercio y el trabajo de sus súbditos para que, dado el caso, pueda llegar a gastar mucho. Esto es lo que le permitirá despertar cariño y respeto.
Maquiavelo nos dice que la liberalidad hará que el príncipe sea despreciado. Es una expresión digna de un usurero pero ¿debería una persona hablar así cuando pretende darle lecciones a los príncipes?
Un príncipe, si se me permite ponerlo de esta manera, es similar al firmamento que derrama su rocío y su lluvia todos los días y, a pesar de ello, sigue teniendo siempre una inacabable provisión de agua para fertilizar a la tierra.
Capítulo XVII: De la clemencia y de la severidad, y si vale más ser amado que temido
La prenda más valiosa que le ha sido conferida a un príncipe es la vida de sus súbditos. Su oficio le otorga tanto el poder de condenar al criminal como el de indultarlo.
Un buen príncipe considerará a esta potestad como la carga más pesada de su corona. Sabe que aquellos a quienes debe juzgar son seres humanos, al igual que él. Sabe que los perjuicios, las injusticias y los insultos pueden ser enmendados en este mundo pero que una sentencia de muerte apresurada provoca un mal irreparable. El príncipe sólo debe ser severo para evitar un mal mayor previsible. Tomará esta triste resolución tan sólo en algunos casos extremos, de una manera similar a la decisión de una persona que decide dejarse amputar un miembro gangrenoso para salvar a los restantes.
Maquiavelo considera que estas cosas tan importantes son sólo pequeñeces. Para él, la vida de una persona no cuenta para nada y el interés personal – el único dios que adora – está considerado por sobre todo. Prefiere la crueldad a la clemencia. A quienes acaban de ascender al trono, les aconseja preocuparse menos por la fama de ser crueles que por todo lo demás.
Los que colocan a los héroes de Maquiavelo en el trono y los mantienen sobre él son verdugos. Cada vez que necesita de un ejemplo de crueldad, recurre a César Borgia. Además, Maquiavelo cita algunas palabras que Virgilio pone en boca de Dido, pero la cita está sacada fuera de contexto, porque Virgilio hace hablar a Dido de la misma manera en que un autor más reciente hace hablar a Jocasta en la tragedia de Edipo. El poeta presta a estos personajes un lenguaje que se condice con su papel. Con ello, en un libro sobre el arte político no son Dido, ni Jocasta, a quienes hay que citar. Son a los personajes históricos grandes y virtuosos a quienes hay que poner de ejemplo.
La doctrina de Maquiavelo recomienda un rigor especialmente severo para con las tropas; a la indulgencia de Escipión le opone la severidad de Aníbal. Y Maquiavelo prefiere los cartagineses antes que los romanos, concluyendo inmediatamente que este rigor es el que promueve el mando y la disciplina convirtiéndose, por consiguiente, en la razón del triunfo de un ejército.
Maquiavelo no procede de buena fe en esta ocasión porque elige a Escipión, el más blando de todos los generales en lo que a disciplina militar se refiere, para compararlo con Aníbal a fin de hacer un elogio de la crueldad.
Concedo que sin severidad no se puede mantener el órden dentro de un ejército.¿Cómo podrían ser mantenidos en órden y disciplina los libertinos, los crueles, los amorales, los cobardes, los temerarios, los salvajes casi autómatas, si al menos en parte el miedo al castigo no los mantuviese a raya? Todo lo que quiero exigir de Maquiavelo en esta materia es moderación. Si la tolerancia de un hombre íntegro lo inclina hacia la benevolencia, su sabiduría lo inclinará con no menos fuerza a la severidad. Sólo que esta severidad es similar a la de un hábil timonel. Ningún capitán de barco desmantelará el velamen ni cortará las sogas hasta tanto una tempestad no lo obligue a hacerlo. En ciertas ocasiones es necesario ser severo, pero nunca cruel. El día en que tengo que librar una batalla prefiero que mis soldados me amen y no que me teman.
Pero con esto Maquiavelo aún no está agotado. Llegamos aquí a su argumento más específico: nos dice que un príncipe acertará más con el miedo que con el amor porque las personas tienden a ser ingratas e insinceras.
No niego que existen personas ingratas. Tampoco niego que el temor, en ciertos momentos, puede lograr muchas cosas. Pero, a pesar de ello, afirmo de modo categórico que todo rey, cuya exclusiva intención sea la de infundir temor, terminará gobernando tan sólo a esclavos miserables. No podrá esperar grandes logros de sus súbditos. Todo lo que se hace por miedo tiene siempre impregnada esa marca de origen. Un príncipe que tenga el don de hacer que sus súbditos lo amen, gobernará en sus corazones y estos mismos súbditos hallarán que es de su propio interés el tenerlo por Señor. En la Historia existe un buen número de ejemplos de grandes y excelsas acciones llevadas a cabo por amor y lealtad. Más aún: la moda de las sediciones parece haber terminado por completo en nuestros días
No se percibe ningún reino en dónde el rey tenga que temer a su pueblo en lo más mínimo. La excepción es Inglaterra; pero hasta el rey de Inglaterra no tiene de qué preocuparse si no provoca la tormenta él mismo. De ello concluyo que un príncipe cruel se encuentra más expuesto a ser traicionado que otro benévolo ya que la crueldad es insoportable y uno se cansa bien pronto de sentir temor. Por el contrario, la bondad es siempre agradable y uno no se harta de amarla.
Sería, pues, de desear para la felicidad del mundo que los príncipes practicaran el bien, sin ser demasiado indulgentes, de modo tal que la bondad sea en ellos una virtud y jamás una debilidad.
Capítulo XVIII: De qué modo deben guardar los príncipes la fe prometida
Nuestro maestro de tiranos se atreve a asegurar que a los príncipes les está permitido engañar al mundo. Esto es lo primero que desearía refutar.
Es sabido hasta qué extremo se extiende la curiosidad de todo el mundo. Es un animal que lo ve todo, lo oye todo y que lo difunde todo. Cuando examina la conducta de individuos privados, la cuestión es mera diversión y entretenimiento. Pero cuando juzga el carácter de los príncipes esa curiosidad está muy impulsada por el interés propio. Los príncipes están mucho más expuestos que las demás personas al juicio del mundo. Son como las estrellas hacia las cuales todos los astrónomos dirigen sus telescopios. La corte hace sus observaciones todos los días. Un gesto, una mirada, una expresión del rostro, bastan para delatar al príncipe y hacer surgir toda clase de especulaciones en el pueblo. En una palabra: así como el sol no puede ocultar sus manchas, tampoco los grandes príncipes pueden esconder sus defectos.
Si bien la máscara del fingimiento puede ocultar por un tiempo la fealdad de un príncipe, esa máscara no puede ser portada indefinidamente. A veces tendrá que levantarla, aunque más no sea para respirar, y una sola vez bastará para satisfacer a los curiosos.
Es inútil, por lo tanto, que los labios del príncipe estén habituados a fingir. No se juzga a las personas por sus palabras; se comparan sus actos, primero entre si y luego con sus discursos, y la falsía jamás resiste estas comparaciones. Nunca alguien representa mejor un personaje distinto al que realmente es y hay que ser realmente el personaje cuya imagen se desea dar. De otra manera, tratando de engañar al mundo, uno termina tan sólo engañándose a si mismo.
A Sixto V, Felipe II y Cromwell todo el mundo los tuvo por audaces, pero jamás por virtuosos. Un príncipe, por más hábil que sea y por más que siga las reglas de Maquiavelo, no podrá lograr que los vicios que tiene aparezcan como las virtudes que no posee.
El razonamiento de Maquiavelo tampoco es mejor en cuando a los motivos que obligarían a los príncipes al engaño y a la hipocresía. La ingeniosa pero falsa aplicación de la fábula del centauro no demuestra nada. Por más que el centauro haya sido mitad humano y mitad equino, ¿cómo se deduce de esto que los príncipes deben ser taimados y salvajes? En verdad, hay que tener un gran deseo de promover vicios para emplear argumentos tan débiles y tan traídos de los pelos.
Y llegamos así a la conclusión más falsa de todas: Maquiavelo dice que el príncipe debe poseer las cualidades del león y del zorro: las del león para mantener los lobos a raya y las del zorro para engañarlos. Y la conclusión que saca de ello es que esto demuestra que un príncipe no está obligado a cumplir con su palabra. Extraña conclusión por cierto. Puesto que hay zorros y lobos en los bosques, el príncipe debe ser tramposo.
Si uno quisiera considerar con honestidad y sentido común los alambicados pensamientos de Maquiavelo, he aquí lo máximo que podría hacer con ellos: el mundo se parece a un juego en el que participan jugadores honestos y tramposos. Por consiguiente, un príncipe que se vea forzado a jugar deberá conocer las formas de hacer trampas en el juego; no para practicarlas sino tan sólo para no ser engañado con ellas.
Pero volvamos a las falsas conclusiones de nuestro autor. Nos dice que, puesto que todos los hombres son malvados y puesto que en cualquier momento faltarán a su palabra, uno tampoco está obligado a honrar la palabra que les empeña. Por de pronto, aquí hay una contradicción porque sólo un poco más adelante se nos dice que quienes poseen talento para el engaño siempre hallarán personas lo suficientemente simples como para dejarse engañar. ¿Cómo se compagina esto? ¿Aún a pesar de que todos los hombres son unos pillos redomados es posible encontrar personas tan incautas que se dejan engañar?
Pero, por sobre todo, es fundamentalmente falso que el mundo esté poblado sólo por malvados. Habría que ser un misántropo extremo para no ver que en todas las sociedades es posible hallar muchas personas decentes y que el mayoritario montón no es ni bueno ni malo. Pero ¿sobre qué hubiera basado Maquiavelo su despreciable doctrina si no hubiese partido del supuesto de un mundo absolutamente perverso?
Aún aceptando que las personas son tan malas como Maquiavelo cree que son, de ello no seguiría necesariamente que debemos imitarlas. Cartouche estafa, roba, asesina. De ello yo concluyo que Cartouche es un criminal que debe ser castigado – y no que constituye un modelo al cual debo ajustar mi conducta. Carlos el Sabio decía que si ya no existiesen más el honor y la virtud sobre la tierra, sus rastros deberían poder volverse a encontrar en los príncipes.
Después de demostrar la necesidad del crimen, el autor pretende alentar a sus discípulos mostrando lo fácil que es cometerlo. Nos dice: “Los hombres son tan simples, y se sujetan a la necesidad en tanto grado, que el que engaña con arte halla siempre gente que se deje engañar.” En otras palabras: tu vecino es tonto y tú eres inteligente; por lo tanto, debes engañarlo porque es tonto. Una conclusión que ha llevado al patíbulo y a la horca a más de un discípulo de Maquiavelo.
Pero el maestro de esta política no se contenta con demostrar, en la medida de sus argumentos, lo fácil que es cometer tropelías; se afana además por demostrar la gran felicidad que produce la deslealtad. Lástima grande tan sólo que César Borgia, el peor de los malhechores, el más desleal de los hombres, este mismo César Borgia que es el héroe de Maquiavelo, haya sido tan desdichado. Por supuesto que se cuida mucho de mencionarlo. Obviamente, necesitaba ejemplos pero ¿de dónde habría de sacarlos si no de los incómodos procesos judiciales y de la Historia de un Nerón y sus similares?
Maquiavelo nos asegura que el Papa Alejandro VI, el hombre más falso y más impío de su época, fue siempre feliz gracias a sus traiciones porque sabía perfectamente que la debilidad de los hombres es su ingenuidad.
Me atrevo a afirmar que lo que le permitió a este Papa tener a veces éxito en sus empresas no fue la credibilidad de las personas sino ciertos acontecimientos y circunstancias. El conflicto entre la codicia francesa y española, la desunión y el odio que se tenían las familias nobles de Italia entre sí, las pasiones y las debilidades de Luis XII, todo ello contribuyó muy convenientemente al éxito de Alejandro VI.
En términos políticos el engaño hasta es un error si se lo lleva demasiado lejos. Puedo citar la autoridad de un gran estadista – Don Luis de Haro – quien decía que el cardenal Mazarino adolecía de una gran falla política: siempre era falso. En cierta oportunidad, este mismo Mazarino quiso utilizar al Mariscal de Fabert para un negociado deshonesto pero el mariscal le contestó: “Permítame vuestra eminencia que le desaconseje engañar al duque de Saboya; más aún cuando todo el asunto no es más que una bagatela. Todo el mundo sabe que soy un hombre honesto. Le ruego que reserve mi honestidad para una oportunidad en la que el bienestar de Francia misma esté en juego.”
No estoy haciendo aquí el elogio de la honestidad y el de la virtud. Hablo del propio interés de los príncipes. Lo que afirmo es que una política hecha de traiciones y de engaños es muy mala política. Se puede ser traidor y estafador una sola vez; después de ello se ha perdido la confianza de todos los demás príncipes.
De tanto en tanto se ven príncipes que exponen las razones de su conducta en un manifiesto y luego actúan de un modo completamente contrario a lo que han manifestado. Cosas como ésta resultan demasiado evidentes como para no destruir de un solo golpe toda posible confianza; mientras más inmediata siga la contradicción a la promesa, tanto más evidente se vuelve el engaño. La Iglesia Católica, a fin de evitar estas contradicciones, ha establecido en cien años el período que debe transcurrir para que ciertas personas sean incluidas en la categoría de los santos. Este tiempo borrará de la memoria sus defectos y sus debilidades desaparecerán con ellas; los testigos de sus vidas y aquellos que podrían hablar en su contra ya no estarán. No habrá nada ya que impida su glorificación.
Reconozco que existen situaciones embarazosamente compulsivas en las cuales un príncipe no tiene más remedio que romper sus tratados y sus alianzas. Pero debe separarse de sus aliados siendo un hombre honrado. Debe advertirles en el momento adecuado y, especialmente, nunca utilizar medios que no se hallen justificados por la emergencia y por la seguridad de su pueblo.
Quisiera terminar este capítulo con una última reflexión. Obsérvese la prodigalidad con la que se multiplican los vicios en las manos de Maquiavelo. Pretende que el rey típico sea un mentiroso innato y que corone su deshonestidad con la hipocresía. Cree que el pueblo se sentirá más conmovido por la devoción de un príncipe que herido por el maltrato que deberá sufrir por su causa. Es cierto que existen personas que comparten esta opinión. Por mi parte, pienso que hay que tener cierta indulgencia con los errores de la razón siempre que no traigan consigo una perversión de los sentimientos. El pueblo amará más a un príncipe agnóstico pero que es un hombre decente, que a un ortodoxo malvado que lo hace sufrir. Lo que hace felices a los seres humanos no son los pensamientos sino las acciones de un príncipe.
Capítulo XIX: El príncipe debe evitar ser aborrecido y despreciado.
La manía de construir toda clase de sistemas abstractos no es exclusiva de los filósofos; también ataca las mentes de los analistas políticos. Maquiavelo la padece más que nadie. Quiere demostrar que un príncipe debe ser malicioso y fraudulento; éstas son las palabras sacramentales de su religión. Maquiavelo posee toda la maldad que tenían los monstruos vencidos por Hércules pero carece de la fuerza que éstos tuvieron. Por lo cual tampoco hace falta la maza de Hércules para derrotarlo. Porque ¿qué es más natural y propio de los príncipes que la justicia y la benevolencia? No creo que sea necesario agotar los argumentos para demostrarlo.
Maquiavelo hasta debería avergonzarse de afirmar lo contrario. Porque cuando afirma que un príncipe ya consolidado sobre el trono se debe volver cruel, embustero, traidor, etc. lo único que logra es hacerlo odioso gratuitamente; y si, para consolidar una conquista, reviste de estos vicios a un príncipe recién subido al trono, los consejos que le da sólo lograrán que todos los demás príncipes y repúblicas se alcen contra él. Porque ¿cómo podría una persona privada elevarse a la categoría de príncipe si no es robándole a otro Señor sus tierras o usurpando el poder de una república? Pero de esto los príncipes europeos no quieren no oír hablar. Si Maquiavelo se hubiese propuesto confeccionar una colección de fraudes para uso de ladrones, su obra no hubiera podido ser más objetable de lo que es.
Aún así, tengo que exponer algunas otras falsas conclusiones que se encuentran en este capítulo. Maquiavelo afirma que lo que hace más odioso a un príncipe es el apoderarse de los bienes de sus súbditos y el atentar contra el pudor de sus mujeres. Es muy cierto que un príncipe egoísta, injusto, violento y cruel terminará siendo odiado por sus súbditos. Sólo que en cuestiones de faldas y amoríos la cuestión resulta algo distinta.
Julio César, de quien en Roma se decía que era el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos; Luis XIV que era por demás mujeriego; Augusto I rey de Polonia; ninguno de ellos fue odiado por sus galanterías. Si César terminó asesinado, si la libertad romana le asestó más de una puñalada en el pecho, fue porque había usurpado el poder por la fuerza y no por su aventuras amorosas.
Quizás, para defender la opinión de Maquiavelo, se me quiera contraponer que los reyes de Roma fueron expulsados después de haber sido violado el honor de Lucrecia. Pero mi respuesta sería: lo que produjo el escándalo en Roma no fue la pasión del joven Tarquino por Lucrecia sino el modo violento de satisfacer esa pasión. Esa violencia despertó en la conciencia del pueblo el recuerdo de las arbitrariedades anteriores que los Tarquinos habían cometido y recién allí el pueblo pensó seriamente en vengarse; y eso suponiendo que todo el caso de Lucrecia no es una simple novela.
Lo dicho no es para justificar los amoríos de los príncipes ya que los mismos pueden ser moralmente reprochables. Sólo quería demostrar que no convierten al príncipe en alguien odiado. Las personas consideran a los deslices amorosos de los buenos príncipes como una debilidad que puede ser perdonada si no va acompañada de injusticias. Se puede hacer el amor como Luis XIV, como Carlos II rey de Inglaterra o como el rey Augusto; lo que no se puede hacer es violar a Lucrecia, asesinar a Popea, o mandar a Uria al más allá. Lo que no hay que hacer es comportarse como Nerón o David.
Además, aquí hay una contradicción formal. Por un lado el autor nos dice que el príncipe debe ganarse el cariño de sus súbditos a fin de evitar las conspiraciones. Pero, en el capítulo diecisiete se nos dice que ese mismo príncipe estará más seguro siendo temido que amado puesto que el amor depende de sus súbditos mientras que el temor depende de él mismo. ¿Cuál de las dos afirmaciones es, pues, la correcta? Estamos aquí ante el lenguaje de los oráculos: cada cual puede interpretarlo a su antojo aunque, a decir verdad, éste oráculo en especial utiliza el lenguaje de los estafadores.
Por lo demás, debe señalarse aquí que las conspiraciones y los magnicidios casi han desaparecido. Los príncipes se hallan seguros al respecto. Estos vicios son antiguos y ya pasados de moda, pero las causas que cita Maquiavelo no por ello dejan de ser muy buenas. En el peor de los casos sólo el fanatismo puede inducir a cometer un crimen tan abyecto, que seguirá siendo abyecto por más que trate de ser justificado por el propio fanatismo.
Entre las cosas buenas que Maquiavelo identifica en cuanto a las conspiraciones, aparece un pensamiento muy bueno pero que se vuelve malévolo al salir de su boca. Nos dice que “... del lado del conjurado todo es recelo, sospecha y temor a la pena que le impondrán, si fracasa, mientras que del lado del príncipe están las leyes, la defensa del Estado, la majestad de su soberanía y la protección de sus amigos...”
Me parece que el autor haría mejor en no hablar de las leyes ya que por lo demás su costumbre es referirse al egoísmo, a la crueldad, al despotismo y a la usurpación. Maquiavelo se comporta aquí como los protestantes que se apropian con entusiasmo de los argumentos de los escépticos para oponerse a la transubstanciación de los católicos y luego usan los argumentos escuchados de los católicos para oponerse a los mismos escépticos.
Maquiavelo le aconseja así a los príncipes cultivar el cariño y también ganarse la benevolencia de los nobles y del pueblo. Tiene razón al aconsejar que es mejor encargarle a otros la tarea de tomar y ejecutar las medidas que podrían provocar el odio de una de estas clases estableciendo para dicho propósito a magistrados que hagan de jueces entre los nobles y el pueblo, para lo cual propone al gobierno francés como modelo. Con lo cual resulta que el amigo del absolutismo y del poder usurpado ahora aprueba el prestigio que los Parlamentos franceses tuvieron otrora. De mi parte pienso que, si hay alguna forma de gobierno cuya sabiduría se puede proponer hoy como modelo – sin que ello implique una crítica a las demás – esa forma es la del gobierno de Inglaterra. Allí el Parlamento es el árbitro entre el pueblo y el rey, siendo que el monarca tiene todo el poder para hacer el bien pero muy escaso para hacer el mal.
Maquiavelo entra luego en una larga discusión sobre la vida de los emperadores romanos, desde Marco Aurelio hasta los dos Gordianos. Adjudica la causa de los frecuentes cambios a la corrupción y a la venalidad del imperio. Sólo que ésta no fue la única causa. Calígula, Claudio, Nerón, Galba, Otón, Vitelio tuvieron un fin desastroso sin haber sobornado a Roma como Didio Juliano. En última instancia, la venalidad fue una razón más entre varias otras para asesinar a los emperadores, pero la verdadera causa de las revueltas se encuentra en la propia forma de gobierno.
Los guardias pretorianos de aquellos emperadores se convirtieron en algo idéntico a lo que fueron los mamelucos de Egipto, los jenízaros de Turquía o los streltsi de Moscú. Constantino fue lo suficientemente hábil como para apartarlos pero, a pesar de ello, las desgracias del imperio siguieron exponiendo a sus gobernantes al asesinato y al envenenamiento. Destaco únicamente que tan sólo los malos emperadores murieron en forma violenta, pues Teodosio murió en su cama y Justiniano vivió por felices ochenta y cuatro años.
Insisto en esto: casi ningún mal príncipe ha sido también feliz y hasta Augusto lo fue sólo después de volverse virtuoso. El tirano Cómodo, sucesor del divino Marco Aurelio, fue asesinado a pesar del respeto que todo el mundo tenía por su padre. Caracalla no pudo sostenerse debido a su crueldad. Alejandro Severo fue asesinado por la traición de Maximino de Tracia, el hombre que intentó cultivar la imagen de un gigante, pero que, luego de exasperar a todo el mundo con sus crueldades, terminó asesinado a su vez. Maquiavelo alega la causa de su caída fue su procedencia de una baja clase social. Se equivoca. Un hombre que se hace emperador gracias a su coraje y su valor, ya no tiene parientes; se valora su capacidad y no su extracción social. Pupenio fue el hijo de un herrero de pueblo; Probo fue un jardinero; Diocleciano fue hijo de un esclavo; Valentiniano un fabricante de cuerdas; y todos ellos fueron respetados. El Sforza que conquistó a Milán fue un campesino; Cromwell que puso Inglaterra a sus pies y que hizo temblar a Europa, fue un burgués común y corriente. El gran Mahoma, fundador del imperio más poderoso de la tierra, supo ser empleado de comercio. Samon, el primer rey de Eslavonia, fue un comerciante francés. El famoso Piast cuyo nombre tanto se honra en Polonia, cuando fue elegido rey todavía calzaba zuecos de madera y fue respetado durante todos los años de su larga vida. ¡Cuantos generales, ministros y cancilleres han sido de procedencia humilde! Europa está llena de ellos y se siente muy bien así porque estos puestos han sido adjudicados por mérito. Y no digo esto para desmerecer la sangre de los Wittekind, los Carlomagno y los Otones. Tengo, por el contrario, más de un motivo para admirar el linaje de los héroes; sucede tan sólo que a sus méritos los valoro aún más.
Tampoco hay que olvidar aquí que Maquiavelo se equivoca, y por mucho, al creer que en los tiempos de Severo bastaba con tener a los soldados del lado de uno para mantenerse en el poder. La Historia de los Emperadores lo contradice en esto. Mientras más se protegía a los indomables pretorianos, más aumentaba su poder. Era tan peligroso adularlos como tratar de contenerlos. De los soldados actuales no hay que temer porque están divididos en pequeños cuerpos que se vigilan mutuamente; porque los reyes nombran ellos mismos a los ocupantes de todos los cargos y porque el rigor de la ley está establecido con mayor fuerza que antes. Los emperadores turcos siguen expuestos a ser degollados sólo porque todavía no han aprendido a utilizar estas reglas políticas. Los turcos son esclavos del sultán, y el sultán es el esclavo de los jenízaros. En la Europa cristiana, un príncipe debe mantener en un pie de igualdad a todos los estamentos que se encuentran bajo su soberanía, sin establecer diferencias que puedan fomentar celos adversos a sus intereses.
El modelo de Severo que Maquiavelo le sugiere a quienes desean acceder a un trono, le resulta así tan desventajoso a los príncipes como ventajoso les puede resultar el ejemplo de Marco Aurelio. Pero ¿cómo podría alguien proponer la emulación de Severo, César Borgia y Marco Aurelio en forma simultánea? Sería como tratar de aparear la sabiduría y la virtud más pura con el más craso oportunismo.
Para finalizar vale la pena insistir en que César Borgia, con toda su refinada crueldad, tuvo un fin muy desgraciado mientras que Marco Aurelio, el filósofo coronado, el príncipe que siempre supo ser bueno y virtuoso, nunca dejó de ser feliz hasta el fin de sus días.
Capítulo XX: Si las fortalezas y otras muchas cosas que los príncipes hacen son útiles o perjudiciales.
El paganismo representó a Jano con dos caras, sugiriendo un conocimiento perfecto tanto de todo el pasado como del futuro. La imagen de este dios, tomado en un sentido alegórico o mítico, se ajusta muy bien a los príncipes. Éstos, al igual que Jano, tienen que mirar hacia atrás en la Historia de los tiempos pasados y ver las saludables lecciones que brindan en cuanto a su comportamiento y a sus deberes. Pero, también al igual que Jano, tienen que mirar hacia adelante y, mediante su capacidad de penetración racional, extraer de las cosas todas las combinaciones y relaciones posibles para leer en el presente aquello que el futuro puede traer.
Maquiavelo le propone al príncipe cinco cuestiones. Se hallan dirigidas tanto a los que han realizado nuevas conquistas como a quienes tienen tan sólo la intención política de fortalecer sus posesiones. Veamos qué puede aconsejar el hilo conductor de la razón y la justicia en materia de relacionar el pasado con el futuro.
La primer cuestión es: ¿Debe, o no, el príncipe desarmar al pueblo que ha conquistado?
Por de pronto, en esto hay que tener en cuenta que, desde los tiempos de Maquiavelo, la forma de librar la guerra ha cambiado una enormidad. Hoy los países están defendidos por ejércitos fuertemente disciplinados y más o menos poderosos. En este contexto, una banda de campesinos armados se vuelve irrelevante. Si bien es cierto que en una ciudad sitiada los burgueses pueden llegar a tomar las armas, ello no perjudica demasiado a los sitiadores quienes siempre pueden recurrir al cañoneo y al bombardeo. Parece ser prudente desarmar a la burguesía de una ciudad recientemente conquistada, en especial si hay algo que temer de dicha burguesía. Los romanos, que habían conquistado a Britania pero que no conseguían mantenerla pacificada por causa del espíritu turbulento y belicoso de sus habitantes, recurrieron al método de ablandarlos y afeminarlos a fin de moderar sus instintos salvajes y beligerantes; y se tuvo éxito en ello, tal como Roma lo deseaba.
Los corsos son un puñado de personas tan apasionadas y emprendedoras como los ingleses. No creo que puedan ser dominados mas que por medio de la sabiduría y la benevolencia. Si se desea mantener el dominio sobre esta isla, me parece inevitable desarmar a sus habitantes y morigerar sus costumbres. Y ya que he mencionado a los corsos, apuntaría de paso sólo lo siguiente: en su ejemplo puede apreciarse hasta qué punto es peligroso e injusto oprimir a un pueblo cuya pasión y virtud se inspira en el amor a la libertad.
La segunda cuestión se refiere a la confianza que un príncipe ha de tener en sus súbditos después de haberse convertido en el Señor de un nuevo Estado, o bien en aquellos de sus súbditos que lo ayudaron a obtener el principado, y aún en aquellos de quienes es el legítimo príncipe.
Si se ha tomado una ciudad con la complicidad o por la traición de algunos de sus ciudadanos, sería muy imprudente confiar en los traidores que probablemente nos traicionarán a su vez. Debería suponerse que quienes fueron leales a sus antiguos Señores lo serán también a su nuevo soberano porque, por lo general, son espíritus sabios, hombres arraigados que tienen intereses en el país, que aman el orden y consideran cualquier cambio como algo pernicioso. Sin embargo, no se deben confiar livianamente en cualquiera.
Pero supongamos por un momento que un pueblo oprimido, forzado a sacudirse el yugo de un tirano, llama a otro príncipe para darle el gobierno. Creo que el príncipe debería responder en todo con la misma confianza de la que ha sido objeto; y que si traicionaría la confianza depositada en él por quienes le han encomendado lo más valioso que poseían, esta ingratitud terminaría siendo perjudicial para su poder y para su fama. Guillermo de Orange mantuvo durante toda su vida su amistad y su confianza con quienes habían puesto en sus manos las riendas del gobierno de Inglaterra y quienes se le oponían, se exilaron de su patria siguiendo al Rey Jacobo.
En las monarquías electivas, en dónde la mayoría de las elecciones tiene lugar por partidismos y el trono – dígase lo que se quiera – es venal, creo que un nuevo Señor comprará la voluntad de quienes se le han opuesto con la misma facilidad con la que ha comprado la de quienes lo han apoyado.
Polonia nos ofrece un ejemplo de esto. Allí el trono se ha puesto en subasta tantas veces que uno hasta creería que puede ser comprado en el mercado. El derroche de un rey de Polonia elimina todos los obstáculos del camino. Puede ganarse el favor de las grandes familias distribuyendo palatinados, estarostías y otras dádivas. Sin embargo, puesto que los seres humanos tienen una memoria muy corta en cuanto a los favores recibidos, el rey debe repetir el procedimiento con harta frecuencia. En una palabra, la república de Polonia es como el tonel de las Danaides, condenadas a un trabajo eterno por haber dado muerte a sus esposos por órden de su padre: el más generoso de los reyes derramará en vano sus favores sobre ellas. Nunca estarán satisfechas. Sin embargo, aun cuando el rey de Polonia tiene muchos favores para ofrecer, podría racionalizar sus recursos concentrando sus liberalidades tan sólo en aquellas ocasiones en que necesita a las familias que enriquece.
La tercera cuestión de Maquiavelo trata propiamente acerca de la seguridad del príncipe en una monarquía hereditaria. ¿Será mejor mantener la unión o la discordia entre sus súbditos?
Esta cuestión podrá haber sido quizás relevante allá por la época de los antepasados de Maquiavelo en Florencia, pero en la actualidad no creo que príncipe alguno la considere sin matices. Sólo tendría que citar el hermoso y tan bien conocido discurso de Marco Agripa por medio del cual unificó al pueblo de Roma. No obstante, las repúblicas deben mantener de alguna manera la competencia entre sus miembros porque, si no hay un segundo partido que vigila al primero, la forma de gobierno puede transformarse en monarquía.
Algunos príncipes creen que la discrepancia entre sus ministros es conveniente a sus intereses. Esperan ser menos engañados por personas que, debido a un odio recíproco, se vigilan constantemente los unos a los otros. Pero, si bien este odio produce dichas consecuencias, también produce otra y muy peligrosa. Porque dichos ministros, en lugar de trabajar en forma mancomunada por el bien del príncipe, se concentrarán en la intención de dañarse los unos a los otros y se trabarán o enfrentarán entre si, con lo cual sus rencillas particulares se entremezclarán con los intereses del príncipe y con el bienestar del pueblo.
Por lo tanto, no hay nada que fortalezca más el poder de una monarquía que la disciplinada e inseparable unión de todos sus miembros. Establecer esta unión debe ser el objetivo de todo príncipe sabio.
Lo que hemos expresado en cuanto a la tercera cuestión de Maquiavelo puede ser utilizado, hasta cierto punto, como una solución a su cuarto problema. Examinemos sin embargo y juzguemos brevemente, si un príncipe debe acercarse a las facciones que le son contrarias o si debe ganarse la amistad de sus súbditos.
Quien se hace de enemigos para vencerlos forja monstruos para combatirlos. Es más natural, más racional y más humano hacerse de amigos. Felices aquellos príncipes que conocen las bondades de la amistad y más felices aún aquellos que se merecen el amor y el respeto de su pueblo.
Llegamos así a la última cuestión de Maquiavelo: ¿debe un príncipe poseer fortalezas y ciudadelas o debe deshacerse de ellas?
Creo haber expuesto mi parecer en el Capítulo décimo en cuanto a qué puede ser útil a los príncipes pequeños. Veamos, pues, qué es lo que deben hacer los reyes.
Por la época de Maquiavelo el mundo se hallaba en efervescencia general. El espíritu de la sedición y la revuelta reinaban por todas partes y sólo se observaban facciones y tiranos. Las frecuentes revueltas hicieron que los príncipes construyeran ciudadelas en los sitios más altos de las ciudades a fin de contener el espíritu ansioso de los habitantes más revoltosos.
Después de estos tiempos de barbarie ya no se oye hablar tanto de alzamientos y de revueltas; ya sea porque las personas se han cansado de combatirse, ya sea – y principalmente – porque los príncipes poseen en sus países un poder menos limitado. El espíritu de rebelión, después de haberse agotado, parece descansar. En consecuencia, ya no se necesitan ciudadelas para asegurarse la lealtad de una ciudad y de un país. Las fortificaciones que sirven para detener al enemigo y para asegurar aún más el orden del Estado constituyen algo completamente diferente.
Tanto los ejércitos como las fortificaciones son igual de útiles a los príncipes. Porque, si pueden poner un ejército frente al de su enemigo, en el caso de una batalla perdida podrán también poner ese ejército bajo la protección de una fortaleza y ganar el tiempo necesario para reponerse mientras dure el sitio. En un caso semejante, el príncipe podrá reunir nuevas fuerzas y, en caso de lograrlo a tiempo, liberar con ellas a las sitiadas.
En la última guerra en Flandes entre Francia y el Emperador, las operaciones se atascaron por causa de la multitud de fortificaciones. A batallas entre cien mil hombres de un lado y cien mil del otro no siguió más que la toma de una o dos ciudades. En la campaña subsiguiente el enemigo, que en el interín había ganado tiempo para recuperarse de sus pérdidas, apareció de nuevo y se volvió a combatir por aquello que el año anterior había quedado aparentemente decidido. En países en dónde hay muchas fortalezas, ejércitos que abarcan dos millas de espacio sobre el terreno pueden llegar a hacer la guerra durante treinta años, batirse en veinte batallas y ganar, con suerte, tan sólo diez millas de territorio.
En países abiertos la fortuna puede sonreírle al vencedor después de un encuentro o un par de campañas, dándole la oportunidad de conquistar todo un reino. Alejandro, César, Gengis Khan y Carlos XII debieron su fama al hecho de que los países que conquistaron contaron con pocas fortificaciones. El vencedor de la India, en sus gloriosas campañas no puso sitio a fortificaciones más que en dos oportunidades y lo mismo cabe decir del conquistador de Polonia.
Eugenio, Villars, Marlborough, Luxemburg, fueron grandes generales pero las fortalezas empañaron en alguna medida el brillo de sus acciones. Los franceses conocen muy bien el valor de las fortificaciones. Desde Brabante hasta Dauphine existe una doble cadena de plazas fuertes. Véase sino la frontera de Francia con Alemania. Parece la boca abierta de un león con dos colmillos amenazadores; una boca que parece querer tragárselo todo. Esto parece ser suficiente para demostrar la gran utilidad de las ciudades fortificadas.
Capítulo XXI: Cómo debe conducirse un príncipe para adquirir consideración.
Este capítulo de Maquiavelo contiene tanto cosas buenas como malas. Primero pondré en evidencia sus fallas; luego confirmaré aquellas cosas buenas y encomiables que expone; y finalmente expondré mi opinión sobre algunas cuestiones que se relacionan naturalmente con esta materia.
El autor propone el ejemplo de Fernando de Aragón y de Bernardo de Milán como modelos para quienes desean ser caracterizados por grandes empresas y acciones inusuales o extraordinarias. Maquiavelo ve lo maravilloso en la audacia de las empresas y en la velocidad de su ejecución. Por supuesto que empresas de esas características son grandiosas, debo reconocerlo, pero resultan loables solamente en la medida en que también sean justas. “Tú, que te precias de haber erradicado a los ladrones – le dijeron los embajadores escitas a Alejandro – eres el ladrón más grande de la tierra. Porque has saqueado y robado a todos los pueblos que has vencido. Si eres un dios, debes hacer el bien a los mortales y no quitarles lo que poseen; pero si eres un hombre, piensa constantemente en que lo eres.”
Fernando de Aragón no se conformó con hacer tan sólo la guerra. Se valió de la religión para encubrir sus intenciones. Especuló con la lealtad de los juramentos y, mientras no hablaba sino de justicia, no hizo sino cometer injusticias. Maquiavelo alaba en él todo lo que se le reprocha.
Por otra parte, Maquiavelo trae a colación el ejemplo de Bernardo de Milan para enseñarle a los príncipes que sus premios y sus castigos no pasan desapercibidos, por lo que sus acciones deben exhibir características de grandeza. A los príncipes generosos no les faltará fama y renombre, en especial cuando su magnanimidad es el resultado de su grandeza de alma y no el fruto de su egolatría.
La magnanimidad, más que cualquier otra virtud, es la que puede hacerlos grandes. Cicerón le dijo a César: “En tu suerte no hay nada más grande que tu capacidad para salvar a tantos ciudadanos; y en tu bondad no hay nada más honorable que tu voluntad de salvarlos.”Los castigos aplicados por un príncipe deben, pues, ser siempre menores que la afrenta; y los premios que otorga deben ser siempre más grandes que los servicios recibidos.
Obsérvese la contradicción también aquí. En este capítulo, el doctor del arte político quiere que los príncipes respeten sus alianzas y en el capítulo dieciocho los libera formalmente de la palabra empeñada. Procede en esto igual que los adivinos para quienes la misma cosa puede ser blanca o negra al mismo tiempo.
Pero, si bien Maquiavelo ha juzgado incorrectamente lo que hemos expuesto, acierta sin embargo cuando dice que los príncipes deben ser sabios y no enfrentar a otros príncipes, más poderosos que ellos, quienes en lugar de apoyarlos, pueden llegar a aniquilarlos.
Esto es algo que sabía muy bien un gran príncipe alemán quien fue respetado por sus amigos pero también, y en una medida no menor, por sus enemigos. Los suecos invadieron sus tierras justo cuando se hallaba lejos, con todos sus soldados, ayudando al emperador en la zona del bajo Rin en la guerra contra Francia. Cuando llegó la noticia de esta súbita invasión, los ministros de este príncipe le aconsejaron acudir al zar por ayuda. Pero él, que veía más lejos, les respondió: “Los moscovitas son como los osos. Nunca hay que sacarles la cadena que los sujeta ya que es de temer que uno no se la pueda volver a colocar.” Con amplitud de espíritu se hizo cargo del escarmiento y de la defensa, y el resultado fue que no tuvo que arrepentirse de su decisión.
Si viviese en tiempos futuros, seguramente prolongaría este artículo con algunas consideraciones pertinentes. Sólo que no me corresponde juzgar los procedimientos de los príncipes actuales. En este mundo hay que aprender a hablar y a callar en el momento apropiado.
Maquiavelo trata la cuestión de la neutralidad tan bien como la de las relaciones entre los príncipes. Desde hace mucho tiempo, la experiencia enseña que, en una guerra, un príncipe neutral expone a su país al ataque de ambos partidos beligerantes; que sus Estados se convertirán en teatros de guerra y que, con la neutralidad, siempre perderá y que nunca habrá algo relevante para ganar con esa actitud.
Existen dos formas en que un príncipe puede engrandecerse: la una es la conquista de otras tierras y sucede cuando un príncipe guerrero expande las fronteras de su soberanía por la fuerza de sus armas; la otra es un buen gobierno y sucede cuando un príncipe dedicado incorpora a su país todas las artes y ciencias que lo hacen más poderoso y mejor organizado.
Todo el libro de Maquiavelo está repleto de consideraciones referidas a tan sólo la primera de las formas mencionadas de engrandecerse. Por consiguiente, mencionemos también algunas cosas de la otra; que es más honesta y justa que la primera, sin ser por ello menos provechosa.
Las artes necesarias a la vida son la agricultura, el comercio y las manufacturas. Aquellas que más honran a la razón humana son la geometría, la filosofía, la astronomía, la oratoria, la poética, la pintura, la música, la escultura, el arte del huecograbado y todo lo demás que usualmente se entiende bajo el concepto de las bellas artes.
Así como los países se diferencian mucho entre si, del mismo modo en uno prevalecerá la agricultura, en el otro la vitivinicultura; la fortaleza de uno estará en la manufactura y la del otro en el comercio. En algunos países florecen todas estas actividades juntas.
Un príncipe que desee elegir esta forma manejable y agradable de hacerse más poderoso deberá principalmente conocer a su país para saber cuál de estas artes se desarrollará mejor en él y, por consiguiente, a cuales de ellas le deberá dedicar mayor esfuerzo. Los franceses y los españoles han encontrado que les falta el comercio y por ello han buscado medios para arruinar el de los ingleses. Si tienen éxito, Francia habrá aumentado más su poder que con la conquista de veinte ciudades y mil poblados. Sin embargo, Inglaterra y Holanda, los dos países más bellos y ricos del mundo, decaerían progresivamente como un enfermo que se consume.
Un país cuya riqueza son los granos y los viñedos tiene dos cosas a tener en cuenta. En primer lugar, debe cultivar toda su superficie para que hasta el pedazo más pequeño de tierra rinda beneficios. Luego de ello debe ocuparse de colocar sus mercaderías en la mayor cantidad posible, transportarlas a bajo costo y venderlas en condiciones más ventajosas que las ofrecidas por otros.
En lo que se refiere a toda clase de manufacturas, éstas son, probablemente, lo más útil y ventajoso que un Estado puede tener. Porque con ellas le puede ofrecer a los habitantes todo lo que exigen las necesidades y aún lo superfluo, mientras que los vecinos tendrán la oportunidad de hacerse de los frutos de esta laboriosidad mediante el dinero. Las manufacturas sirven, por un lado, para que el dinero no salga del país y, por el otro, para que más y nuevo dinero entre en él.
Siempre he sido de la opinión que la falta de manufacturas causó, en parte, los sorprendentes desplazamientos de los pueblos nórdicos – los godos y los vándalos – que tantas veces inundaron los países del Sur. En aquellos lejanos tiempos, en Suecia, en Dinamarca y en la mayor parte de Alemania, no se conocía ningún arte fuera de la agricultura y de la caza. La tierra cultivable se hallaba dividida entre una determinada cantidad de propietarios quienes la labraban y podían alimentarse de ella.
Sin embargo, desde el momento en que en estas frías regiones la especie humana siempre ha sido muy fértil, sucedió que un país llegó a tener el doble de habitantes que la agricultura podía sostener. Los necesitados – los hijos más jóvenes de buenas familias – se unificaron y se volvieron bandoleros por necesidad. Saquearon a otros países y expulsaron a sus propietarios anteriores. Es por eso que uno encuentra que, tanto en Bizancio como en Occidente, estos bárbaros por lo común no desearon más que tierras para cultivar lo necesario a su sustento. Los países del norte no están, pues, menos poblados que otrora. Sin embargo, puesto que por suerte el lujo aumentó las necesidades, se abrió también la posibilidad de establecer las manufacturas y demás artes de las que hoy viven pueblos enteros que en otros tiempos debieron buscar su pan en otros lugares.
Estos medios que sirven para hacer feliz a un Estado son como libras encomendadas a la sabiduría de un príncipe a las cuales debe hacerles rendir un interés. La señal más segura de que un país se halla regido por un gobierno sabio y venturoso es el florecimiento de las buenas artes en su seno. Estas buenas artes son flores que crecen en tierras ricas y bajo brisas apacibles, pero que se marchitan en la sequía y en el frío viento del norte.
No hay nada que haga más a la fama de un imperio que las artes que florecen a su amparo. Los tiempos de Pericles son más conocidos por los grandes espíritus que vivieron en Atenas que por las batallas libradas en aquella época por los atenienses. Los tiempos de Augusto se conocen más por Cicerón, Ovidio, Horacio y Virgilio que por los ostracismos de este cruel emperador quien, dicho sea de paso, le debe buena parte de su fama a la lira de Horacio. La época de Luis XIV se ha hecho más famosa por Corneilles, Racine, Moliere, Boileau, Descartes, le Brün y Girardon que por el tantas veces mentado cruce del Rin, el sitio a las ciudades a los que Luis asistió personalmente, o por la batalla de Turin que el duque de Orleans perdió por una orden de gabinete del Señor de Martin.
Los reyes honran a la humanidad cuando promueven y premian a quienes más honor demuestran tener; cuando alientan a aquellos espíritus superiores que se dedican a perfeccionar nuestros conocimientos y a ampliar el imperio de la verdad.
¡Felices aquellos príncipes que cultivan por si mismos estas ciencias! Que pueden hacer suyas las palabras de Cicerón, el cónsul romano salvador de su patria y padre de la elocuencia: “Las artes libres nutren a la juventud y solazan a la ancianidad; son un ornamento en la felicidad y un refugio y un consuelo en la desgracia; nos deleitan en la patria y no nos obstaculizan en el extranjero; pernoctan entre nosotros, viajan con nosotros y hacen a la felicidad de nuestras vidas en todo tiempo y lugar.”
Lorenzo de Medici, el hombre más grande de su Nación, fue el pacificador de Italia y restableció las ciencias. Su espíritu justo se ganó la confianza general de todos los demás príncipes. Marco Aurelio, uno de los más grandes emperadores romanos, no fue menos héroe guerrero exitoso que filósofo y unió la práctica de la doctrina moral más estricta con las enseñanzas que impartió de la misma. Termino con las palabras: “Un rey guiado por la justicia tiene al mundo por templo y todas las personas de bien son sus sacerdotes.”
Capítulo XXII: De los ministros o secretarios de los príncipes.
Existen dos especies de príncipes en este mundo. Los primeros ven a través de sus propios ojos y gobiernan a sus países por si mismos, los segundos se basan sobre la lealtad de sus ministros y se dejan gobernar por quienes, por medio de su intelecto, han conseguido cierto poderío.
Los príncipes de la primera especie constituyen el alma de sus países. El peso del gobierno descansa exclusivamente sobre ellos como el mundo sobre los hombros de Atlas. Administran tanto las cuestiones domésticas como las externas. Son, al mismo tiempo, jueces supremos, generales y economistas. Siguiendo el ejemplo de Dios, quien utiliza para la ejecución de su voluntad espíritus más perfectos que el común de los mortales, estos príncipes se rodean de seres penetrantes y diligentes que ejecutan la intención del príncipe y concretan en detalle lo que el príncipe mismo ha diseñado a grandes rasgos. Los ministros de estos príncipes son, en realidad, herramientas en las manos de un sabio y hábil Maestro.
Los soberanos de la segunda especie, a quienes la providencia no ha dotado de esta capacidad, pueden suplir esa falencia mediante una designación afortunada. Sin embargo, estos príncipes poseen una falta de capacidad cognitiva y una insensibilidad natural, por lo que se hallan sumergidos en el profundo sueño de la indiferencia. Cuando el Estado, que se halla a punto de desfallecer por la debilidad del soberano, ha de ser sostenido por la sabiduría y la vitalidad de un ministro, el príncipe se convierte en algo semejante a una sombra; una sombra necesaria, sin embargo, porque representa al Estado. En este caso, no se puede más que desear que la designación del ministro por parte del príncipe sea afortunada. Pero, que un gran Señor capte por completo la personalidad y las intenciones de quienes desea utilizar a su servicio es algo que no resulta tan fácil como generalmente se supone. A los sujetos privados les resulta tan fácil ocultar sus propósitos ante el soberano como difícil le resulta al príncipe ocultar su intimidad ante los ojos del mundo.
Un rey sano, dotado de una masa corporal fuerte y activa, que puede soportar la intensa labor de gabinete, falta a su deber cuando se somete a un primer ministro. Por el contrario, soy de la opinión que un príncipe, a quien la naturaleza ha negado estas aptitudes, comete un agravio contra si mismo y contra el pueblo si no utiliza toda su capacidad para elegir a un hombre que tome sobre sí la carga que a él como soberano le resulta demasiado pesada. La naturaleza no le ha dado a todos los hombres por igual la habilidad para realizar grandes obras. Pero, aún así, toda persona, con sólo poner su voluntad en ello, tiene suficiente discernimiento como para descubrir esta habilidad en otras personas y utilizarlas para sus propósitos. La ciencia más generalizada entre los seres humanos es la que permite establecer con bastante rapidez las habilidades de los demás. Véase con qué facilidad los malos artistas juzgan a los más grandes Maestros. Aún los soldados de la última fila conocen muy bien las virtudes y los defectos de sus oficiales. Los más grandes ministros están constantemente sometidos al juicio de sus subordinados. Por consiguiente, un rey tendría que ser muy ciego para no distinguir las capacidades de quienes necesita tener a su servicio. No obstante, hay que admitir que no es tan fácil percibir de un solo golpe hasta dónde llega la integridad de una persona. Un ignorante no puede ocultar su ignorancia; pero un hipócrita capacitado puede embaucar a un rey durante mucho tiempo, sobre todo cuando ese engaño le produce ingentes beneficios y le permite mantener casi aislado al rey.
Si Sixto V pudo engañar a setenta cardenales que en realidad deberían haberlo conocido muy bien, ¡con cuanta mayor facilidad un individuo privado podrá confundir el juicio de un rey que no ha tenido la oportunidad de conocerlo en profundidad!
Un príncipe inteligente podrá juzgar sin mayor dificultad la inteligencia y la capacidad de sus subordinados; lo que le resultará casi imposible es estimar con certeza la abnegación y la lealtad de estas personas.
Con frecuencia una persona resulta ser aparentemente virtuosa sólo porque le han faltado oportunidades para dejar de serlo; pero esta persona renunciará a la honestidad en el preciso momento en que su virtud sea puesta a prueba. En Roma, nadie dijo algo desfavorable de un Tiberio, de un Nerón, ni de un Calígula, antes de que éstos accedieran al trono. Sin la oportunidad que permitió la manifestación de su perversidad y, simultáneamente, el descubrimiento de sus causas profundas, quizás la depravación de estas personas nunca se hubiera conocido.
Existen personas que junto con una gran inteligencia, una gran habilidad y bellos talentos, poseen la más fea y desagradecida de las almas. Por el contrario, hay otros que poseen todas las cualidades de un corazón generoso y honrado.
Por lo general, los príncipes sabios han elegido a los puros de corazón para la administración de los asuntos internos de un país y a los más taimados preferentemente para la negociación de las cuestiones externas. Puesto que para la administración interna de un país no se requiere más que órden y justicia, un hombre honrado puede cumplir perfectamente con esa tarea. Pero cuando hay que persuadir y crearles dificultades políticas a los vecinos, es bien fácil darse cuenta de que para ello no hace falta tanta honestidad como sagacidad y agudeza.
En mi opinión, un príncipe nunca podrá premiar en exceso la lealtad de quienes le sirven con entusiasmo. Existe cierta percepción de justicia en nosotros que nos impulsa al reconocimiento y debemos seguir este impulso. Aparte de ello, hace a la conveniencia de los soberanos el que sean tan generosos en los premios como clementes en los castigos. Porque aquellos ministros que perciban que sus virtudes les allanan el camino hacia el éxito realmente no buscarán refugio en sus vicios y valorarán de un modo natural más el favor de sus soberanos que las promesas de cortes extrañas.
Los caminos de la justicia y de la sabiduría mundana coinciden, pues, perfectamente en esta materia. Y resulta tan irracional como arbitrario poner peligrosamente a prueba la fidelidad de los ministros retaceando premios y siendo cerradamente arrogante.
Algunos príncipes caen en otro error, igualmente peligroso: cambian a sus ministros con infinita ligereza y castigan la más mínima irregularidad ejecutiva con demasiado rigor.
Ministros que trabajan a la vista inmediata del príncipe, después de haber estado cierto tiempo en el cargo ya no podrán ocultarle sus defectos. Mientras más perspicaz sea el príncipe, más temprano los atrapará.
Príncipes que no son filósofos se vuelven rápidamente impacientes; se enfadan por las debilidades de sus servidores, les agradecen con malevolencia y los empujan hacia la perdición.
Por el contrario, los príncipes que poseen una visión en profundidad conocen mejor a las personas. Saben que todas son humanas, que nada en el mundo es perfecto, que las grandes cualidades están, por decirlo así, compensadas por grandes defectos, y que un hombre inteligente debe ser capaz de sacar provecho de ello. Es por ello que mantendrán a sus ministros, con sus virtudes y defectos, y, si no son desleales, preferirán a los que ya tienen y conocen bien antes que a los nuevos que podrían tener; casi de la misma manera en que un músico experto preferirá tocar un instrumento cuyas fortalezas y debilidades conoce antes que intentar con uno nuevo cuyas virtudes ignora.
Capítulo XXIII: Cuándo debe huirse de los aduladores.
No hay libro sobre moral ni libro de Historia en el que no se censure con dureza la debilidad de los príncipes por la adulación. Se desea, y con razón, que los reyes amen a la verdad; que sus oídos se acostumbren a escucharla. Sólo que, en forma simultánea – y esto es bastante habitual en los seres humanos – también se les exigen cosas algo contradictorias. Se desea que los príncipes sean lo suficientemente ambiciosos como para aspirar a la fama y lanzarse a grandes empresas. Y al mismo tiempo se pretende que sean tan indiferentes como para renunciar a la recompensa por sus esfuerzos. El mismo motivo que los impulsa a cosechar los aplausos se supone que debería servir para despreciarlos. Esto implica pedir un poco demasiado de un ser humano y ya se le hace un gran honor al príncipe cuando se le exige que sea más estricto consigo mismo que con los demás:
Contemptus virtutis ex contemptu famae
(Virtudes despreciables engendran famas despreciables)
Los príncipes que se han despreocupado de su fama han sido, o bien insensibles, o bien lujuriosos y reblandecidos. Fueron figuras poco consistentes, no estimuladas por ninguna virtud. Es cierto que también hubo crueles tiranos sedientos de fama; sólo que en ellos esto no fue sino una odiosa vanidad, un nuevo vicio. Pretendieron elogios y merecieron desprecios. Para los príncipes inmorales la adulación es un veneno mortal que multiplica la semilla de su depravación. Para los príncipes meritorios esa misma adulación es como un óxido que le quita brillo a su gloria adhiriéndose a ella. Una persona sabia percibe la adulación como una ofensa y rechaza al adulador.
Existe todavía otra clase de adulación. Es la del sofista de los defectos que atenúa los mismos mediante la oratoria. Esta clase de adulación presta motivos a las pasiones; es la que presenta a la terquedad como justa firmeza; es la que sabe establecer una semejanza tan perfecta entre la magnanimidad y el despilfarro que confunde a cualquiera; es la que esconde todas las perversiones bajo la alfombra del pasatiempo y la diversión; muy en especial, es la que agranda y multiplica los defectos de los demás para construir con ellos un arco de triunfo a los defectos de su héroe predilecto. La mayoría de las personas tolera esta clase de adulación porque justifica sus gustos y no es del todo falsa. A estas personas les resulta imposible ser severas con quienes las ensalzan adjudicándoles precisamente aquellas virtudes que están convencidas de poseer. La adulación colocada sobre una base tan firme es la más fina de todas. Hay que tener una capacidad muy aguda de discernimiento para percibir la apariencia en la verdad que presenta. No será de la clase que al rey en la trinchera le pone poetas en lugar de historiadores por compañía; no compondrá oberturas de ópera repletas de exageraciones retóricas; no escribirá prólogos insulsos ni epístolas rastreras. No ensordecerá al héroe con los abultados relatos de sus victorias sino que secuestrará la esencia de la verdad y de las percepciones mientras mantiene abierta la puerta de la retirada con extraordinaria delicadeza aparentando sinceridad y naturalidad. ¿Cómo podrá un gran hombre, cómo podrá un héroe, cómo podría un príncipe inteligente enfadarse por tener que oír una verdad que, en apariencia, no proviene sino del exceso de entusiasmo de un amigo? ¿Cómo hubiera podido Luis XIV – quien se conocía lo suficiente como para saber que su sola presencia infundía temor y quien sentía cierto placer en ello – enojarse con el viejo oficial que le habló temblando y tartamudeando para finalmente trabarse en medio de la frase y espetar: “Al menos, Señor, no tiemblo así ante vuestros enemigos”?
Príncipes que fueron humanos antes de convertirse en reyes recuerdan lo que han sido y no se acostumbran tan fácilmente al alimento servido por los adulones. Sin embargo, aquellos que han gobernado durante toda su vida probablemente fueron, al igual que los dioses, nutridos con incienso desde su juventud y morirían por la falta de este alimento si se les acabaran los halagos.
Por todo ello, en mi opinión sería mucho más justo apiadarse de los reyes en lugar de condenarlos. Los adulones – y más aún los difamadores – se merecen la condena y el aborrecimiento del mundo; al igual que quienes le ocultan la verdad al príncipe demostrando con ello ser sus enemigos. Tan sólo hay que hacer una diferencia entre la adulación y el elogio. En Trajano, el panegírico de Plinio despertó un entusiasmo por la virtud; en Tiberio sólo se fortalecieron los defectos merced a las adulonerías de los senadores.
Capítulo XXIV: Por qué muchos príncipes de Italia perdieron sus Estados.
La fábula de Cadmo, que sembró los dientes del dragón que había acabado de matar, con lo cual creció de allí un pueblo guerrero tan violento que terminó exterminándose en guerras intestinas, es una buena metáfora de lo que fueron los príncipes italianos por la época de Maquiavelo. Las perfidias y las traiciones que los unos cometieron contra los otros terminaron significando la ruina de todos. Léase tan sólo la Historia italiana desde fines del Siglo XIV hasta principios del XV. ¿Qué se encontrará allí sino crueldades, revueltas, violencias, alianzas para destruirse mutuamente, conquistas ilegítimas, asesinatos alevosos, en una palabra: una espantosa colección de lacras cuya sola imagen produce escalofríos?
De hecho, se podría subvertir al mundo entero si, siguiendo el ejemplo de Maquiavelo, uno se decidiese a tirar a la basura a la justicia y a la sensibilidad. El aluvión de depravaciones convertiría en muy poco tiempo a toda la tierra en un desierto. La injusticia y la barbarie de los príncipes italianos fue la causa de que perdiesen sus tierras, del mismo modo en que, inexorablemente, los falsos postulados de Maquiavelo llevarán a la ruina a quienes sean tan necios como para seguirlos.
No oculto nada. La abyecta cobardía de estos príncipes italianos, junto con su malignidad, pudo muy bien haber contribuido a fomentar su decadencia. Es indiscutible que la debilidad de los reyes de Nápoles fue la causa de su caída. Por lo demás, en la teoría del Estado se me podrá decir lo que se quiera: me pueden exponer conclusiones, erigir edificios doctrinarios, mostrar ejemplos, utilizar todas las disquisiciones. Al final, todos se verán forzados a regresar, aún en contra de su voluntad, a la equidad y a la justicia.
Le preguntaría a Maquiavelo qué quiso decir cuando habla de: “Siendo un príncipe nuevo – (es decir: uno que ha accedido al poder por la violencia y contrariando el Derecho) – mucho más cauto en sus acciones que otro hereditario, si las juzgan grandes y magnánimas sus súbditos, se atrae mejor el afecto de éstos que un soberano de sangre inmemorial esclarecida, porque se ganan los hombres mucho menos con las cosas pasadas que con las presentes. Cuando hallan su provecho en éstas, a ellas se reducen, sin buscar nada en otra parte”.
¿Insinúa acaso Maquiavelo que, entre dos hombres igual de sabios y valientes, toda una nación elegiría al opresor violento y usurpador prefiriéndolo al príncipe legítimo? ¿O nos está comparando a un príncipe sin virtudes con un audaz ladrón al cual no le faltan aptitudes? Lo primero es imposible que ocurra desde el momento en que se contradice con los más generalizados conceptos del sentido común. El amor de un pueblo por una persona que se ha convertido en su gobernante por medios violentos y que no tiene otros méritos que lo hagan preferible al príncipe legítimo; un amor así sería un efecto sin una causa.
Pero lo segundo tampoco es admisible. Porque el hecho violento por medio del cual un príncipe conquista el poder es y seguirá siendo a pesar de todo una injusticia aún cuando, por lo demás, se le adjudiquen a este príncipe toda clase de buenas cualidades.
De un hombre que hace su aparición exhibiendo maldades ¿qué puede esperarse sino un gobierno violento y tiránico? Un hombre engañado por su mujer el mismo día de su casamiento ¿depositaría en el futuro grandes esperanzas en las virtudes de su esposa?
Maquiavelo mismo dictamina en este capítulo: sin el amor del pueblo, sin la benevolencia de los notables, sin un ejército permanente bien disciplinado, al príncipe le resultará imposible mantenerse en el trono. Al parecer, la verdad lo obliga a hacer esta concesión; casi a la manera de los ángeles caídos de quienes los teólogos afirman que conocen a Dios pero, no obstante, le ofenden.
Si un príncipe desea ganarse el amor de un pueblo y de sus notables, tendrá que poseer virtudes auténticas, deberá ser caritativo y amistoso, y aparte de estas buenas disposiciones del corazón, deberán poder encontrarse en él las capacidades necesarias para desempeñar su función con propiedad.
Pues con esta función sucede lo mismo que con cualquier otra. Una persona, desempeñando la función que le plazca, si no es justo y competente jamás despertará la confianza de quienes lo rodean. Hasta el más corrupto trata siempre de relacionarse con personas honestas. Y hasta los más incapaces de desempeñarse bien se apoyan y confían en quienes consideran más hábiles. El más intrascendente intendente, el concejal más humilde de una ciudad debe ser decente y trabajador si quiere progresar ¿y sólo el rey dispondría de un puesto al cual tendría derecho precisamente por sus defectos? Quien quiere conquistar corazones tiene que estar constituido como lo he señalado y no como enseña Maquiavelo en su obra: injusto, cruel, ambicioso y ocupado exclusivamente en engrandecerse.
Ése es el aspecto de la doctrina que venimos tratando una vez que se le ha quitado el velo. Así es el hombre que en su tiempo fue tenido por grande, al que muchos ministros han considerado peligroso pero al cual han seguido a pesar de todo; así es aquél cuyos principios repugnantes le fueron inculcados a los príncipes; aquél a quien todavía nadie ha respondido de modo formal y cuyas huellas siguen muchos estadistas pretendiendo que nadie los incrimine por ello.
¡Dichoso sería quien pudiese extirpar del mundo a todos los maquiavelismos! He demostrado las inconsistencias de su doctrina; los gobernantes del mundo deberían avergonzarse de sus ejemplos. Tienen la obligación de liberar al mundo del falso concepto que se tiene del arte de gobernar; un arte que debería ser una cátedra de sabiduría y que por lo general es concebido como una guía para estafadores. Tienen la obligación de limpiar las alianzas desterrando artilugios y deslealtades, recuperando esa honradez y esa integridad que, la verdad sea dicha, se encuentra en pocos príncipes y que necesita ser fortalecida. Tienen la obligación de demostrar que ambicionan tan poco las provincias de sus vecinos como mucho les importa el mantener las propias. Un príncipe que ambiciona poseerlo todo es como un hombre que atosiga su estómago con cualquier cantidad de alimentos sin tener en cuenta que no podrá digerirlos. En cambio, un príncipe que se limita a gobernar de un modo admirable se parece al hombre que come con moderación y cuyo estómago digiere en forma correcta.
Capítulo XXV: Del dominio que ejerce la fortuna en las cosas humanas, y cómo resistirla cuando es adversa..
La cuestión de la libertad del ser humano es uno de esos problemas que ha exigido al máximo la razón de los sabios de todo el mundo y que ya se ha ganado algún anatema de parte de los teólogos. Los defensores de la libertad argumentan que, si el hombre no dispusiese de libre albedrío, sería Dios el que actúa a través de él y, por lo tanto, sería Dios mismo el que cometería todos los homicidios, todos los robos y todas las aberraciones; algo que estaría en abierta contradicción con su sacralidad. Más allá de ello, si el Ser Supremo fuese el padre de todos los vicios y la causa de todas las injusticias, ya no se podría castigar a los culpables y ya no quedarían ni vicios ni virtudes sobre este mundo. Desde el momento en que esta doctrina aberrante es impensable sin advertir las contradicciones que contiene, no queda más camino a elegir que el de aceptar el libre albedrío.
Los amigos de la necesidad ineludible, por el contrario, nos dicen que si Dios, después de crear el mundo, no hubiera sabido qué sucedería en él habría procedido como un Maestro constructor ciego, o como alguien que trabaja a oscuras. Nos señalan que un relojero conoce el efecto producido hasta por el más pequeño de los engranajes que hay en un reloj puesto que conoce el movimiento para el cual lo ha diseñado y para cuyo fin lo ha construido. Y Dios, este ser infinitamente sabio ¿habría de ser tan sólo un curioso e impotente espectador de las acciones de los hombres? De esta forma no sería ya la Providencia sino la terquedad de los hombres lo que gobernaría el mundo. Y, puesto que forzosamente se ha de elegir entre el creador y la criatura, ¿cuál de los dos es, pues, la máquina? Es más razonable suponer que lo es aquél ser en quien mora la debilidad y no aquél en quien mora el poder. Así pues, la razón y las pasiones son como invisibles cadenas por las cuales la mano de la Providencia conduce al género humano para que colabore en aquellos acontecimientos que la eterna sabiduría ha decidido que deben ocurrir para que cada cosa cumpla el fin para el cual fue creado.
De este modo, queriendo evitar un remolino uno se acerca al otro; y los filósofos se empujan mutuamente al abismo de las contradicciones mientras los teólogos combaten a oscuras anatematizándose por amor a lo más sagrado. Estos partidos se combaten casi de la misma forma en que antaño los cartagineses combatieron a los romanos. Cuando los cartagineses temían ver aparecer a las legiones romanas en África, mandaban la antorcha de la guerra a Italia; y cuando los romanos querían librarse del temido Aníbal, enviaban a Escipión con sus legiones contra Cartago. Los sabios mundialmente famosos, los teólogos y la mayoría de los héroes del silogismo son como los franceses. Son muy valientes en el ataque, pero están perdidos cuando tienen que hacer la guerra para defenderse. Por eso, un pensador perspicaz dijo alguna vez que Dios sería el padre de todas las sectas; porque le habría dado a todas las mismas armas, además de un lado bueno y un lado malo.
Maquiavelo transportó la cuestión de la libertad y de la predestinación de la metafísica a la política. Sucede sin embargo que en este territorio la cuestión resulta tan fuera de lugar que no encuentra con qué alimentarse. Porque en política – en lugar de preguntarnos si tenemos o no tenemos libre albedrío, si la suerte o la casualidad pueden, o no, producir algo – lo que tenemos que tratar de hacer es de mejorar nuestro discernimiento y nuestro ingenio.
Suerte y casualidad son dos palabras sin sentido cuya aparición, con toda probabilidad, le debemos a la profunda ignorancia en la que se encontraba el mundo por la época en que se le daban nombres indeterminados a los efectos cuya causa se desconocía.
Lo que el populacho llama la “suerte de César” no es más que el conjunto de todos aquellos acontecimientos y circunstancias que fomentaron las intenciones del ambicioso Julio César. Y lo que debe entenderse bajo “la mala suerte de Catón” es el conjunto de hechos adversos y cambios desagradables inopinados que debió enfrentar, en un entorno en dónde los efectos siguieron a las causas con tanta rapidez que la capacidad de Catón resultó insuficiente tanto para preverlos como para evitarlos.
No hay mejor explicación para lo que se entiende por casualidad que el juego de dados. El azar hace que en una tirada obtenga doce puntos en lugar de siete. Si se quisiese determinar por medios objetivos qué ha sucedido en una tirada semejante, deberíamos disponer de una visión tan penetrante que fuese capaz de ver exactamente de qué modo los dados fueron a parar al cubilete, cómo la mano una o varias veces, con mayor o menor intensidad, hizo girar los dados de cierta forma para que adquiriesen finalmente un movimiento más lento o más rápido y terminasen cayendo de ese modo sobre el tapete. Todas estas causas, tomadas en conjunto, constituyen lo que se llama azar o casualidad.
Mientras permanezcamos siendo seres humanos – es decir, seres muy limitados – no conseguiremos dominar esos acontecimientos que llamamos afortunados. Debemos restarle a la casualidad tanto como nos sea posible; sólo que nuestra vida es demasiado corta como para percibirlo todo y nuestro raciocinio demasiado estrecho como para interrelacionarlo.
Desearía citar algunos casos que demuestran claramente la imposibilidad de preverlo todo mediante el saber humano. El primero de ellos es el ataque por sorpresa a Cremona por parte del príncipe Eugenio que fue pensado con mucho ingenio y llevado a cabo con sorprendente audacia. Pero ¿por qué fracasó el intento? El príncipe llego a la ciudad por la mañana, a través de un canal que drenaba los desperdicios y que le fue franqueado por un sacerdote con el que se habían puesto de acuerdo. Hubiera sido inevitable que se apoderase de la ciudad de no haber sucedido dos cosas imposibles de prever.
En primer lugar, el regimiento suizo, que debía realizar ejercicios militares esa misma mañana, obtuvo armas antes de lo previsible y pudo detenerlo hasta que el resto de la dotación consiguió reunirse. Pero, además de ello, el guía que el príncipe de Vaudemont envió a la puerta de la ciudad para tomarla, se equivocó de camino y, con ello, tanto el guía como su gente llegaron demasiado tarde.
El otro caso que desearía citar como ejemplo es el de la paz particular que Inglaterra acordó con Francia hacia el fin de la Guerra de Sucesión española. Ni los ministros del emperador Joseph, ni los más grandes sabios del mundo, ni los estadistas más hábiles hubieran podido adivinar que un par de guantes cambiaría el destino de Europa. Y sin embargo eso fue lo que sucedió, literalmente.
La duquesa de Marlborough era por aquella época la ama de llaves de la reina Ana en Londres mientras su marido se dedicaba a hacer una doble cosecha de laureles y riquezas con las campañas de Brabante. La duquesa, por sus buenas relaciones con la reina, constituía un gran apoyo para el partido del héroe y el héroe, por sus victorias en el campo de batalla, sustentaba el favor de la duquesa en la corte. Mientras ella gozó del favor de la reina, los Tories – que estaban en su contra y que deseaban la paz – nada pudieron hacer. Pero la duquesa perdió este favor por un hecho minúsculo.
Tanto la reina como la duquesa se habían mandado confeccionar sendos pares de guantes. Pero la duquesa era ansiosa, y el ansia de poseerlos le hizo exigir de la persona que los fabricaba que entregara los suyos antes que los de la reina. La reina Ana, sin embargo, también ansiaba sus guantes. Así las cosas, una dama de la corte – Lady Masham, enemiga de la duquesa – le informó a Ana lo que estaba ocurriendo y lo hizo de una forma tan malévola que, a partir de ese momento, la reina consideró a la Marlborough como una cortesana cuya arrogancia ya no estaba dispuesta a soportar. La confeccionadora de los guantes terminó de provocar la ira real ya que le contó a la reina, con gran amargura, toda la historia de los guantes. Este hecho minúsculo fue la levadura que puso en marcha a todos los espíritus y sensibilizó a todo lo que puede acompañar una caída en desgracia. Los Tories y el mariscal de Tallard se aprovecharon del caso que le era favorable a su partido.
Poco después, la duquesa de Marlborough terminó de caer en desgracia y con ella cayó también el partido de los Whigs y de los aliados del Emperador. Ése es el juego de las cosas más serias que existen sobre la tierra; la Providencia se ríe de toda la sabiduría y de toda la grandeza de los hombres. Causas minúsculas y a veces hasta ridículas cambian con frecuencia el destino de toda una monarquía.
De este modo, una intrascendente trifulca entre mujeres, que forzó a los aliados a firmar una paz a regañadientes, salvó a Luis XIV de una situación de la que probablemente no lo hubiera sacado ni su ingenio, ni sus ejércitos, ni todo su poder.
Esta clase de circunstancias ocurren, por supuesto, pero admitamos que, después de todo, son bastante poco frecuentes de modo tal que no llegan a quitarle al ingenio y a la sensatez todo su prestigio. A mi modo de ver son como esas enfermedades que esporádicamente interrumpen la salud de una persona pero que no llegan a impedir que, durante la mayor parte del tiempo, la misma disfrute de las ventajas de una constitución corporal sana.
Es, pues, imprescindible que quienes aspiran a dominar el mundo traten de aumentar su sensatez y su ingenio; por más que esto sólo no es suficiente puesto que, si desean dominar a la suerte, deberán aprender a inclinar su temperamento ante los tiempos y las circunstancias, y esto es algo muy difícil de lograr.
En absoluto, me refiero tan sólo a dos clases de temperamento: el de una audaz vitalidad y el de cauta lentitud.
Las causas morales tienen una causa natural; por ello es casi imposible que un príncipe se domine a si mismo de un modo tan completo como para poder cambiar de color a voluntad igual que un camaleón. Ciertas épocas son muy favorables para la gloria de los conquistadores y las empresas de hombres audaces que parecen haber nacido para provocar cambios extraordinarios, revueltas y guerras en el mundo. Una sospecha, una desconfianza, que termina enfrentando a dos grandes Señores – sin que, con frecuencia, se sepa por qué – le ofrece a un conquistador la oportunidad de aprovecharse del conflicto. Hasta a un Hernán Cortés le fueron de gran ayuda los conflictos internos existentes entre los indígenas americanos.
En otras épocas el mundo no está tan en movimiento y pareciera ser que prefiere ser gobernado con moderación e indulgencia. Sobre el mar del Estado se establece la calma que, como se sabe, sigue a la tormenta. En estos casos se pueden lograr más cosas con negociaciones que con batallas, y lo que no se consigue por la espada hay que lograrlo por la pluma.
Por lo cual un gran Señor que aspire a beneficiarse de todas las posibles situaciones debería aprender de un buen timonel el arte de adaptarse a los tiempos.
Un general que supiese ser tanto audaz como precavido en el momento justo sería casi invencible. Fabio fue superior a Aníbal sólo en lentitud. Este romano sabía que los cartagineses sufrían la carencia de dinero y tropas frescas por lo que podía sentarse tranquilamente, sin sacar la espada de la vaina, a esperar que el ejército cartaginés se disolviera y se consumiera por falta de alimentos. Por el contrario, la política de Aníbal fue la de atacar. Su poder era tan sólo casual y debía sacar de él rápidamente el mayor provecho posible. Subrayó este poder con el temor que producen las acciones impetuosas, sorprendentes, y con los medios que brinda un territorio recientemente conquistado.
Si el príncipe elector de Baviera y el mariscal de Tallard no hubiesen marchado en 1704 desde Baviera contra Blenheim y Hochstedt, seguramente hubieran dominado a toda Baviera. El ejército aliado no podía quedarse en Baviera por falta de alimentos y forzosamente hubiera tenido que retirarse hacia el Main para disgregarse allí. De esta forma, el hecho que el príncipe elector confiara el destino de aquello cuya conservación sólo a él le había sido encomendada, a una batalla que siempre será digna de gloria ante la nación alemana, no tuvo mas causa que una falta de prudencia en el momento justo por parte del príncipe. Este apresuramiento terminó siendo suficientemente castigado con la total derrota de franceses y bávaros, y con la pérdida de toda Baviera y de la totalidad del territorio que se encuentra entre el Pfalz Superior y el Rin.
Por lo común no se habla de los irresponsables que han sucumbido sino tan sólo de aquellos que han tenido la suerte de su lado. Pasa con ellos lo mismo que con los sueños y las profecías: entre las miles que resultaron ser falsas y fueron olvidadas sólo se recuerda la pequeña cantidad de aquellas que acertaron. El mundo debería juzgar las cosas por sus causas y no las causas por sus resultados.
De todo lo cual saco como conclusión que un pueblo arriesga mucho con un líder audaz porque constantemente estará en peligro. Un señor prudente, que no posea el talento necesario para las grandes acciones, parece estar más predestinado a gobernar. El primero arriesga, el segundo conserva.
Para que tanto el uno como el otro puedan aspirar a la grandeza deben venir al mundo en el momento adecuado. De otra forma, sus talentos le serán más perjudiciales que útiles.
Toda persona razonable, en especial si es uno de aquellos que el cielo ha destinado a gobernar a las demás, debería diseñar sus propósitos de tal forma que todo esté tan bien fundamentado y sea tan interdependiente como lo es en una teorema de geometría. Manteniéndose dentro de este sistema de vida seguramente descubriría una interrelación entre todas sus acciones y nadie lo apartaría de su objetivo vital. De esa forma se podrían utilizar todos los casos y todas las circunstancias para promover las propias intenciones y todo contribuiría en algo a la realización del proyecto diseñado.
Pero ¿dónde están los príncipes de quienes exigimos talentos tan poco comunes? Los príncipes son humanos y no deja de ser cierto que, por su misma naturaleza, les resulta imposible cumplir acabadamente con tantos deberes. Sería más fácil hallar al fénix de los poetas, o a los personajes míticos de los expertos en metafísica, que al ser humano de Platón. Es justo que el pueblo le exija a los grandes Señores un esfuerzo por alcanzar la perfección. Y los más perfectos entre ellos serán quienes más se aparten de las reglas políticas de Maquiavelo. Y es también justo que se soporten los defectos de los príncipes si éstos están compensados por muchas hermosas cualidades del corazón y de muchas buenas intenciones. Es cuestión de no olvidar que nada es perfecto sobre este mundo y que el error y la debilidad hacen a la herencia de todos los seres humanos. El país más feliz es aquél en dónde la mutua tolerancia entre el soberano y la sociedad cubre de gentileza y cordialidad las relaciones, sin lo cual la vida se hace una pesada carga y el mundo, que podría ser el escenario de la felicidad, se convierte en un valle de lágrimas.
Capítulo XXVI: De las distintas clases de negociaciones y de causas de las guerras que deben ser llamadas justas.
En esta obra hemos considerado las falsedad de los argumentos mediante los cuales Maquiavelo trata de engañarnos presentándonos a malhechores y corruptos como si fuesen personas virtuosas.
Me he esforzado en arrancarle a la corrupción el velo de la virtud en el cual Maquiavelo lo ha envuelto para que el mundo no caiga en el error que la mayoría generalmente comete al juzgar la política. Le he dicho a los reyes que su verdadero arte político consiste tan sólo en superar a sus súbditos en virtudes para que no se vean forzados a condenar en otros aquello para lo cual ellos mismos han dado el ejemplo. He demostrado que, para consolidar una fama, no bastan las acciones externamente brillantes y notorias, sino que resulta necesario promover la felicidad del género humano.
Desearía agregar todavía dos observaciones adicionales. La primera sobre las negociaciones y la segunda sobre aquellas causas de la guerra que merecen ser llamadas justas.
Los ministros de un príncipe que se encuentran en cortes extranjeras no son más que informantes privilegiados que deben mantener un ojo vigilante sobre las actividades del soberano a cuya corte fueron enviados. Deben investigar las intenciones de este soberano, comprender sus proceder y prever sus acciones para poder informar de ello en tiempo y forma a su Señor. El motivo principal por el cual se los envía es para atar con mayor fuerza los lazos que unen a los grandes Señores. Sólo que, en lugar de ser artífices de la paz, con frecuencia se convierten en herramientas de guerra. Utilizan la adulación, la astucia y la seducción para obtener de los ministros los secretos de Estado. Se ganan a los débiles mediante su astucia, a los soberbios mediante el discurso y a los ambiciosos mediante el soborno. En suma: hacen tantas maldades como les es posible escudándose en que las hacen por deber y sabiendo que no pueden ser castigados por ello.
Los príncipes deben precaverse de las triquiñuelas de estos informantes. En el momento en que la cuestión a negociar se vuelve importante, los príncipes tendrán motivo para investigar muy intensamente el comportamiento de sus ministros a fin de determinar si la lluvia de las Danaides no ha reblandecido en algo la dureza de la honestidad.
Cuando se trata de establecer alianzas, el juicio de los grandes Señores debe estar más despierto que nunca. Para que puedan ser fieles a su palabra, es necesario que analicen con gran atención las características de lo que habrán de firmar.
Un tratado que ha sido considerado en todos sus aspectos y que ha sido previsto en todas sus consecuencias tiene un aspecto completamente diferente del mismo tratado considerado sólo en líneas generales. Lo que parece ser una ventaja, bien mirado no es más que un beneficio aparente que puede producir la ruina del Estado. Por de pronto, hay que poner bajo la lupa cada una de las palabras del tratado y el gramático puntilloso debe siempre preceder al político hábil para que no pueda haber una engañosa diferencia entre la letra y el espíritu del tratado.
Debería hacerse un catálogo de los errores que los príncipes han cometido por apresuramiento, para beneficio de quienes deben firmar tratados o alianzas. Su lectura les daría tiempo para toda clase de reflexiones muy provechosas.
Las tratativas no se llevan a cabo siempre por medio de ministros acreditados. Es frecuente que se envíen determinadas personas que no tienen un cargo público definido y que pueden exponer su propuesta con mayor flexibilidad ya que no dependen en forma tan directa de su Señor. Los preliminares de la última paz firmada entre el Emperador y Francia se negociaron de esta forma, sin que el Imperio y las potencias marítimas se enterasen de ello. La negociación estuvo a cargo del conde de Neuwied cuyas tierras se encuentran a la vera del Rin.
Victorio Amedeo, el más hábil y el más astuto de los príncipes de su tiempo, dominó en el arte de ocultar sus intenciones mejor que nadie. Europa más de una vez resultó sorprendida por sus finas manipulaciones. Entre varias otras, se encuentra la de aquella vez en que entrevistó al Mariscal de Catinat vistiendo los hábitos de un monje y, bajo el pretexto de trabajar por el bien de la noble alma de su entrevistado, consiguió alejar al mariscal del Emperador y ponerlo del lado de Francia. Esta negociación entre el príncipe y el mariscal se llevó a cabo con tanta prudencia y cuidado que la subsiguiente alianza entre Saboya y Francia apareció ante los ojos de Europa como un fenómeno político tan extraordinario como inesperado.
No me he propuesto aquí ni justificar ni criticar el proceder de Victorio Amedeo y lo he puesto tan sólo como ejemplo. Lo que me ha parecido digno de elogio en su caso es la discreción y la habilidad; condiciones que, aplicadas a fines meritorios, todo gran Señor debe poseer en forma necesaria.
La regla general es que, para las negociaciones difíciles, hay que utilizar a los espíritus más elevados y sagaces; mentes astutas para los vericuetos; personas atractivas que saben ganarse simpatías pero que tienen tan buen ojo que pueden leer en el rostro de alguien los secretos de su corazón, con lo que nada se escapa a su penetrante mirada y todo se revela ante su profundo razonamiento.
Pero no hay que abusar de las artimañas y de la astucia. Pasa con ellas lo mismo que con las especias agregadas a los alimentos: se pone demasiadas en la comida, el gusto queda anestesiado y ya no se aprecia el sabor de lo que se está comiendo.
La rectitud, por el contrario, es válida en todas las épocas. Se parece a aquellos alimentos simples y naturales que le vienen bien a todas las constituciones físicas y que fortalecen al cuerpo sin incendiarlo.
Un príncipe cuya honestidad sea reconocida, se ganará seguramente la confianza de toda Europa. Será feliz sin engaños y poderoso por medio de sus virtudes. La paz y el bienestar del Estado es algo así como el punto central hacia el cual se dirigen todos los caminos del arte político. Es el objetivo último de todas las negociaciones.
La paz de Europa se basa fundamentalmente sobre un sabio equilibrio en dónde el poder de una monarquía se confronta con el poder unificado de las demás coronas. Si se alterase este equilibrio es de temer que se produciría una modificación generalizada de los Estados y sobre la ruina de los príncipes demasiado debilitados por los conflictos surgiría una nueva monarquía.
La política de los príncipes europeos parece exigir, pues, que nunca dejen de concretar tratados y alianzas que les permitan construir una fuerza equiparable al la de un poder ambicioso; y que, además, deben desconfiar absolutamente de quienes pretenden sembrar la discordia entre ellos. Recuérdese al cónsul que, para demostrar la importancia de la unidad, tomó la cola entera de un caballo y trató infructuosamente de arrancarla del animal pero luego no tuvo ninguna dificultad en lograr su propósito arrancando las crines una por una. Este principio es para nuestros días tan válido como lo fue para las legiones romanas. Nada fomentará más la tranquilidad y la paz de Europa que el restablecimiento de su unidad.
El mundo sería feliz si, aparte de la negociación, no se conociese otra forma de obtener justicia y de restablecer la paz y la concordia entre las naciones. Si este fuese el caso, los príncipes utilizarían argumentos en lugar de armas y discutirían en lugar de degollarse mutuamente. Pero no es así y una triste necesidad los obliga optar por un camino mucho más cruel.
Existen situaciones en las que hay que defender con las armas la libertad de un pueblo al cual otro pretende injustamente sojuzgar; situaciones en las cuales aquello que la iniquidad le niega a la mesura hay que obtenerlo por la fuerza y un príncipe debe poner sobre el campo de batalla el interés de su pueblo. En estos casos se hace cierto aquello que de otro modo parece tan contradictorio y es el que una buena guerra hace y consolida una buena paz.
Lo que hace justa o injusta a una guerra es su causa. Las pasiones y el orgullo de los príncipes con frecuencia los vuelve ciegos y les hace ver los hechos más violentos pintados de los más hermosos colores. La guerra es un medio cuando todo lo demás ha llegado al límite que podía llegar. Es por ello que se debe recurrir a él sólo en casos extremos y con prudencia, verificando exactamente si se ha llegado a dicho extremo por un espejismo del orgullo o por causas válidas e inevitables.
La guerra se libra para la defensa y, sin lugar a dudas, ésta es la más justa de todas las guerras.
La guerra se libra por primacías y a esto un rey se ve forzado cuando desea conservar un derecho que se le disputa. Conducirá su causa con la espada en la mano y el combate decidirá la validez de sus motivos.
Existen guerras preventivas y un príncipe obrará sabiamente si decide librarlas. Se tratará, obviamente, de una guerra de agresión pero aún así seguirá siendo justa. Cuando el hegemónico poder de un Imperio amenaza con desbordarse y engullirse a todo el mundo, será sabio de parte del príncipe el construir diques para contenerlo y de frenar el torrente del río cuando todavía es controlable. Cuando se ve que se juntan las nubes y se avecina la tormenta, no es irracional prever la caída de un rayo. Y puesto que un Señor expuesto a ese peligro no puede conjurar por si mismo la tormenta, lo que hará – si es inteligente – será unirse a todos los que se hallan amenazados por el mismo riesgo. Si los reyes de Egipto, Siria y Macedonia se hubiesen unido contra el poder de Roma, jamás hubieran sido aniquilados. Una sabia alianza y una guerra iniciada con vigor hubiera impedido todo lo que los ambiciosos se propusieron, esclavizando con ello al mundo.
La prudencia aconseja preferir el mal menor al mayor y elegir lo seguro antes que lo dudoso. Es por lo tanto mejor que un príncipe se decida a librar una guerra de agresión cuando todavía tiene la libertad de elegir entre el olivo y los laureles, y no que espere a que vengan tiempos peligrosos en los que una declaración de guerra podrá retardar su derrota y su esclavitud sólo por poco tiempo. La regla, con certeza, es: siempre será mejor adelantarse que dejarse adelantar. Los grandes personajes de la Historia siempre han sabido utilizar sus fuerzas antes de que el enemigo les atase las manos y destruyese su poder.
Los príncipes con frecuencia se ven arrastrados a las guerras de sus aliados, debiendo suministrarles cierta cantidad de fuerzas. Desde el momento en que un gran Señor no puede prescindir de alianzas – puesto que en Europa a nadie le es posible sostenerse exclusivamente con fuerzas propias – los príncipes se comprometen a socorrerse mutuamente en caso de necesidad y esto es algo que aporta mucho a su seguridad y a su sostén. El resultado es el que decide cual de las partes se llevará los frutos de la alianza. Una situación determinada podrá favorecer a uno; ciertas circunstancias en un momento distinto favorecerán al otro. La honestidad y el buen juicio exige, pues, de todos los príncipes sin distinción que cumplan en un todo con sus compromisos y que consideren sagrada a su palabra; tanto más porque las alianzas hacen que sea más efectiva la protección brindada por el príncipe a su propio pueblo.
De lo anterior se desprende que serán justas las guerras en las que sólo se tiene la intención de rechazar una agresión arbitraria, o bien obtener derechos bien fundados, o bien asegurar la libertad del mundo y evitar tanto una violencia dictada por la ambición como una opresión. Un gran Señor que emprenda alguna de estas guerras no deberá recriminarse de la sangre derramada. Actuará de ese modo porque le ha sido imposible actuar en forma diferente; y en tales circunstancias la guerra es un mal menor que la paz.
La cuestión me lleva de un modo natural a considerar aquellos príncipes que negocian con la sangre de sus pueblos de una manera jamás vista con anterioridad. Su corte es como una casa de remates en la cual el pueblo se remata al mejor postor. Hace cierto tiempo, hubo algunos príncipes que no buscaban aliados; sólo querían encontrar la forma de vender sus soldados tratando de comerciar con la sangre de sus súbditos.
El soldado está para proteger a su patria. Cuando se lo vende como quien vende perros de caza, se atenta tanto contra el comercio como contra la guerra. Se dice que no está permitido comerciar con objetos sagrados. ¿Acaso hay algo más sagrado que la sangre de un ser humano?
En lo que se refiere a las guerras de religión, cuando las mismas son internas casi siempre surgen por un mal juicio del príncipe. Por ejemplo, cuando apoya a una secta y reprime a la otra; cuando coarta demasiado la práctica de ciertas religiones públicas o la promueve en exceso; y especialmente cuando le otorga mayor peso a las quejas de uno de los partidos. Algo que no es sino una pequeña chispa si el Señor no se entromete, se convierte en un enorme incendio si el Señor la apaña.
Si un gran Señor conduce con entusiasmo el gobierno civil, dejándole a cada cual su libertad de conciencia; si permanece siendo siempre un rey y jamás se convierte en sacerdote, tendrá siempre un medio seguro de preservar al Estado de las tormentas que el espíritu intolerante de los teólogos con frecuencia tiende a provocar.
Las guerras de religión entre Estados son siempre improcedentes e injustas. Por cierto que es muy extraña la empresa de ir con Carlomagno de Aachen a los sajones para convertirlos espada en mano; o armar una flota para proponerle al sultán de Egipto que se haga cristiano. El delirio de las cruzadas ha pasado. Quiera Dios que no resurja.
En absoluto, la guerra es tan pródiga en desgracias, su resultado es tan incierto, y sus consecuencias para un país son tan ruinosos que los príncipes no podrán meditar demasiado antes de embarcarse en ella. Las violencias que se cometen en un país enemigo ni se contabilizan entre las desgracias que suceden en las tierras del príncipe envuelto en una guerra.
Estoy convencido de que los monarcas no se mostrarían insensibles si tuviesen una visión veraz y no distorsionada de todas las penurias que ocasiona una sola declaración de guerra. Su imaginación no es tan viva como para imaginar todas las desgracias que no les llegan porque lo impide su posición y terminan viéndolas como algo completamente natural. ¿Cómo podrían saber lo que se siente cuando se oprime al pueblo con pesadas cargas; cuando el país es drenado de su juventud con reiterados reclutamientos; cuando las enfermedades contagiosas diezman a los ejércitos; cuando la espada del enemigo – y, peor aún, cuando los cañones de los sitiadores – aniquilan a todo un ejército; cuando los heridos, después de perder los miembros que eran su única herramienta para trabajar y sostenerse, caen en la más tremenda de las miserias; cuando tantos huérfanos deben sufrir porque han perdido al padre que era el único sostén de su desamparo? ¿Qué hacer cuando el Estado ha perdido tantas personas valiosas que la muerte se ha llevado antes de tiempo?
Los príncipes que consideran esclavos a sus súbditos los arriesgan sin misericordia y los pierden sin pesar alguno. En cambio los príncipes que ven en las personas al semejante y en el pueblo el cuerpo cuya alma ellos mismos representan, son mucho más parcos con la sangre de sus súbditos.
Concluyendo esta obra le pido a los monarcas que no se sientan ofendidos por la libertad con la que me he expresado. Mi intención es la de decir la verdad, promover la virtud y no adular a nadie. Tengo de los príncipes actualmente gobernantes una opinión lo suficientemente elevada como para considerarlos dignos de oír la verdad. Sólo a un Nerón, a un Alejandro VI, a un César Borgia, a un Luis XI no estaba permitido decírsela. ¡Gracias a Dios que no encontramos personas como éstas entre los príncipes europeos! No se les puede elogiar más que diciendo: delante de ellos se puede criticar libremente todo lo que deshonra la dignidad real y ofende a la justicia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario