martes, 22 de julio de 2008
AGONÍA DEL SIGLO
El mundo no es sino confusión y tormento. El odio destroza sus entrañas. Mata, mancha y arrastra a
sus víctimas en el oleaje fangoso de su furor. Los hombres se buscan con maldad de chacales. Se les
oye rugir en la noche iluminada por los rayos.
Los pueblos se detestan.
Los individuos se detestan.
Ya no respetan nada, ni siquiera al vencido que yace en la tierra, ni a la mujer que implora, ni a Los
niños de ojos abiertos a los sueños.
Ha muerto el soñar.
Solo vive la bestia, la bestia salvaje que pisotea a los tímidos y a Los fuertes, a Los inocentes y a
los culpables.
Todo titubea, el armazón de los Estados, las leyes de las relaciones sociales, el respeto a la palabra.
Los hombres que antes, creaban la riqueza en un esfuerzo redoblado, se enfrentan ahora como fieras desencadenadas.
Mentir es sólo una forma más de ser hábil.
El honor ha perdido su sentido, el honor del juramento, el honor de servir, el honor de morir. Los
que permanecen fieles a estos viejos ritos hacen sonreír a los demás.
La virtud ha olvidado su dulce murmullo de manantial. Las sonrisas no son ya confesiones del amor
sino reticencias, estafas o rictus.
Se asfixian las almas. El denso aire está cargado de todas las abdicaciones del espíritu.
El olfato busca en vano un aura pura, el perfume de una flor, la frescura de una brisa impregnada de
mar...
El mar de los corazones está hosco. No tiene velas blancas. No hay alas que canten sobre su lomo
Inmenso.
Los jardines del corazón han perdido su color. No tienen pájaros. ¿Qué pájaro, por acaso, podría
cantar en medio de la tormenta, mientras el hombre busca al otro hombre, para odiarle, para
corromper su pensar, para hollar con los pies la rosa?
Los dones han muerto, el don del pan para los cuerpos frágiles, el don del amor para las almas
que sufren.
¿Amar ? ¿Por qué ? ¿Para qué amar?
El hombre, encerrado en su concha, ha hecho de su egoísmo una barricada. Quiere gozar. La
felicidad, para él, se ha convertido en un fruto que devora ávidamente, sin recrearse en él, sin
repartirlo, sin dejarle, siquiera, ver a los demás.
¿Para qué aguardar al fruto maduro que tendría que repartirse entre todos? El amor, el mismo
amor, ya no se da a los demás; se huye con él entre los brazos, deprisa, deprisa.
Sin embargo la única felicidad era aquello: el don, el dar, el darse; era la única felicidad consciente,
completa, la única que embriagaba, como el perfume sazonado de Las frutas, de las flores, del
follaje otoñal.
La felicidad sólo existe en el don. Su desinterés de sabores de eternidad, vuelve a los labios del
alma con dulzura inmortal.
Dar: haber visto los ojos que brillan porque han sido comprendidos, alcanzados, colmados.
Dar: sentir esos anchos estremecimientos de dicha, que flotan como inquietas aguas sobre el
corazón, súbitamente serenado, empavesado de sol.
Dar: haber llegado a esas múltiples fibras secretas con las que se tejen, los misterios ardientes de
una sensibilidad, emocionada, como si la lluvia suave del verano hubiera refrescado los rosales que
trepan por los muros polvorientos y cálidos.
Dar: tener el gesto que alivia, que hace olvidar a la mano que es de carne, que derrama un deseo de
amar en el alma entreabierta.
Entonces, el corazón se torna tan leve como el polen de las flores, y se eleva como el canto del
ruiseñor, con su misma voz ardiente, que alienta nuestra penumbra. Desbordamos la felicidad
porque hemos derramado la capacidad de ser dichosos, la felicidad que no habíamos recibido para
que fuera sólo nuestra, sino para derramarla, porque nos ahogaba, como la tierra que no puede
retener sus manantiales, los deja desbordar sobre las flores numerosas de las praderas, o por las
hendiduras de las rocas grises.
Pero hoy, Los manantiales no brotan ya. La tierra, egoísta, no quiere despojarse del tesoro que la
agobia. Retiene la felicidad y la ahoga.
Las rocas se secan y saltan en pedazos. Y Las flores, oprimidas en los corazones, sucumben.
Se ha cegado el impulso de los manantiales.
Las almas mueren, no solamente porque solo reciben odio, sino también porque se ha desnaturalizado su propio amor, cuya esencia era probar y darse.
Esta es la agonía de nuestro tiempo.
El siglo no se hunde por falta de elementos materiales.
Jamás fue el universo tan rico, ni estuvo tan colmado de comodidades, gracias a una enorme y fecunda industrialización.
Jamás hubo tanto oro.
Pero el oro está escondido en los cofres blindados, más seguro que en las más profundas cavernas.
Los bienes materiales, monopolizados, sirven para matar a los hombres y no para socorrerles. Son una razón más para odiar.
Han convertido en garras, las manos que los tocan, y en jaguares Los cuerpos humanos que los
utilizan.
Sin amor, sin fe, el mundo se está asesinando a sí mismo.
El siglo ha querido, ciego de orgullo, ser tan sólo el siglo de los hombres.
Este orgullo insensato le ha perdido.
Ha creído que sus máquinas, sus «stocks». Sus lingotes de oro, le podrían dar la felicidad. Y sólo le
han dado alegrías, pero no la alegría, no esa alegría que es como el sol que nunca se apaga en los
paisajes que antes, ha llenado de ardiente esplendor. Las tristes alegrías de la posesión se han
endurecido como púas y han herido a los que, creyéndolas flores, las acercaban a su rostro.
El corazón de los vencedores del siglo, vencedores de un día, está lleno de melancolía, de acritud,
de una horrible pasión de apoderarse de todo, enseguida, de una cólera brutal, que se eriza frente a
todos los obstáculos.
Millones y millones de hombres se han batido y se han odiado. Un huracán les arrastra, cada vez
más desencadenado, a través de los aires encendidos. La lengua seca, frías las manos, adivinan ya,
en medio de su delirio, el instante próximo en que su obra de locos será aniquilada. Desaparecerá, porque era contraria a las leyes del corazón y a las leyes de Dios.
El solo, Dios, daba al mundo su equilibrio, dominaba las pasiones, señalaba el sentido de los días
felices o desgraciados.
¿Para qué haber sido ambicioso, cuando el verdadero bien se ofrecía sin límites, generosamente, a
todos los corazones puros y sinceros?
E1 mundo ha renegado de esta alegría, sublime y orgullosa, como los chorros de una fuente.
Ha preferido hundirse en los pútridos mares del egoísmo, de la envidia y del odio.
Se asfixia en la ciénaga.
Se debate en medio de sus guerras, de sus crisis, en medio de los lazos resbaladizos de su egoísta
pasión.
Aunque se reúnan todas las conferencias del mundo y se agrupen los jefes de Estado y los
expertos, nada podrán cambiar. La enfermedad no está en el cuerpo. El cuerpo está enfermo
porque lo está el alma. Es el alma la que tiene que curarse y purificarse.
La verdaderamente grande y única revolución que está por hacerse es ésa: aun tan sólo las almas,
llamadas por el amor del hombre y alimentadas por el amor de Dios podrá devolver al mundo él
claro rostro y una mirada limpia a los ojos purificados por el agua serena de la entrega generosa.
No hay opción: o revolución espiritual, o fracaso del siglo.
León Degrelle
No hay comentarios:
Publicar un comentario